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Pete pronunció su nombre en el momento de llegar al clímax. Pero Nora estaba en medio de su propio orgasmo y Pete comprendió que no lo había oído. El tiempo pareció detenerse, arrullándolos en un capullo de deseo satisfecho. Pete le acarició el pelo y le besó el cuello mientras ambos descendían lentamente a la realidad; en ese instante, habría dado cinco años de su vida para que el tiempo se detuviera de verdad, para impedir la intrusión de la vida real.

– Me faltan palabras -murmuró con una suave risa. -Es curioso, normalmente sé exactamente lo que decir.

Nora no se movió, no dijo nada mientras Pete se desprendía del preservativo. Cuando volvió a mirarla otra vez, Pete advirtió que la pasión ya había comenzado a desaparecer de su expresión. Volvió a besarla, esperando detener aquel proceso, pero no podía hacer nada para alterar la verdad de lo que acababan de hacer.

Estaban allí, en sus ojos: el miedo, el arrepentimiento, la culpa. Era evidente que Nora estaba deseando escapar. Pete sentía cómo se le encogía el corazón en el pecho mientras buscaba algo que decir, una forma de convencerla para que se quedara. Pero conocía perfectamente las consecuencias de lo que habían compartido y tenía que obligarse a dejarla marchar.

– Yo… Tengo que irme -musitó Nora, bajándose el vestido.

– No -la contradijo Pete mientras acariciaba su rostro, -quiero que te quedes.

– No. De verdad, tengo que irme.

Pete debería haberse enfadado, pero lo único que podía sentir era resignación.

– Te llevaré a casa -le dijo, sabiendo de antemano que Nora se negaría. Se subió los pantalones y miró a su alrededor, buscando la camisa que se había quitado.

– Mañana tengo que madrugar -dijo Nora, a modo de excusa. -Y tengo que hacer las maletas.

Pete la miró con recelo. Aquella era una nueva táctica. Hasta entonces Nora no le había mentido, se había limitado a eludir la verdad. Pete sabía condenadamente bien que Prudence Trueheart no viajaba. No se había tomado unas vacaciones desde hacía años.

– ¿Te vas a alguna parte?

– Eh… A Pakistán -contestó, nombrando el primer país que se le ocurrió. -A un importante viaje de negocios. Un viaje muy largo, por cierto. No volveré hasta… Bueno, la verdad es que no estoy segura de cuándo regresaré.

– Pakistán -musitó Pete, incapaz apenas de contener la risa. -No pretenderás que…

– Claro que no pretendo que me esperes – lo interrumpió Nora mientras se agachaba a recoger su bolso. -Pero te llamaré cuando vuelva -le dio un rápido beso en la mejilla, se detuvo un instante y se dirigió hacia la puerta.

Pete se la abrió caballerosamente.

– No sabes mi número de teléfono.

Nora volvió la cabeza por encima del hombro, pestañeó y soltó una risa suave.

– Entonces supongo que tendrás que llamarme tú -y sin más, corrió hacia la puerta y bajó corriendo los escalones de la entrada. No se tomó la molestia de mirar hacia atrás y tampoco pareció darse cuenta de que Pete la había seguido.

Pete estuvo observándola hasta que desapareció en medio de la bruma. No tenía otra opción que dejarla marchar, se dijo. Pero sabía que aquello no había terminado para ellos. Un hombre no hacía el amor con una mujer como Nora Pierce para después olvidarla. Habría otras muchas noches entre ellos. Pero se aseguraría de que entonces las cosas fueran diferentes. No volverían a ser dos desconocidos nunca más.

Los tacones de Nora repiqueteaban en el silencio de la noche. Nora solo volvió la cabeza una vez, y aunque para entonces la casa de Pete ya había desaparecido de su vista, su piel conservaba todavía el sudor provocado por su frenética unión. El corazón le latía violentamente en el pecho y la cabeza le daba vueltas. Quería detenerse para intentar tranquilizarse, pero temía darse tiempo para arrepentirse de lo que había hecho.

