Nora gimió y enterró la cabeza entre las manos. Su falta de contacto con el sexo opuesto se había hecho dolorosamente evidente en su inesperada reacción al contacto de Pete. Y desde que este había salido de su despacho, tenía serias dificultades para concentrarse en el trabajo, prefiriendo en cambio, recrearse en el color de los ojos de Pete Beckett y en el calor de su sonrisa.
Pensó en su conversación, en la inquietante reacción provocada por la mirada de Pete sobre su cuerpo. Reprodujo mentalmente todo el incidente, intentando recordar cada una de las palabras que había dicho. «Remilgada», musitó. ¿De verdad era eso lo que pensaba de ella?
Frunció el ceño y tomó otra carta. Nora siempre había encontrado cierto confort en el mundo de Prudence, un lugar en el que las reglas eran obligaciones, en el que la gente se comportaba con propiedad y decoro. En el que canallas y picaros como Pete Beckett eran capaces de comprender lo errado de su conducta y terminaban sentando cabeza junto a una mujer.
Pete Beckett era un hombre encantador y atractivo y un réprobo confirmado. Era todo aquello contra lo que Prudence Trueheart predicaba: un hombre que practicaba el arte de la seducción y un experto en evitar compromisos. El típico hombre que Prudence encontraba perturbador y otras muchas mujeres irresistible.
Prudence nunca había prestado atención a los rumores que corrían por la oficina y pensaba que la mayor parte de lo que se decía eran especulaciones o puras exageraciones. Pero por los suaves gemidos y las risas disimuladas de otros miembros femeninos de la redacción, se veía obligada a creer que algunas de las cosas que habían oído eran ciertas. Al menos las suficientes para que Nora dedicara parte del día a preguntase qué le haría Pete Beckett a una mujer después de meterse en el dormitorio. Aunque nunca lo averiguaría. Cuando ambos se tomaban la molestia de comunicarse, ella trataba a Pete Beckett con desdén y Pete la miraba con burlona diversión.
Aun así, no le resultaba difícil imaginarse el poder que ejercía sobre otras mujeres tras considerar su propia reacción a su contacto. Pete tenía unas manos hermosas, dedos largos y fuertes y una caricia delicada. Un escalofrío le recorrió la espalda y de pronto se encontró pensando en el aspecto que tendrían aquellas manos mientras la desnudaban lentamente, lo que sería sentirlas sobre su piel… y todo el tipo de cosas que podrían desencadenar en su cuerpo.
Se rozó el labio con el dedo pulgar. Aquel no había sido el único contacto físico que habían compartido, reflexionó. La había besado una vez, en el aniversario de El Herald, justo después de que la hubieran contratado como Prudence. Aunque probablemente él ni siquiera lo recordara, la vivida imagen de aquel momento acudió a su mente: estaban debajo del muérdago, sintió su dura boca sobre sus labios y la delicada caricia de su lengua…
Había sucedido tan rápidamente, que no había podido protestar. Además, en cuanto la había besado, Nora recordaba haber abandonado toda resistencia. Cuando al final Pete se había separado de ella, le había dirigido una tentadora sonrisa y había hecho algún comentario sobre las viejas damas y las supuestas vírgenes antes de ir a buscar otro tipo de diversiones. Nora había evocado aquel beso miles de veces en la soledad de su cama, cuando el sueño se negaba a acudir.
En ese momento, tenía otro gesto que añadir a sus fantasías. Pensó en el instante en el que Pete había posado la mano en su tobillo, en el calor de sus dedos sobre su piel… el primer contacto físico con un hombre desde hacía tanto, tanto tiempo. Recordó cómo le había acariciado el rostro, y su cálido aliento contra su mejilla, y la intensa fragancia de su colonia…
Nora maldijo suavemente. ¿Cómo lo hacían? ¿Cómo conseguían aquellos hombres hacer perder el sentido común a una mujer? Prudence había recriminado a sus lectoras una y otra vez y ella acababa de caer en la misma trampa: había perdonado a un hombre todos sus pecados por la simple razón de que le había rozado la mano. Se acercó el teclado y su indignación comenzó a crecer con todo el espíritu de la Prudence del pasado.
