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Helen se sintió enrojecer, quería gritar, pero no era capaz.

– Perdona -dijo.

Paul dejó caer la cuchara y apartó el cuenco.

– Simplemente no sé qué podría ser… -Helen no terminó la frase, Paul no la estaba escuchando, o quería dar esa impresión. Había cogido el paquete de cereales y seguía estudiando atentamente el dorso mientras ella echaba la silla hacia atrás.

Cuando Paul se hubo marchado y ella hubo recogido las cosas del desayuno, pasó un rato bajo la ducha, se quedó allí hasta que dejó de llorar y se vistió lentamente. Un sujetador gigante y unas bragas cómodas, sudadera y pantalones de chándal azules. Como si tuviese mucho donde elegir.

Se sentó a ver la GMTV hasta que sintió que el cerebro se le licuaba y se fue al sofá con las páginas inmobiliarias del periódico local.

West Norwood, Gipsy Hill, Streatham. Herne Hill si hacían un esfuerzo, y Thornton Heath si no les quedaba otra opción.

Cosas más importantes…

Hojeó las páginas rodeando unos cuantos sitios que parecían adecuados, todos diez o quince mil libras más caros de lo que habían previsto. Tendría que volver al trabajo mucho antes de lo que había pensado. Jenny había dicho que les echaría una mano con los cuidados del bebé.

– Eres una idiota si cuentas con Paul -le había dicho Jenny-. Por más que tenga tiempo libre.

Su hermana pequeña, siempre tan directa, y tan difícil de contradecir.

– Estará bien cuando llegue el niño.

– ¿Y cómo estarás tú?

La música del piso de arriba subía de volumen. Le diría a Paul que tuviese unas palabras cuando pudiese. Fue al dormitorio y se sentó para intentar hacer algo con su pelo. Pensó que los hombres que describían a las mujeres embarazadas como «radiantes» eran un poco raros, como la gente que creía tener derecho a tocarte la barriga cada vez que les viniese en gana. Tragó saliva, sintiendo su amargura mientras le bajaba por garganta, incapaz de recordar la última vez que Paul había querido tocársela.

Hacía tiempo que habían pasado de la fase del beso de despedida en la puerta, por supuesto, pero también hacía tiempo que habían pasado de demasiadas cosas más. Era cierto que no le apetecía demasiado el sexo, pero habría tenido muy poca suerte si le apeteciese. Al principio se moría de ganas, como muchas mujeres cuando estaban de un mes o así, según los libros, pero Paul había perdido el interés bastante rápido. No era infrecuente, eso también lo había leído. Los tíos se sentían distintos una vez que todo el tema de la maternidad entraba en juego. Resulta difícil mirar del mismo modo a tu compañera, desearla, incluso antes de que aparezca la barriga.

Su relación era mucho más complicada, pero tal vez hubiese algo de eso.

– El pobre capullito no quiere que le dé en el ojo -había dicho Paul.

Helen se había burlado y le había dicho:

– Dudo mucho que le llegases al ojo -pero en realidad a ninguno de los dos le había hecho mucha gracia.

Se echó el pelo hacia atrás y se acostó, intentando sentirse mejor al recordar tiempos pasados, cuando las cosas no iban tan mal. Era un truco que le había funcionado una o dos veces, pero últimamente le costaba recordar cómo eran antes. Los tres años que habían pasado juntos antes de que las cosas fuesen mal.

Antes de las peleas estúpidas y el puto lío estúpido.

Difícilmente podía culparle por ello, por creer que había cosas más importantes que ella; que un lugar donde vivir para ellos dos y para un niño que quizá no fuese suyo.

Decidió que subiría a hablar de la música ella misma, el estudiante del piso de arriba parecía bastante agradable, pero no logró levantarse de la cama al pensar en la cara de Paul.

