Pete maldijo en silencio y se pasó la mano por el pelo. Bueno, pues jugarían los dos. En lo que a él se refería, no tenía ningún inconveniente en pasar unos minutos más siguiéndole el juego. Le hizo un gesto al camarero.
– Champán -le pidió. -El mejor.
– ¿Champán? -preguntó Nora.
– Voy a tomar una copa con la mujer más hermosa de este local. Creo que el champán es la bebida indicada, ¿no te parece?
Fijó la mano en la muñeca de Nora, en la que todavía descansaba su propia mano.
– Hay muchas mujeres hermosas en este lugar -repuso Nora, retirando la mano.
Pete miró a su alrededor.
– Sí, supongo que sí -el camarero descorchó una botella de champán y sirvió dos copas. Pete tomó una de ellas y se la tendió a Nora. -Pero ninguna tan hermosa como tú.
– Con tu capacidad de convicción, quizá debería invertir en champán. Debes de gastarte mucho en esa bebida.
– No merece la pena. Hace meses que he renunciado a las mujeres.
Nora lo miró con recelo.
– ¿Entonces por qué te tomas tantas molestias conmigo?
Pete deslizó un dedo por su brazo desnudo.
Quizá aquel juego no estuviera tan mal. Por lo menos le estaba permitiendo tocarla cuando sentía la necesidad de hacerlo.
– Créeme, no eres ninguna molestia. De hecho, eres la primera mujer desde hace casi un año que me ha hecho arrepentirme de mi decisión.
Aquella vez Nora soltó una carcajada; echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa tan musical y alegre como las burbujas de su copa. En otro momento de su vida, Pete se habría sentido insultado. Pero su alegría lo cautivó y rió con ella. Pete dejó su copa en la barra y apoyó los pies en el taburete de Nora.
La risa de Nora murió en cuanto él comenzó a mirarla fijamente. Pete jamás había deseado a una mujer como deseaba en ese momento a Nora. Pero sabía que tenía que proceder con cuidado, porque detrás de aquellos enormes ojos y de sus suaves facciones, se escondía una dama que estaba practicando un juego muy peligroso.
Le tomó la mano con deliberada delicadeza y se la llevó a los labios.
– ¿No deberíamos empezar por presentarnos? -musitó contra su piel. -Me llamo Beckett. Pete Beckett, ¿y tú?
Alzó la mirada y le dirigió una sonrisa arrebatadora. El juego acababa de comenzar.
Nora dio un largo sorbo a su champán. Las burbujas le cosquillearon la nariz y subieron directamente hasta su cabeza. Pero por atontada que estuviera, un pensamiento iba cobrando fuerza en su mente: debía huir de aquel hombre que le estaba besando en aquel momento las muñecas y cuyas palabras tenían la capacidad de dejarla completamente indefensa. Se suponía que aquella salida nocturna tenía que ser un simple experimento, una oportunidad para recuperar el sabor de las citas sin correr ningún riesgo. Pero estando sentada al lado de Pete, se sentía como si estuviera a punto de hundirse hasta el cuello en un pozo del que le iba a resultar imposible salir. Tenía ganas de gritar su nombre a todo el bar: Nora Pierce o Prudence Trueheart, ¿qué importaba? Lo único que sabía era que aquella pequeña farsa tenía que terminar.
Pero había algo que le impedía ponerle punto final, una curiosidad que necesitaba satisfacer, un innegable magnetismo que hacía que el sentido común se desvaneciera. ¿Por qué no ver hasta dónde la llevaba la noche? No lo estaba haciendo nada mal. De momento, había conseguido mantener una conversación fluida sin sonar demasiado altiva.
Y era tan maravilloso poder estar con alguien siendo la clase de mujer que jamás había sido: sexy, provocativa, irresistible… No era tan difícil engañar a alguien. Además, podía irse en cuanto quisiera, ¿no? Nora sofocó un suspiro. Quizá fuera más fácil decirlo que hacerlo.
