Cuando a primera hora de la mañana partió había dejado de llover, pero aún no había aclarado y el paisaje se veía gris bajo un cielo gris. Hacia el sur los picos pelados de la sierra del Nido surgían entre las nubes y volvían a ocultarse. Desmontó junto a la verja de madera, maneó el caballo de carga y cogió la pala que llevaba atada, montó nuevamente y enfiló el sendero entre los guijarros, con la pala al hombro.
Cuando llegó a las tumbas se apeó, y clavó la pala en el suelo, cogió sus guantes de la alforja, miró el cielo gris y por último desensilló el caballo, lo maneó y lo dejó paciendo entre las piedras. Luego se volvió y, en cuclillas, movió la frágil cruz de madera en su asimiento de piedras y la levantó. La pala era una herramienta primitiva encajada en un largo mango de paloverde y se veían las señales donde la espiga había sido martillada y la costura toscamente soldada en la fragua. Sopesó la pala, levantó otra vez la mirada al cielo y luego se inclinó y empezó a cavar el montón de piedras sueltas que cubría la tumba de su hermano.
La tarea le llevó mucho rato. Se quitó el sombrero y más tarde la camisa, que dejó sobre la tapia. Hacia mediodía, según calculó, había cavado unos noventa centímetros. Hincó la pala en la tierra y fue a donde había dejado la silla de montar y las alforjas y sacó su almuerzo de frijoles envueltos en tortillas y se sentó en la hierba a comer y beber agua de la cantimplora de cinc recubierta de lona. En toda la mañana no había pasado nadie por la carretera a excepción de un autobús, rechinando lentamente por la cuesta para perderse garganta arriba, en dirección a Gallego.
Por la tarde aparecieron tres perros y se sentaron entre las piedras a mirarlo. Él se agachó para coger una piedra, pero los perros bajaron la cabeza y desaparecieron entre unos helechos. Más tarde apareció un coche en la carretera del cementerio, se detuvo ante la verja y dos mujeres se acercaron por el sendero y continuaron hasta la esquina más occidental del camposanto. Al rato volvieron a pasar. El hombre que conducía el coche se sentó en la tapia a fumar. Miró a Billy, pero no dijo nada. Billy siguió cavando.
A media tarde la hoja chocó con la caja. Él había pensado que tal vez no hubiese ataúd. Siguió cavando. Para cuando tuvo casi limpia la tapa de la caja quedaba poca luz de día. Cavó a lo largo del costado de la caja y tanteó la madera buscando un agarradero, pero no encontró ninguno. Siguió cavando hasta que tuvo un extremo de la caja a la vista; para entonces empezaba a oscurecer. Clavó la pala en la tierra suelta y fue a buscar a Niño.
Ensilló el caballo, lo llevó del diestro hasta la tumba, bajó la cuerda de atar y después de doblarla y anudarla pasó el cabo libre en torno a la caja, empujando para ello con la hoja de la pala. Luego arrojó esta a un lado, le quitó los correajes al caballo y lo hizo avanzar despacio. La cuerda se puso tensa. Miró hacia atrás. Luego hizo avanzar un poco más al caballo. En el hoyo se produjo una amortiguada explosión de madera y la cuerda quedó floja. El caballo se detuvo.
Billy volvió a la tumba. La caja había caído y vio los restos de Boyd, vestido para su funeral entre las tablas rotas. Se sentó en la tierra. El sol se había puesto. El caballo esperaba al extremo de la cuerda. De repente sintió frío y se levantó, se llegó a la tapia, cogió su camisa, se la puso y volvió.
Podrías volver a meter toda esa tierra, dijo. No tardarías ni una hora.
Fue hasta las alforjas, sacó sus cerillas, volvió, encendió una y la sostuvo en alto sobre la tumba. La caja estaba en una posición precaria. Un olor a humedad, a bodega, subía de la tierra oscura. Apagó la cerilla y se acercó al caballo, deshizo el nudo de la cuerda y regresó mientras la arrollaba con la mano. En medio del crepúsculo azul y sin viento se quedó quieto con la cuerda arrollada y miró hacia el norte, donde las primeras estrellas brillaban bajo el cielo encapotado. Bueno, dijo. Puedes hacerlo.
