– ¿Estás bien?
Prudence alzó sus ojos azules como el agua y pestañeó. En el momento en el que sus ojos se encontraron, los pulmones de Pete dejaron de funcionar y respirar se convirtió en una tarea imposible. Había empleado una considerable cantidad de tiempo especulando sobre la mujer que ocupaba aquel despacho, pero tenía que admitir que con el pelo revuelto y sin las gafas, estaba mucho más guapa. Su complexión no tenía un solo defecto y su perfil era prácticamente perfecto. En aquel momento, entreabría sus labios llenos para respirar. Tenía una boca hecha para ser besada… Y si se hubiera tratado de otra mujer, Pete lo habría intentado en aquel preciso instante.
– Nora -musitó, deslizando la mirada por sus largas piernas y sus estilizados tobillos. Se llamaba Nora Pierce, sí. Siempre había pensado en ella como Prudence Trueheart, pero mientras sentía su perfume flotando en el aire y el calor de su piel bajo la palma de su mano, le resultaba imposible llamarla Prudence.
Nora se aclaró la garganta, fijó la mirada en la mano de Pete, entrecerró los ojos y le tendió la pelota de béisbol.
– Señor Beckett. Creo que esto es suyo.
Pete forzó una sonrisa. Apartó la mano del tobillo y tomó la pelota.
– Gracias.
Nora arqueó ligeramente la ceja, con gesto desdeñoso.
– ¿Y?
– ¿Y? -la mente de Pete corría toda velocidad. ¿Y qué? ¿Y muchas gracias? ¿Sería eso lo que estaba esperando? Frunció el ceño y desplazó la mirada desde la pelota de béisbol hasta sus fríos ojos. Vio entonces el ligero moratón que comenzaba a salirle bajo el ojo. -Ah, sí, y perdón – aventuró. -Lo siento, de verdad, lo siento.
Nora suavizó su expresión y él dejó escapar un sonoro suspiro de alivio.
– Gracias. Disculpa aceptada. Y, quizá, la próxima vez, pueda cerrarme la puerta antes de empezar el partido.
– Hum… -musitó Pete, dejando que su mirada vagara por su cuerpo y deteniéndose significativamente en los botones de la blusa. Podría desabrochárselos en cuestión de segundos. En alguna parte, bajo aquella anodina indumentaria se escondía un cuerpo de mujer que, por lo que él podía apreciar, no se merecía el ser encerrado en tan conservador disfraz. Pete apretó los puños, descartó rápidamente aquella idea y volvió a mirarla a la cara.
Nora se frotó el ojo y tomó aire. Cuando intentó levantarse, Pete posó la mano en su hombro para que volviera a sentarse.
– No se mueva. Déjeme ver eso.
– ¿Estoy sangrando?
Pete fijó la mirada en sus ojos. En aquellos ojos tan increíblemente azules. ¿Por qué no se habría fijado antes en ellos? Eran unos ojos grandes e inocentes. Tentadores. Fascinantes. Se agolpaban en su mente toda suerte de adjetivos. Un hombre podría perderse en aquellos ojos. Por un momento, no fue capaz de concentrarse en otra cosa que no fuera el batir de sus pestañas, o la forma en la que aquel pelo rubio como la miel caía por su frente. Nora se aclaró la garganta otra vez, arrastrándolo de nuevo a la realidad.
– No, no estás sangrando. Y el moratón no tiene muy mal aspecto. Solo está de color negro y azul.
– ¿Negro y azul? -gimió Nora. -No puede ser.
Pete se encogió de hombros. Después miró el moratón más de cerca.
– Puedes ponerte un poco de maquillaje, así no se notará.
– Pero… ¡pero no puedo tener un ojo morado!
Pete fue incapaz de contener una carcajada.
– ¿Por qué? ¿Tienes una ardiente cita esta noche? -cuando vio el sonrojo que tiñó las mejillas de Nora, se maldijo en silencio. -Lo siento, no debería haberme reído.
– No, no debería -musitó. -Ha sido muy grosero.
– Jamás habría pensado que tú, quiero decir… que Prudence… Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Jamás habría pensado que Prudence tuviera una vida social que fuera más allá de dedicarse a hacer ganchillo o jugar a las cartas.
– Yo no soy Prudence -repuso Nora, sintiéndose herida. -Y… y quizá tenga una cita esta noche. No sé por qué resulta tan difícil de creer.
Pete le acarició suavemente la mejilla.
