Pete miró su plato con el ceño fruncido, a continuación desdobló la servilleta y se la colocó en el regazo.
Nora sonrió para sí y le dio una palmadita de ánimo en el hombro. Dejó que su mano descansara allí unos instantes, disfrutando al sentir la dureza de su músculo. Sin pensarlo, deslizó ligeramente la mano, antes de retroceder como si acabara de cometer una atrocidad. ¡Al diablo con Prudence! Aquella mujer estaba empezando a volver loca a Nora con sus remilgadas reglas y sus comentarios condescendientes.
– Muy bien -dijo.
– Pero si no he hecho nada.
– La… la servilleta -le explicó Nora. El corazón le latía violentamente en el pecho. -Eso es lo primero que hay que hacer en cuanto te sientas a la mesa. Y aunque haya ya comida servida en el plato o bebida en las copas, no tienes que tocar nada hasta que lo haga la anfitriona -Nora señaló el cuchillo que Pete tenía más a la derecha y le dijo-: El tenedor de las ostras está al lado de la cuchara de la sopa.
– Me encantan las ostras -murmuró Pete secamente. -Y adoro la sopa. ¿Pero dónde está el tenedor para las cortezas de cerdo? Una cena al aire libre no es nada si no hay cerveza y cortezas de cerdo.
Nora suspiró, secretamente divertida con sus tonterías. Prudence no toleraría ese tipo de bromas, pero, procediendo de un hombre como Pete, Nora las encontraba muy estimulantes.
– Eso es importante. Si te equivocas de tenedor, todo el mundo se dará cuenta de que estás intentando pasar por ser un caballero, pero no lo eres.
– ¿Y cuándo voy a usar todas estas cosas? Estoy seguro de que esta mujer no va a comer ni con el presidente ni con la reina.
– Eso nunca se sabe. Y ahora sigamos. Esa cuchara es para el tuétano. Creo que actualmente resulta un poco pretencioso ponerla, pero es posible que te la encuentres -estiró el brazo a través del hombro de Pete para tomar otro cubierto. -El resto de la cubertería funciona por parejas. El tenedor y el cuchillo de pescado, los de los entremeses, los del plato principal, los de la ensalada y los de la fruta.
Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, tenía los brazos colocados alrededor de él y sus senos se presionaban ligeramente contra su espalda. Tomó aire y la fragancia del cabello de Pete inundó su mente. Pete se volvió lentamente y posó la mirada en su boca. Nora se quedó completamente helada, sin saber cómo retirarse con gracia, sin saber siquiera si quería retirarse. Porque lo que realmente le apetecía en aquel momento era inclinarse contra él y rozar sus labios, perder el control de sus instintos y…
– Pasemos ahora a la sal y la pimienta -dijo, aclarándose la garganta y apartándose de él.
– Oh, no -respondió Pete suavemente, con la atención todavía fija en su boca.
– Hay una forma apropiada de pasar la sal y la pimienta.
Pete arrastró la silla hacia atrás, se levantó y posó las manos en su cintura.
– Estoy convencido de que es fascinante, pero creo que deberíamos marcharnos de esta aburrida fiesta.
Nora pestañeó, agudamente consciente de los dedos de Pete sobre sus caderas y del calor que se extendía por su cuerpo.
– Bueno, ese es un asunto delicado. Nunca puedes irte en medio de una fiesta. Eso se consideraría un insulto.
Pete se inclinó hacia adelante y, por un instante, Nora pensó que iba a besarla. ¿Debería cerrar los ojos o continuar mirándolo fijamente?
– Entonces dime lo que tengo que hacer.
– Tienes que estar atento a las señales – Nora apartó la mirada de su boca para comenzar a hacer un detallado estudio de su barbilla. -Un consejo práctico es marcharse a la hora y media de que haya sido servida la última copa o el último plato de comida.
Pete se quedó mirándola en silencio durante un largo rato y a continuación deslizó la mano desde su cintura hasta la cadera.
– ¿Y qué debería decir?
Al igual que segundos antes había sido consciente del calor de sus dedos, en ese momento Nora sintió el magnetismo de su cuerpo, aquel calor que parecía arrastrarla cada vez más hacia él. Prácticamente se estaban tocando, cadera contra cadera, cuando Pete retrocedió.