Hizo pasar el cabo de la cuerda hasta soltarlo del ataúd y dejó la cuerda sobre el montón de tierra excavada. Luego cogió la pala y con la hoja separó una larga astilla de madera de una tabla rota y la golpeó contra la caja para que saltara la tierra floja y encendió un fósforo; la astilla prendió y él la apoyó oblicua en el suelo. Por último bajó a la sepultura e iluminado por la pálida y fluctuante luz empezó a apartar las tablas ayudándose con la pala y fue arrojándolas a un lado hasta que los despojos de su hermano quedaron a la vista, arreglado sobre una plataforma de trapos en putrefacción, perdido como de costumbre entre sus ropas.
Hizo pasar de nuevo el caballo por la verja, se apeó, divisó el caballo de carga más al sur, volvió a montar, fue por el animal y lo guió hasta la tumba. Desmontó, desató el petate y lo desplegó en el suelo y luego soltó la lona impermeable y la extendió. No soplaba viento y su improvisado cirio seguía encendido a un lado de la tumba. Bajó a la excavación, cogió a su hermano en brazos y lo izó. No pesaba nada. Arregló sus restos sobre el petate y los plegó para hacer un paquete que ató por los extremos con cordel mientras el caballo esperaba observándolo. De la carretera de grava le llegó el gemido de un camión cuyos faros subieron y barrieron lentamente el páramo y los pelados promontorios; luego el camión pasó dejando una pálida estela de polvo y se alejó rechinando hacia el este.
Para cuando hubo rellenado la tumba era casi medianoche. Niveló la tierra con sus botas y luego cogió la pala y volvió a echar encima las piedras sueltas; por último cogió la cruz que había dejado apoyada en la tapia, la fijó en las piedras y apiló más piedras alrededor para aguantarla. La antorcha de madera se había apagado hacía rato y Billy la cogió por el extremo carbonizado y la arrojó por encima de la tapia. Hizo otro tanto con la pala.
Levantó a Boyd, lo puso de través sobre la caja y arrolló las mantas de su petate y las colocó atravesadas sobre la grupa del caballo y lo sujetó todo por debajo. Después fue a buscar su sombrero, se lo puso, recogió la cantimplora, la colgó por la correa al borrén de la silla, montó y dio media vuelta. Así permaneció un minuto, echando una última ojeada. Luego volvió a apearse. Se acercó a la tumba, arrancó la cruz de madera, la llevó hasta el caballo de carga y la ató a las horquetas del lado izquierdo de las angarillas. Volvió a montar y llevando al caballo de carga de las riendas salió del cementerio por la verja y se puso en camino. Cuando llegó a la carretera asfaltada la cruzó y marchó a campo traviesa hacia la cuenca del Santa María, siempre con la estrella Polar a su derecha y volviéndose de vez en cuando para ver cómo iba el paquete que contenía los despojos de su hermano. Los pequeños zorros del desierto ladraban. Los pequeños dioses de aquel país seguían su rastro mientras avanzaba casi a oscuras. Quizá registrando su nombre en su viejo diario de cosas fútiles.
A las dos noches de cabalgada divisó las luces de Casas Grandes hacia el oeste y la pequeña ciudad fue menguando sobre el llano a medida que la dejaba atrás. Cruzó la vieja carretera que venía de Guzmán y Sabinal, llegó al río Casas Grandes y tomó el camino de sirga hacia el norte. En las primeras horas de la mañana, cuando aún no había clareado del todo, pasó por el pueblo de Corralitos, semiabandonado, medio en ruinas. Las casas del pueblo tenían troneras para defenderse de los desaparecidos apaches. Las desnudas escombreras oscuras y volcánicas se recortaban contra la línea del horizonte. Cruzó la vía del tren y como una hora más al norte cuatro hombres salieron decididos de un bosquecillo y detuvieron sus monturas en el camino delante de él.
Billy sofrenó el caballo. Los jinetes esperaron en silencio. Los oscuros animales que montaban levantaron los hocicos como para rastrearlo en el aire. Al otro lado de los árboles la forma lisa y brillante del río parecía un cuchillo. Billy miró detenidamente a los jinetes. No los había visto moverse, pero parecía que estaban más cerca. Estaban divididos en grupos de dos.