Querida lectora:
Abriste la puerta del establo en tu primera cita y ahora te resulta difícil meter nuevamente al semental. Prudence cree que deberías mantenerte firme en tu decisión. El celibato es una virtud y tu cuerpo un premio que debe de ser cuidado como un tesoro. Si ese hombre no es capaz de respetar tus sentimientos, olvídate de él. Y, por favor, prométele a Prudence que no volverás a montar hasta que hayas dicho «sí, quiero.
La metáfora del caballo estaba un poco trillada, pero era típica de Prudence: ingeniosa, descarada y con un toque de sarcasmo. Nora pulsó la tecla que enviaría una copia de su columna al editor. Aunque los tiempos habían cambiado, el lenguaje que ella empleaba podría haber sido utilizado por la primera Prudence, una mujer llamada Hortense Philpot, encargada de aconsejar sobre normas de etiqueta en los bulliciosos veinte.
Nora había sido contratada como ayudante de Prudence IV. Con una diplomatura en arte medieval, sus perspectivas de trabajo eran bastante limitadas. Pero tenía algo mucho más valioso que una licenciatura: ser miembro de una de las familias más importantes de San Francisco le proporcionaban una predisposición casi genética hacia las normas de etiqueta. Nora había nacido en Sea Cliff, el bastión de las buenas maneras.
Tras la jubilación de Prudence IV, Nora había firmado cinco años de contrato como la nueva Prudence. Había aceptado aquel trabajo porque… bueno, porque no había muchos puestos de trabajo en San Francisco para una experta en tapices medievales. Pero, además, había pensado que podría inyectar un poco de clase y buenos modales a la vida cotidiana de sus lectoras.
Se quitó las gafas, se frotó los ojos y tomó el montón de cartas que su ayudante había seleccionado para posibles columnas. Se levantó de la silla y comenzó a pasear por el despacho.
– Infidelidad -leyó en voz alta, tirando la primera carta al suelo. -Decepción -mientras iba lanzando las cartas, encontraba nuevos problemas que sustituían a los que acababa de resolver. -Enfado. Resentimiento. Fantasías Sexuales.
Nora se acercó a la ventana desde la que se veía la Zona Caliente. Curioseó a través de las tablillas de la persiana. Continuaban jugando a aquel juego estúpido y Pete Beckett estaba en medio de todos ellos. Lo vio estirarse para agarrar la pelota. La camisa se ajustaba a su torso. Y todo pensamiento razonable escapó de su mente.
– Fantasías sexuales -musitó.
De acuerdo. Quizá encontrara a Pete Beckett increíblemente atractivo, pero aquello solo era una reacción física. No tenía nada que ver con el hombre en sí, sino solo con su cuerpo. Un vientre plano y un bonito trasero no mitigaban todos sus defectos. Y tampoco su perfecto perfil, ni su pelo oscuro, siempre despeinado como si una mujer acabara de revolvérselo. Y quizá tuviera una sonrisa capaz de derretir el corazón de una mujer, pero rara vez se la dedicaba a ella. Nora había oído que las mujeres encontraban irresistible su malicioso sentido del humor, aunque, cuando él se había molestado en dirigirle una gota de su encanto, ella normalmente le había respondido con alguna regañina.
– ¿Alguna carta jugosa?
Nora se apartó rápidamente de la ventana y se volvió hacia la puerta, desde donde la estaba mirando Ellen Kiley. Avergonzada al haber sido sorprendida espiando, Nora le dirigió a su amiga una mirada de desaprobación y le tendió una carta.
– ¿Tú también? ¿Ya te has unido a aquellos que consideran que la vulgaridad se traduce en más ventas?
Ellie había empezado a trabajar en El Herald el mismo año que Nora y desde entonces habían sido amigas inseparables, por lo menos hasta que Ellie se había casado con Sam Kiley un año atrás.