Y no era que ya no le gustaran las mujeres. Continuaba teniendo alguna cita de vez en cuando, pero quizá fuera ya demasiado viejo para aquellas escenitas de soltero. A los treinta y tres años, tampoco podía decirse que estuviera a punto de comenzar a declinar, pero había llegado a la conclusión de que una buena relación no consistía solo en disfrutar del sexo. Aunque tampoco estaba muy seguro de en qué consistía en realidad.
Pete suspiró. En ese momento, se descubrió deseando verdaderamente almorzar con Nora Pierce, por extraño que pudiera parecer.
– Es solo una simple comida -le dijo con una sonrisa. -¿Qué podrían decir sobre que tú y yo fuéramos a comer juntos una hamburguesa? -aunque era una pregunta retórica, volvió a advertir trazas de dolor en su expresión y comprendió inmediatamente lo que Nora había interpretado. Por supuesto, una cita con Prudence Trueheart no podía terminar en nada que no fuera un postre y cuentas separadas. Ella tenía una reputación que mantener. Pero su reacción no había sido la prevista y Pete no sabía si debería disculparse o intentar expresarse de otra forma.
– Yo… no tengo hambre, pero gracias de todas formas -contestó Nora con la voz repentinamente fría y distante. Le tendió el burrito. -Toma -pasó a tutearlo sin previo aviso, -será mejor que dejes esto en el frigorífico. No me gustaría que nadie lo echara de menos.
Pete sacudió lentamente la cabeza y tomó el burrito. Durante unos minutos, creía haber llegado a una especie de tregua con Nora, incluso pensaba que aquello podría ser el principio de una amistad. Pero después de haber metido la pata, no una, sino dos veces, iba a ser casi imposible convencerla.
– Bien -musitó. -Pero si cambias de opinión, dímelo -se acercó a la puerta y antes de salir se volvió para dirigirle una última mirada. Nora lo miraba desde detrás del escritorio con los ojos abiertos como platos. Debería haber insistido en que comiera con él, pensó Pete, o al menos mostrarse ofendido con su negativa. Pero algo le decía que no debía quemar todos los puentes con Nora. -Te veré más tarde.
Nora asintió en silencio, tomó la última carpeta que tenía encima del escritorio y extendió ordenadamente los papeles que contenía frente a ella. Al cabo de diez segundos de sentirse ignorado, Pete salió, cerrando la puerta tras él.
Los equipos habían vuelto a formarse en la Zona Caliente y el partido comenzaba de nuevo, con el equipo de Sam bateando.
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó Sam.
– Al diablo si lo sé -musitó Pete. -Normalmente comprendo bastante bien a las mujeres, pero Prudence Trueheart es una mujer muy complicada -ocupó su lugar en el campo y se frotó las manos contra los muslos. Su mente reproducía la sensación de la piel de Nora bajo sus dedos. No iba a ser fácil renunciar Prudence Trueheart, ni a Nora. Además de confusa, caprichosa y condescendiente, la encontraba increíblemente intrigante.
Y había pasado mucho tiempo desde la última vez que Pete Beckett había encontrado intrigante a una mujer.
Querida Prudence Trueheart.
Mi novio y yo hemos estado haciendo eso desde nuestra primera cita. El sexo es fantástico, pero ahora que se acerca la fecha de nuestra boda, me gustaría practicar el celibato para hacer de la noche de bodas algo especial. ¿Pero cómo podré convencer a mi calenturiento prometido de mi decisión?
Nora Pierce leyó la carta repetidas veces. Tachó la palabra «calenturiento» y la sustituyó por «ardiente», después intentó encontrar alguna otra forma de referirse a «eso» sin cambiar el tono de la carta. Suspiró y se frotó la frente. Cuando había aceptado aquel trabajo tres años atrás, la habían contratado para contestar preguntas sobre las buenas maneras. Pero desde hacía seis meses, todo había cambiado.
Para entretenerse, había contestado a la pregunta de un hombre que quería saber si debería pedirle permiso a su esposa antes de tomarle prestada su ropa interior o si la lencería se consideraba un bien común en el matrimonio. Prudence había contestado con sarcasmo y desaprobación y había publicado la carta para ilustrar los límites de la verdadera etiqueta:
La única excusa de un hombre para no llevar ropa interior masculina es no llevar absolutamente nada encima», había escrito, «y los únicos lugares en los que prescindir de ella puede considerarse una opción son la ducha y la consulta del médico.
Aquella única y tonta columna había sido el fin de su vida como columnista sobre las buenas maneras. Las líneas de teléfono se habían bloqueado y llegaban cartas de admiradores de cada rincón del país. Sus lectores querían más, más suciedad, más basura, más vulgaridad. Y más reprimendas con la afilada lengua y el sutil desdén de Nora.
– Magnífica columna la de ayer.
Nora alzó la mirada. Su editor, Arthur Sterling se asomaba por la puerta de su despacho con una amplia sonrisa en el rostro. Aunque rara vez descendía de la décima planta, últimamente bajaba a menudo a ver a Prudence. Y aunque otro periodista más ingenuo habría pensado que empezaban a ser amigos, Nora sabía que Arthur Sterling no tenía amigos. Para él todo eran beneficios y oportunidades. Y quería que Prudence se mostrara de acuerdo en anunciarse en televisión.
Arthur rió suavemente.
– Sexo, eso es lo que quiere la gente. Acabo de hablar con Seattle. Quieren tu columna. Y con Biloxi y Buffalo estamos ya en negociaciones -Arthur alzó el pulgar. -Buen trabajo. Y todavía estoy esperando tu respuesta para lo de televisión.
– Gracias -musitó Prudence. Pero Arthur ya se había marchado, seguramente en busca ele otra fuente de dinero.
Para él, Prudence no era un faro en medio de un mar agitado, ni un modelo de conducta. Para él se había convertido en el signo del dólar. Cuanta más basura, más lectores. Y eso significaba más dinero para su columna. Las normas de etiqueta pertenecían al pasado, le había dicho él. Todo eso habría estado bien para la primera Prudence Trueheart, que había comenzado a publicar en mil novecientos veintiuno, pero el mundo estaba cambiando.
Si al menos no hubiera contestado a aquella carta… Desde entonces, Sterling había insistido en que escribiera al menos tres columnas a la semana dedicadas a problemas «modernos», a preguntas sobre la moralidad y las relaciones.
Con aquel repentino crecimiento de su popularidad, Prudence había llegado a convertirse en una celebridad en la ciudad. Y si en algún momento Nora tenía la sensación de estar entrometiéndose en la vida personal de sus lectores, desde luego ellos parecían más que dispuestos a meterse en la suya. Las compras, las visitas a la lavandería e incluso la sala de espera del dentista, se habían transformado en sesiones permanentes de consejos. Y sus lectores parecían apreciar la impecable conducta de Prudence incluso más que ella misma: estaba siempre pendientes de lo que hacía, siempre observándola, esperando pillarla en un desliz moral. Se suponía que Prudence tenía que ser absolutamente virtuosa.
Para asegurar la pureza de Prudence, su editor había incluido algunas cláusulas especiales en su contrato. Prudence no decía tacos ni mascaba tabaco. No podía ponerse ropas excesivamente indiscretas ni frecuentar determinados bares. Y, desde luego, no podía dormir fuera de casa. En realidad, aquella última cláusula no le había costado demasiado cumplirla. Apenas podía recordar la última vez que había conocido a un hombre en el sentido bíblico.