¿Qué lleva ahí?, preguntaron.
Los huesos de mi hermano.
Permanecieron callados. Uno de los hombres se separó de los otros y se adelantó a caballo. Por dos veces cruzó el camino. Cabalgando muy erguido, casi coqueto. Como en una doma siniestra. Detuvo su caballo prácticamente al alcance de la mano y se inclinó con los antebrazos cruzados sobre la perilla de su silla.
¿Huesos?, dijo.
Sí .
El sol empezaba a asomar detrás de él y su rostro era una sombra bajo el ala de su sombrero. Los otros jinetes eran figuras aún más oscuras. El jinete se irguió en su silla y miró hacia los otros. Luego se dirigió a Billy.
Ábralo, dijo.
No.
¿No?
Bajo el ala del sombrero apareció un destello blanco. Como si hubiera sonreído. Lo que había hecho era coger las riendas de su caballo con los dientes. El siguiente destello fue un cuchillo salido de algún lugar de su ropa que captó la luz al girar por un instante como un pez en el fondo de un río. Billy echó pie a tierra por el lado izquierdo de su caballo. El bandolero agarró la cuerda del caballo de carga pero este se repropió y bajó la grupa y el hombre espoleó a su caballo y dio un tajo a las cuerdas con su cuchillo mientras el caballo de carga se agitaba al extremo de la cuerda de guiar. Uno de sus compinches soltó una carcajada, y el hombre blasfemó, tiró del caballo de carga, ató de nuevo la cuerda de guiar al borrén de su silla y cuando tendió el brazo para cortar las cuerdas hizo caer la plataforma de huesos en el suelo.
Billy estaba intentando deshacer el nudo del faldón de la alforja a fin de sacar su pistola, pero Niño giró sobre sí mismo, piafó y dio varios pasos hacia atrás cabeceando. El bandolero desató y arrojó a tierra la cuerda de guiar y desmontó. El caballo de carga dio media vuelta y se alejó al trote. El hombre se inclinó sobre la forma amortajada que había en el suelo y descosió de un solo tajo cuerdas y petate de punta a punta y de una patada apartó la envoltura dejando al descubierto, en el gris de la luz, el flaco esqueleto de Boyd dentro de su holgada chaqueta con las manos cruzadas sobre el pecho, las manos resecas con los huesos impresos en la piel coriácea, yaciendo con la cara demacrada vuelta hacia el cielo y abrazado a sí mismo como frágil ser aterido en aquel amanecer indiferente.
Hijo de puta, dijo Billy. Hijo de puta.
¿Qué es esto?, dijo el hombre. ¿Un engaño?
Dio una patada a aquella cosa disecada. Se volvió cuchillo en mano.
¿Dónde está el dinero?
Las alforjas, dijo en voz alta uno de los jinetes. Billy había pasado bajo el cuello de Niño y trataba de alcanzar otra vez el faldón de la alforja por el lado izquierdo del caballo. El bandolero abrió de un tajo el petate que tenía a sus pies, lo apartó de un puntapié y lo pisoteó y luego de volverse agarró las riendas de Niño. Pero el caballo debió de vislumbrar que algo demoníaco se había desatado entre ellos pues se empinó y retrocedió, y al hacerlo pisoteó los restos de Boyd y se empinó de nuevo y escarbó la tierra y el bandolero perdió el equilibrio y una pezuña delantera le alcanzó el cinturón y se lo arrancó desgarrándole la parte delantera de los pantalones. El bandolero salió a gatas de debajo del caballo, blasfemó desesperado y trató de coger de nuevo las riendas que se balanceaban; los que estaban detrás rieron y antes de que nadie pudiera pensar que ocurriría cosa semejante hundió su cuchillo en el pecho del caballo.
El animal se detuvo y se quedó temblando. La punta de la hoja se había alojado en el esternón y el bandolero se echó hacia atrás y extendió las manos.