No era el aspecto mental de la farsa lo que le estaba resultando más difícil, sino las reacciones físicas que estaba teniendo. La impresión de encontrarse a Pete Beckett sentado a su lado le había robado temporalmente el aire de los pulmones. Y después, cuando la había tocado, el corazón le había dado un vuelco en el pecho y había comenzado a latir a un ritmo de locura. Cada uno de sus pensamientos estaba fijo en el mágico contacto de su mano sobre su piel. Estaba al mismo tiempo asustada y emocionada, y aunque intentaba mantener en todo momento un pie en la realidad, sabía que acababa de adentrarse en un reino en el que todo era pura fantasía.
¿Por qué no la habría reconocido Pete? ¿Tan bueno sería su disfraz? Aquel mismo día habían hablado frente a frente en su despacho y, seguramente, no era una mujer tan fácil de olvidar, ¿o sí? Nora descartó inmediatamente aquella idea. Pete había bebido demasiada cerveza, eso era. O quizá no se había fijado en el moratón de su ojo, que había conseguido disimular casi por completo con el maquillaje. O quizá la idea de que Prudence Trueheart se dejara caer por un lugar como aquel con una peluca negra y ganas de ser seducida le resultara casi inconcebible.
Fuera cual fuera la causa, Nora no quería que aquellas maravillosas y al mismo tiempo alarmantes sensaciones terminaran. Una secreta emoción la atravesaba y cada vez estaba más decidida a disfrutar de cuanto placer pudiera encontrar en las sugerentes miradas de Pete y en su desinhibida reacción.
– ¿Y bien? ¿No quieres decírmelo? ¿Prefieres que me lo imagine?
Nora conocía las normas de etiqueta a la hora de una presentación en todos los casos, salvo cuando una estaba intentando ocultar su identidad bajo un provocativo disfraz al tiempo que compartía una botella de champán con un atractivo compañero de trabajo.
Un antiguo consejo acudió a su mente: cuando una dama se encontraba en una situación incómoda, siempre podía retirarse educadamente al lavabo. Tomó su bolso y forzó una sonrisa.
– Ha sido un placer conocerlo, señor Beckett, pero tengo que irme. Mi amiga debe de estar esperándome.
– Tu amiga puede esperar. ¿Por qué no quieres decirme cómo te llamas? -le preguntó con una seductora sonrisa y acariciándole la barbilla con el pulgar. -¿Estás casada?
Nora jadeó y le retiró la mano. ¿Cómo se atrevía a pensar que era capaz de tener una aventura extramarital?
– Por supuesto que no -contestó con enfado.
– ¿Comprometida entonces? Nora sacudió la cabeza. -¿Sales con alguien?
Aquella era la ocasión perfecta para salir de aquella situación sin que ninguno de ellos hiciera el ridículo.
– ¿Si te dijera que sí me dejarías sola?
Pete se lo pensó un momento y se encogió de hombros.
– Supongo que no me quedaría otra opción.
Nora abrió la boca, dispuesta a mentirle. Pero las palabras se negaban a salir de su boca. No quería que Pete se fuera. Quería que se quedara donde estaba, tocándola y tentándola hasta que se hartara de él.
– No -susurró, -no estoy saliendo con nadie.
Pete se inclinó hasta que sus labios quedaron a solo unos centímetros de su boca.
– Yo tampoco -dijo. -Así que supongo que los dos estamos libres para…
Nora fijó la mirada en su boca.
– Libres para… -sentía el aliento de Pete en los labios, tentándola con la promesa de un beso.
– Libres para terminar nuestro champán – dijo Pete.
Se apartó, dejándola sin respiración y bamboleándose al borde del deseo. Se alargaba el silencio entre ellos y el cerebro de Nora buscaba rápidamente un tema de conversación con el que disimular su embarazo. Pero lo único de lo que realmente le apetecía hablar era de la posibilidad de que sus labios se fundieran en un futuro cercano. Nora tomó la copa de champán y bebió lo que quedaba de ella.