Sus miradas furiosas, como si ella no tuviese la menor idea de lo dolido que estaba. Y vacías, como si ni siquiera estuviese allí, sentado a la mesa a apenas unos centímetros, mirando fijamente la estúpida caja de cereales, como si estuviese leyendo algo sobre ese juguete de plástico extraviado.

Mientras conducía, Paul Hopwood intentaba con todas sus fuerzas pensar en el trabajo, cantar al ritmo de la basura que emitían en Capital Gold y pensar en reuniones y subinspectores de mala leche o en cualquier otra cosa salvo el lío que acababa de dejar en casa.

Tostadas y puta amabilidad. Familias felices…

Giró a la derecha y esperó a que el GPS le dijese que se había equivocado, a que la mujer con voz de pija le dijese que tenía que dar la vuelta en cuanto tuviese oportunidad.

Una sonrisa asomó a su cara al pensar en un tipo que conocía en la comisaría de Clapham y le había sugerido que deberían hacer aquellos aparatos con voces diseñadas para hombres con «intereses especiales».

– Sería la leche, Paul. La tía dice, «gire a la izquierda», la ignoras y ella empieza a ponerse estricta: «He dicho que gires a la izquierda, chico malo». Se venderían como churros, tío. Para ex alumnos de internados y todo eso.

Subió el volumen de la radio, cambió el ritmo de los limpiaparabrisas a intermitente.

Familias felices. Cristo con dos pistolas…

Helen llevaba semanas mirándole así, dolida. Como si ya hubiese sufrido bastante, y él tuviese que ser lo bastante hombre como para olvidar lo que había pasado porque ella le necesitaba. Todo eso estaba muy bien, pero estaba claro que no había sido lo bastante hombre cuando había hecho falta, ¿no?

Doña Madera, la chorba del poli.

Aquella mirada, como si ya no le reconociese. Y luego las lágrimas y sus manos acariciándose la barriga, como si el niño fuese a caerse si lloraba demasiado fuerte o algo. Como si todo aquello fuese culpa suya.

Sabía lo que ella pensaba en el fondo. Lo que le contaba cada noche por teléfono a la cursi de su hermana. «Lo superará cuando vea al niño». Sí, claro, todo iría estupendamente cuando llegase el puñetero niño.

El niño lo arreglará todo.

La mujer del GPS le dijo que girase a la izquierda y él la ignoró, dio unas palmadas en el volante al ritmo de la música y se mordió la herida que tenía en la cara interna del labio inferior.

Dios, eso esperaba. Deseaba que todo fuese bien más que nada en el mundo, pero no era capaz de decírselo a Helen. Deseaba tanto mirar al niño y quererlo sin pensar, saber que era suyo… Entonces podrían seguir adelante. Eso era lo que hacía la gente, la gente corriente como ellos, aun cuando parecían no tener la menor oportunidad, ¿no?

Pero aquellas miradas y el estúpido tono suplicante de su voz estaban matando todas sus esperanzas poco a poco.

La voz del GPS le dijo que cogiese la primera salida en la siguiente rotonda. Se mordió la herida con más fuerza y cogió la tercera. El destino programado era Kennington, como siempre. No importaba que se supiese el camino del derecho y del revés, porque no era allí a donde iba.

«Por favor, dé la vuelta en cuanto le sea posible».

Le gustaban aquellos viajes, escuchar las instrucciones de aquella zorra estirada e ignorarlas, hacerle cortes de manga. Le preparaba mentalmente para el lugar al que iba.

«Dé la vuelta, por favor».

Estiró la mano, cogió un paquete de kleenex de la guantera y escupió la sangre de la herida.

Hacía tiempo que no hacía lo que la gente esperaba de él.

Dos

– ¡Bola!

– ¿A qué coño viene eso? -Se supone que tienes que gritar, tío. La he mandado al agujero que no es. Así que grito. -Se llevó las manos a la boca y gritó-: Bola, capullos. -Asintió, complacido consigo mismo-. Estas cosas hay que hacerlas bien, T.