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Ella no era Prudence Trueheart. Diablos, ni siquiera era Nora Pierce. Era una desconocida a la que encontraba infinitamente atractiva e intrigante. Y había representado su papel con gran entusiasmo. Se fijó en su chal, que colgaba todavía del respaldo del taburete y acarició la suave lana, recordando el tacto de su piel y el sabor de su boca.

No esperaba que el contacto con Nora lo afectara tan profundamente. Nada lo había preparado para su reacción cuando ella había posado las manos en sus muslos, a escasos centímetros de su visible erección. Durante unos segundos, habían vivido en un mundo de fantasía, en un lugar en el que la vida real no osaba entrometerse. En el que las caricias y el sonido de su voz habían alimentado de tal forma su deseo, que al final apenas había podido contener el fuego.

Cuando Nora se había apartado de él, casi había agradecido que le hubiera evitado cierta situación embarazosa. Habían alcanzado el límite y, si querían seguir la aventura, debían adentrarse en un territorio más íntimo. Y aunque Pete no quería que la noche terminara, sabía que tenía que hacerlo.

Agitó suavemente su segundo whisky y fijó la mirada en el líquido ambarino buscando respuestas. Pero la bebida no podía dominar el deseo que todavía atormentaba su cuerpo. Lo único que hacía el alcohol era suavizar ligeramente sus aristas. Haría falta mucho más que whisky para olvidar aquella noche, pensó.

¿Y qué diablos se suponía que tenía que hacer después de lo ocurrido? ¿Fingir que no había sucedido? Quizá cruzaran miradas de reconocimiento entre ellos, algún gesto que…

– ¿Estás listo?

Pete se quedó helado al oír su voz. Se volvió lentamente y descubrió a Nora tras él. Se aferraba con tal fuerza a su bolso que tenía los nudillos blancos y una tensa sonrisa curvaba sus labios pintados.

– ¿listo para qué?

Un intenso rubor cubrió las mejillas de Nora.

– Pensaba que querías que nos fuéramos.

Su tono era insistente, y, desde luego, no iba a ser él el que se pusiera a discutir con ella, por sorprendido que estuviera. Pete dejó el vaso en la barra y se levantó de un salto.

– Muy bien -dijo, intentando disimular su asombro. -Estoy listo. Vamos -la agarró delicadamente del brazo y se dirigió hacia la puerta, intentando averiguar si habría confundido sus intenciones. Era imposible que Nora pretendiera llevar aquella noche a la que sería su lógica conclusión. ¡Aquella era Prudence Trueheart, por el amor de Dios!

El aire era frío y húmedo cuando salieron a la calle. Llegaba la niebla desde la bahía, suavizando las luces que los rodeaban. Algunos peatones paseaban por el parque, rodeados del aroma de los olivos y las melodías de los músicos callejeros.

En la distancia, se oía el traqueteo del tranvía. Permanecieron en la acera en silencio, hasta que Nora lo miró nerviosa y preguntó:

– ¿Tienes., coche?

– ¿Tú no tienes? -le preguntó a su vez Pete.

– No, he venido con mi amiga.

Pete se echó a reír. Aquel lugar estaba a menos de veinte minutos del muelle y aparcar allí era prácticamente imposible, de modo que había dejado el coche en su casa.

– Vaya, pues yo he venido andando -musitó. -Vivo justo al sur de Russian Hill. Si tú vives más cerca, podemos ir a tu casa.

Nora negó con la cabeza.

– Iremos a tu casa -respondió con énfasis. -Después, puedo volver a mi casa en taxi.

Así que aquel era el plan. Quería dejar caer la bomba en su propio territorio. Maldita fuera. Pete quería poner fin a aquel absurdo en ese mismo instante. Quería pedir una explicación. Pero decidió esperar pacientemente al momento más oportuno. Le pasó el chal por los hombros y le tomó la mano.

– Mi casa está demasiado lejos para ir andando. Iremos en el tranvía.

Hyde Street, la calle en la que se encontraban, estaba situada a varias manzanas del barrio de Pete, Macondray Lane, así que esperaron a que pasara el siguiente tranvía y se colocaron en la parte trasera.