Maldito seas, dijo Billy. Cogió el caballo por el ahogadero, asió el mango del cuchillo y arrancó la hoja del pecho. Manó sangre, corrió sangre por el pecho del caballo. Billy se quitó el sombrero de un tirón, lo apretó contra la herida y lanzó una mirada feroz a los hombres que estaban montados. No se habían movido. Uno de ellos se inclinó, escupió e hizo un gesto con el mentón en dirección a los otros. Vámonos, dijo.
El bandolero estaba exigiendo a Billy que fuera a coger el cuchillo. Billy no respondió. Sostuvo el sombrero contra el pecho del animal y una vez más trató de alcanzar y abrir el bolsillo de la alforja, pero no pudo. El bandolero tendió el brazo, cogió las correas, hizo caer las alforjas al suelo y las sacó de debajo del caballo.
Vámonos, exclamó el jinete.
Pero el bandolero ya había encontrado la pistola y la sostuvo en alto enseñándosela a los otros. Vació las alforjas y esparció con el pie las pertenencias de Billy, la ropa de recambio, la cuchilla de afeitar. Cogió una camisa del suelo y la sostuvo en alto y luego se la echó al hombro y amartilló la pistola e hizo girar el cargador y bajó de nuevo el percutor. Pasó por encima del maltrecho cadáver desamortajado, apoyó el cañón del arma en la cabeza de Billy y le exigió el dinero. Billy notó cómo el sombrero se ponía caliente y pegajoso a causa de la sangre que manaba del pecho del caballo. La sangre traspasaba el fieltro y le corría por el brazo. Vete al infierno, dijo.
Vámonos, repitió el jinete. Tiró de las riendas hacia un costado.
El hombre de la pistola los miró. Tengo que encontrar el cuchillo, dijo en voz alta.
Desmontó la pistola e hizo ademán de metérsela por el cinturón, pero ya no tenía cinturón. Se volvió y miró aguas arriba donde el día asomaba más allá de los zarzales. El aliento de los caballos humeaba y se desvanecía. El jefe le dijo que fuese por su caballo. Le dijo que no necesitaba el cuchillo y que había matado un caballo sin venir a cuento.
Después se fueron. Billy permaneció aguantando el aplastado sombrero saturado de sangre y oyó los caballos cruzar el río a contracorriente y luego solo oyó el río y los primeros pájaros que despertaban en aquella región y su propia respiración y el caballo respirando con dificultad. Rodeó con el brazo el cuello de su caballo y notó cómo temblaba, y también que se apoyaba en él y tuvo miedo de que muriese y notó en el pecho del animal una desesperación casi idéntica a la suya.
Escurrió la sangre de su sombrero, se limpió la mano en el pantalón y bajó la silla de montar y la dejó en el camino junto al otro desastre y guió el caballo lentamente hacia el río cruzando los árboles y el guijarral. Notó el agua fría colársele dentro de las botas, y le habló a Niño y se inclinó para llenar el sombrero de agua y echársela por el pecho. El caballo exhalaba vapor en el aire frío y su respiración había empezado a sonar extraña y trabajosa. Tapó el agujero con la palma de la mano, pero la sangre le corrió entre los dedos. Se quitó la camisa, la dobló y la apretó contra el pecho del animal, pero la camisa se empapó enseguida con la sangre que seguía manando.
Había dejado las riendas a merced de la corriente y acarició al caballo y le habló y lo dejó esperando allí mientras él vadeaba hasta la orilla y cogía un puñado de arcilla mojada de debajo de las raíces de los sauces. Volvió junto a Niño, extendió la arcilla sobre la herida y la allanó con la palma de la mano. Enjuagó la camisa, la estrujó para sacarle el agua y la puso plegada sobre el emplasto de barro y esperó en medio de la luz grisácea del vapor que se elevaba del río. No sabía si la sangre dejaría de manar en algún momento, pero así fue, y al primer pálido vislumbre de sol por la llanura oriental el paisaje gris pareció aquietarse y aquietarse los pájaros y al sol del nuevo día los picos de las lejanas montañas que se elevaban al oeste más allá de la agreste cuenca del Bavispe surgieron del amanecer como un sueño del mundo. El caballo se volvió y apoyó en el hombro de Billy su larga cara huesuda.