– Lo trasladaron dos de mis hombres al Western General hará una hora.
– Pensaba que hasta las once no empezaba la autopsia.
– Sí -replicó Dougie encogiéndose de hombros-pero tu colega fue realmente persuasivo, porque ya es difícil conseguir que los dos mosqueteros se salgan de su rutina.
Los dos mosqueteros era el apelativo que daba Dougie al profesor Gates y al doctor Curt. Rebus frunció el entrecejo.
– ¿Un colega mío?
– El inspector Linford -contestó Dougie leyendo el nombre anotado en su lista.
Cuando Rebus llegó al hospital, Gates y Curt realizaban la autopsia al alimón. El profesor Gates decía que él era de huesos grandes, y, desde luego, inclinado sobre aquellos magros restos humanos parecía la antítesis de su colega Curt, que era alto y delgado. Tenía diez años menos que él, y por su insistente carraspeo, daba a los observadores la impresión de que comentaba críticamente el trabajo del profesor, cuando en realidad era consecuencia de que fumaba treinta cigarrillos al día. Los momentos que Curt se veía obligado a pasar en la sala de necropsias eran un tiempo precioso que le apartaban de su vicio. Rebus, que hasta ese momento había estado pensando en otras cosas, sintió de improviso una necesidad imperativa de fumar un cigarrillo.
– Buenos días, John -dijo Gates levantando la vista de los restos.
Debajo del largo delantal de caucho lucía camisa blanca impecable y una corbata de rayas amarillas y rojas. Las corbatas del profesor contrastaban notablemente con el color gris de las instalaciones.
– ¿Ha venido haciendo ejercicio? -preguntó Curt.
Rebus se percató de que lo decía por su respiración agitada y se pasó la mano por la frente.
– No, simplemente…
– Si no lo deja -comentó Gates mirando a Curt- dentro de poco lo veremos en la plancha de mármol.
– Tendría gracia hacer la disección de un tracto digestivo lleno de panecillos y remolacha -añadió Curt.
– Y en un hombre de piel tan dura habría que usar hacha en vez de escalpelo.
Se echaron los dos a reír. No era la primera vez que Rebus maldecía el protocolo de corroboración que exigía la práctica de la autopsia por dos patólogos.
El cadáver, prácticamente piel y huesos, aunque parcialmente desollado, estaba sobre una especie de camilla-bandeja de acero inoxidable al objeto de recoger la sangre, pero aquel cadáver estaba reseco, sin ningún fluido vital, y sólo tenía polvo y telarañas. El cráneo reposaba sobre una plancha de madera inclinada que en otro contexto habría parecido una tabla para un surtido de quesos.
– Hay un tiempo y un lugar para las bromas, caballeros -era la voz de Linford, que, aunque más joven que los patólogos, les hizo callar por el tono en que lo dijo. Linford dirigió acto seguido una mirada a Rebus-. Buenos días, John.
Rebus se acercó a él.
– Bien que me has avisado del cambio de programa -comentó.
– ¿Hay algún problema? -replicó Linford parpadeando.
Rebus le miró.
– No, ningún problema.
Además de ellos dos estaban presentes dos auxiliares del hospital, un fotógrafo de la policía, un miembro de la policía científica y un hombre trajeado de la fiscalía con cara de estar a punto de vomitar. En las autopsias siempre había observadores dedicados a tomar notas según su cometido o a aguantarlas conteniendo los nervios.
– Inicié la necropsia este fin de semana -dijo Gates para los observadores- y puedo afirmar que, a juzgar por el deterioro, nuestro amigo debió de morir entre finales de los setenta y principios de los ochenta.
– ¿Se ha analizado la ropa? -preguntó Linford.
– La hemos enviado a Howdenhall esta mañana -contestó Gates asintiendo con la cabeza.
– Eran unas prendas de hombre joven -añadió Curt.
– O de uno más mayor que pretendía ir a la moda -dijo el fotógrafo.
– Desde luego, en el cabello no se apreciaban canas, aunque ello no sea determinante en sí -dijo Gates mirando al fotógrafo para darle a entender que su comentario no venía a cuento-. El laboratorio precisará más la fecha de la muerte.
– ¿De qué murió? -preguntó Linford.
Gates normalmente castigaba las impaciencias, pero se contentó con lanzar una mirada al joven inspector.
– Fractura craneal -dijo Curt señalando la zona con un bolígrafo-. Claro que podría tratarse de una herida posmortem -su mirada se cruzó con la de Rebus-. Ya veremos con arreglo a los datos que recoja la científica en el escenario del crimen.
– Estamos en ello -dijo el representante de la policía científica anotando algo en su grueso bloc.
Rebus sabía lo que buscarían: el arma del crimen en primer lugar y posibles rastros de sangre. La sangre se pega por todas partes.
– ¿Cómo fue a parar a la chimenea? -preguntó.
– No es problema nuestro -dijo Gates sonriendo a Curt.
– ¿Hay que considerarla una muerte sospechosa? -preguntó el de la fiscalía con voz de barítono en contraste con su baja estatura y delgadez.
– Yo diría que sí, ¿no le parece?
Gates se incorporó ruidosamente un instrumento sobre la bandeja metálica. En ese momento Rebus advirtió que el patólogo sostenía algo en la mano enguantada. Algo arrugado del tamaño de un melocotón.
– Esto es el corazón -dijo Gates examinándolo.
– Usted que no estaba al principio -comentó Curt a Rebus-, sepa que tenía un corte profundo en la piel de la caja torácica. Tal vez las ratas…
– Sí, ratas con puñal -dijo Gates mostrando el órgano a su colega-. Es una incisión de dos centímetros y medio, posiblemente de un cuchillo de cocina, ¿no cree?
– Muerte sospechosa -murmuró el de la fiscalía anotándolo en el bloc.
– Debías haberme avisado -dijo Rebus entre dientes en el aparcamiento del hospital reteniendo a Derek Linford, que quería volver a la Casa Grande.
– Te conozco, John, y sé que no eres de los que trabajan en equipo.
– ¿Qué idea tienes del trabajo en equipo dejándome al margen?
– Escucha, tal vez tengas razón pero no es para ponerse así.
– El caso es nuestro.
Linford abrió la portezuela de su BMW reluciente, aunque era de la serie 3, de momento no estaba mal para él.
– ¿En qué sentido?
– Porque como lo encontramos nosotros, es del CCSPP.
– Pero no está incluido en nuestras competencias.
– Venga, hombre. ¿Quién va a reclamarlo? ¿Tú crees que es admisible para el Parlamento que aparezca un cadáver en su sede?
– Es un asesinato de hace veintitantos años y no creo que a los políticos les vaya a quitar el sueño.
– Quizá no, pero la prensa se abalanzará sobre el caso dándole todo el aura de escándalo que puedan por el pasado siniestro de Holyrood, un Parlamento ensangrentado…
Linford resopló, pero reflexionó un instante y finalmente sonrió.
– ¿Siempre eres tan tozudo?
– Yo opino que Mojama es un caso nuestro.
Linford cruzó los brazos. Rebus sabía que estaba pensando que por tratarse de una investigación relacionada con el Parlamento era un buen camino para conocer a gente importante.
– ¿Cómo lo enfocamos? -preguntó Linford.
Rebus apoyó una mano en el guardabarros del BMW pero la retiró al ver cómo le miraba Linford.
– ¿Cómo fue a parar a la chimenea? Hace veinte años el lugar era un hospital y es de suponer que no se podría entrar por las buenas a derribar una pared y meter allí detrás un cadáver.
– ¿Porque lo habrían advertido los pacientes?
Entonces fue Rebus quien sonrió.