– Bueno, pues me temo que vas a tener que salir con un bonito ojo a la funerala como no te pongas un poco de hielo -se incorporó y le tendió la mano para ayudarla a levantarse. -Te traeré un poco del frigorífico. ¿Por qué no te sientas? Y no te lo toques. No tardaré.
Nora asintió y consiguió esbozar una sonrisa de agradecimiento mientras Pete salía a grandes zancadas del despacho. Los muchachos ya habían formado un pequeño grupo, dispuesto a acudir a su rescate.
– Prudence está bien -les dijo Pete. -Voy a buscar algo de hielo. Le he dado en el ojo.
El miedo paralizó las expresiones de sus compañeros de trabajo que se dispersaron rápidamente antes de verse implicados en aquel accidente. Pete agarró lo más parecido a un paquete de hielo que encontró en el frigorífico y corrió al despacho de Nora.
La encontró recostada contra el respaldo de su silla, con los ojos cerrados y las piernas estiradas.
– Toma -musitó Pete, inclinándose sobre ella y posando la mano en el respaldo de la silla. -Esto te ayudará.
Nora abrió los ojos y miró el paquete que le ofrecía.
– Pero si es un burrito congelado. Pete se encogió de hombros. -Alguien se olvidó de rellenar la bandeja del hielo.
Nora le quitó el burrito de la mano y se lo colocó cuidadosamente encima del ojo.
– Otra de las normas que incumplen en la oficina, dos en realidad. Se roba comida y se deja vacía la bandeja del hielo.
Pete le cubrió la mano con la suya y ajustó el burrito sobre el ojo. Un mechón errante escapó del moño de Nora y rozó la mano de Pete. Este fue acusadamente consciente de su suavidad.
– Sí, supongo que esa nota se habrá caído.
– Seguro que la ha tirado usted, ¿verdad? -lo acusó Nora.
– No, yo no -mintió. -Pero tienes que admitir que a veces eres un poco…
– ¿Insistente? ¿Autoritaria?
– Iba a decir remilgada -replicó Pete, retrocediendo antes de ceder a la tentación de deslizar la mano por su pelo. En realidad iba a decir agobiante, pero la vulnerabilidad que había visto en sus ojos le había hecho cambiar de opinión. De pronto, le parecía infinitamente preferible la gratitud de Nora que su desaprobación. -En esta sección no nos gustan las reglas. Las únicas que deberían existir son las del juego.
– Una sociedad civilizada necesita ciertas normas -lo contradijo. -Si tenemos que vivir juntos, tenemos que respetarnos los unos a los otros. Y las normas de etiqueta son una muestra de ese respeto.
– Pero si siguiéramos las veintisiete reglas que has pegado en el frigorífico, terminaríamos todos locos.
Nora suspiró suavemente.
– Yo no pretendía volver loco a nadie. Solo estaba intentando… ayudar.
Pete volvió a concentrar toda su atención en su boca, y luchó contra el impulso de inclinarse y borrar con los besos el dolor que reflejaba su voz. Él había dado por sentado que Prudence era una mujer fría y calculadora por cuyas venas corría sangre de hielo. Pero Nora Pierce no se parecía en absoluto a Prudence Trueheart. Claro, era una mujer casi siempre tensa y excesivamente preocupada por comportarse con propiedad. Pero bajo su pomposa fachada, se escondía una mujer suave, vulnerable y absolutamente irresistible.
– Quizá pudiera invitarte a comer. Como una forma de disculpa -le sugirió.
Nora se irguió en su asiento, se quitó el burrito del ojo y lo miró con recelo.
– ¿A comer?
– Sí, ¿por qué no? Eso no va contra las normas de etiqueta, ¿no? ¿O no lo he preguntado de forma apropiada? ¿Debería haber llamado primero? ¿O quizá debería haber escrito una nota? Supongo que quizá tendría que haber enviado una invitación grabada…
Nora sacudió la cabeza. La sombra de una sonrisa asomaba a sus labios.
– Yo… no creo que sea una buena idea. Al fin y al cabo, trabajamos juntos. La gente podría hablar.
Aunque su reputación se debía más a los rumores que a los hechos, Pete era conocido en El Herald como el Casanova de la redacción, algo de lo que, obviamente, Prudence se habría enterado. La verdad era que él no se esforzaba en absoluto en atraer a las mujeres, pero siempre tenía al menos a dos o tres pendientes de él. Aun así, desde aproximadamente hacía un año, estaba cada vez más desencantado tanto con sus citas como con la reputación que había cultivado. Desgraciadamente, su reputación parecía mantenerse y su vida personal continuaba alimentando los rumores de la oficina.