De pronto la habitación pareció enfriarse y el pulso de Nora recuperó su velocidad normal.
– Entonces deberías decir: «lo he pasado maravillosamente, pero me temo que tengo que irme».
– Lo he pasado maravillosamente -dijo Pete, -pero me temo que tenemos que irnos – sonrió, la agarró de la mano y la condujo hasta la puerta. -Es absurdo pasar un sábado tan soleado como este hablando de cuchillos de pescado y tenedores para las ostras.
– ¿Qué… qué estás haciendo?
Pete agarró el bolso de Nora y se lo colgó al hombro.
– Ya he aprendido bastante por hoy. Ha llegado la hora de darte a ti unas cuantas lecciones.
La sacó del despacho y la arrastró hasta el ascensor. Nora pensó en resistirse, pero incluso ella sabía que, fuera lo que fuera lo que Pete hubiera planeado, sería infinitamente más emocionante que pasarse la tarde hablando de tenedores.
– ¿A dónde vamos? -preguntó, cuando se abrieron las puertas del ascensor.
– Es una sorpresa. Quiero llevarte a una de mis actividades favoritas al aire libre. Y estoy seguro de que vas a disfrutar.
Nora no podía evitar anticipar todo tipo de emocionantes posibilidades mientras recorrían las calles de San Francisco. Su mente ya había conjurado un picnic de gourmet en un lugar solitario. Comerían, beberían vino y después llegarían los besos. Besos delicados al principio, pero la pasión no tardaría en encenderse entre ellos. Pete apartaría entonces la comida y la empujaría suavemente hasta el suelo.
Por supuesto, en cuanto la tocara se olvidaría de la otra mujer. Bastaría un beso para borrar los recuerdos de aquella noche. Encontrarían una romántica casa rural en Sausalito donde pasar la noche y disfrutarían de interminables horas de pasión.
Nora se recostó en el asiento de cuero del Mustang de Pete y sonrió para sí, mientras disfrutaba de la música de Eric Clapton. Solo cuando la música cesó y Pete paró el coche se molestó en fijarse en dónde estaban. Apenas llevaban quince minutos en el coche y, desde luego no estaban en Sausalito.
– Estamos en el estadio -musitó. El Pacific Bell Stadium estaba bastante cerca de las oficinas de El Herald. Nora pasaba a menudo por allí, pero nunca se le había ocurrido pagar para visitarlo. En cuanto Pete le abrió la puerta, protestó-: ¡Pero aquí no podemos celebrar un picnic!
– ¿Un picnic? ¿Quién ha dicho nada de un picnic? Hemos venido a ver un partido.
Nora pestañeó. ¿Cómo se suponía que iban a disfrutar de una comida al aire libre en medio de miles de aficionados dando gritos?
– Si esta es tu idea de una cita perfecta…
Pete soltó una carcajada.
– Jamás se me habría ocurrido traer a una mujer con la que hubiera quedado a un partido de béisbol! Yo solo vengo a ver partidos con los amigos.
– Oh. ¿Eso es lo que somos? ¿Amigos? -le resultaba casi imposible disimular su desilusión. Por supuesto, solo eran amigos. ¿Cómo podía competir Nora Pierce con aquella mujer a la que Pete había encontrado tan misteriosa y fascinante?
Pete la miró fijamente durante unos segundos. Nora no era capaz de distinguir en sus ojos ninguna suerte de conexión más profunda entre ellos. ¿Habrían sido todo imaginaciones suyas? ¿Habría sido ella la única que percibía la electricidad que crepitaba entre ellos cada vez que se tocaban?
– Sí -dijo Pete por fin, asintiendo. -Creo que eso es lo que somos, amigos.
Le tomó la mano y la condujo hacia la entrada. Todas las visiones sobre posibles besos y noches apasionadas se desvanecían con cada uno de sus pasos.
Cuando llegaron a los torniquetes de la entrada, Pete le mostró su pase de prensa a uno de los vigilantes y este le permitió el paso con una sonrisa.
– Pensaba que íbamos a comer -musitó Nora.