Nora se aferró a la barra y Pete se colocó tras ella, con los brazos alrededor de su cintura. Sentía el trasero de Nora contra su regazo, frotándose contra él de tal manera que estuvo a punto de empezar a gemir. Luchó contra el deseo que crecía en sus entrañas, contra el intenso calor y la frenética necesidad de tocarla.

Para cuando llegaron a su destino, apenas podía apartar las manos de ella.

El tranvía se detuvo en la esquina de Hyde y Green. Pete la ayudó a bajar, agarrándola por la cintura. Nora se deslizó a lo largo de su cuerpo y, por un instante, Pete se permitió abandonarse a la tentadora sensación de sus caderas presionando las suyas. A continuación, la condujo delicadamente hacia la sombra de una tapia y le tomó el rostro entre las manos. Le dio un beso largo y profundo, rebosante de deseo. Aquella noche no iba a terminar bien. Habría palabras de enfado y sucias acusaciones, pero de momento, quería saborear cada uno de los momentos que iba a pasar a su lado.

Pete la sintió estremecerse, se separó de ella y la miró a los ojos.

– ¿Estás bien?

Nora asintió en silencio.

– Solo tengo un poco de frío.

Pete se quitó inmediatamente la chaqueta y la cubrió con ella. Nora le dirigió una dulce sonrisa y Pete, agarrando las solapas de la chaqueta, la acercó nuevamente a él y besó sus labios. Dios, ¿por qué no podían ser dos perfectos desconocidos?, se preguntó. Todo habría sido mucho menos complicado. Podrían haber ido a su casa, habrían hecho apasionadamente el amor y habrían intercambiado sus números de teléfono al final de la noche.

Apoyando la mano en la espalda de Nora, Pete comenzó a caminar hacia su casa, deseando que pudieran continuar paseando durante toda la noche, para prolongar todo lo posible aquella hermosa farsa. Quería pasar más tiempo con Nora Pierce, necesitaba tiempo para averiguar lo que estaba ocurriendo entre ellos. Por lo que hasta entonces sabía de ella, no debería desear a Nora en absoluto. Era exactamente el tipo de mujer que siempre había procurado evitar. Pero cuanto más estaba con ella, más fácil le resultaba verla bajo una luz diferente.

Tras un corto y silencioso paseo, llegaron a su casa. Nora vaciló en los escalones del edificio y Pete esperó, pensando que quizá entonces revelara su identidad… y rezando para que no lo hiciera. Metió la llave en la cerradura, giró el picaporte y se apartó para que pasara Nora. Se detuvo justo en el marco de la puerta y, por un instante, Pete pensó que iba a dar media vuelta y a salir corriendo.

– Es… muy bonita -musitó, recorriendo la habitación con la mirada mientras se quitaba la chaqueta que Pete le había prestado.

Pete cerró la puerta suavemente tras él y se apoyó contra ella, temiendo que cualquier movimiento pudiera asustarla.

– Esto es lo que conseguí jugando durante cuatro años en la liga. Esto y una rodilla inútil.

Nora no hizo ningún comentario. Ni siquiera se volvió. Diablos, ella sabía todo sobre su carrera de jugador. Pero, si se suponía que eran dos desconocidos, lo menos que podía hacer era mostrar un poco de curiosidad. Aquella fue la primera grieta de su engaño y Pete se preguntó si estaría ya dispuesta a decirle quién era. Decidió presionar un poco.

– Todavía no me has dicho tu nombre.

Nora se tensó. Pete se acercó a ella y posó las manos en sus hombros, acariciándole suavemente la nuca. Nora soltó un largo suspiro y se apoyó contra él. Incapaz de contenerse, Pete inclinó la cabeza hasta su cuello y le dio un delicado beso en la oreja.

Sintió que se agitaba la respiración de Nora y buscó con los labios su hombro desnudo. Lentamente, la hizo volverse, esperando la gran revelación, el momento en el que escapara corriendo como un conejo asustado o descubriera su identidad. Pero el momento no llegó.

– Nada de nombres -dijo Nora en voz baja. -De momento, olvidaremos los buenos modales. Seamos solo dos extraños.