Esperaba sentirse triunfal al final de aquel encuentro. Sus tres años de celibato habían terminado con un hombre que había convertido la experiencia en algo memorable. Pero por mucho que lo intentara, no era capaz de aclarar sus confusas emociones. El júbilo se mezclaba con el arrepentimiento y el alivio con la aprensión.

Había sido maravilloso. Realmente, mucho mejor de lo que jamás se habría imaginado. Había sido tan salvaje, tan frenético… Asomó a sus labios una tímida sonrisa y se llevó la mano al pecho. La adrenalina todavía corría por su cuerpo y sabía que, si se hubiera quedado con él, habrían hecho el amor otra vez.

Nora se detuvo y miró a su alrededor, luchando contra las ganas de retroceder sobre sus pasos. Pero aquella vez se impuso el sentido común. Una vez ya había sido más que suficiente. Con un suave gemido, continuó andando hasta Union Street. Los zapatos, que tan provocativos le habían parecido frente al espejo, en ese momento le dolían convirtiéndose en un triste recuerdo de que al final de la noche tendría que despojarse de su disfraz con la misma rapidez con la que se había deshecho de sus inhibiciones.

Aunque el vestido y la peluca negra habían cumplido con su cometido, en ese momento se sentía demasiado explícita, como si cualquiera que pasara por su lado pudiera adivinar exactamente las que habían sido sus intenciones. El vestido le llegaba prácticamente por los muslos y el chal de cachemira no la protegía de la brisa nocturna. Comenzó a temblar y continuó haciéndolo hasta alcanzar la plaza Washington, donde sus rodillas se negaron a seguir caminando, obligándola a sentarse en un banco.

Apoyó los codos en las rodillas, posó en las manos la barbilla y tomó aire. Cerró los ojos y luchó contra los temblores que agitaban su cuerpo.

Oh, Dios, ¿qué había hecho? Se había mostrado completamente salvaje y desinhibida, había prescindido de tocio pudor. Pero al menos Pete no era consciente de que había hecho el amor con Prudence Trueheart. Al día siguiente, tendría que pasar por delante de él como si no recordara absolutamente nada de lo ocurrido la noche anterior.

¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Había dado por sentado que le resultaría fácil olvidar la experiencia de hacer el amor con Pete Beckett. Pero como la intensidad de sus recuerdos no hubiera disminuido por lo menos a la mitad, a la mañana siguiente iba a tener problemas muy serios.

– Tendré que llamar y fingir que estoy enferma -musitó. -Quizá incluso con alguna enfermedad larga como la malaria…

Nora buscó algunas monedas en su bolso y se dirigió a la parada del autobús. No estaba lejos de casa, pero sus pies no eran capaces de resistir otras cinco manzanas.

El autobús estaba prácticamente vacío y Nora se sentó al lado de una mujer mayor. Inmediatamente, intentó estirarse la falda y subirse el escote del vestido… Un vestido que de pronto le parecía especialmente revelador. Su mente recreó la imagen de Pete deslizando las manos por sus muslos y sintió un intenso calor en el rostro. Miró a su alrededor, preguntándose si alguien lo habría notado y se hundió en su asiento.

Empleó hasta el último gramo de su fuerza de voluntad en apartar la imagen de Pete de su mente, pero esta parecía haberse impreso con tanta fuerza en su cerebro como si ya fuera a formar parte para siempre de ella.

Debería haber hecho caso a Ellie y haber escapado cuando todavía tenía alguna oportunidad de hacerlo. ¿Qué habría sido de su sentido común? Y Prudence… ¿en dónde diablos se habría metido? Eran incontables las cartas que Prudence había recibido de las víctimas de una sola noche de amor. Y su consejo siempre había sido el mismo: no había que ser estúpida, había que utilizar la cabeza e ignorar la llamada de las hormonas. Pero había bastado una botella de champán y una sonrisa traviesa para olvidar todo lo que Prudence le había enseñado.