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– ¡Otro más, no, Dios mío! ¡No!

Cameron Whyte se levantó colocándose las gafas; su taza de té estaba en el suelo y el líquido marrón bañaba la moqueta rosa claro. El médico dijo algo y Siobhan se acercó corriendo a prestar ayuda por sus conocimientos de primeros auxilios; Rebus mismo se habría adelantado a hacerlo, pero algo se lo impidió: el público no sube al escenario. Es el terreno del actor.

Mientras el médico daba las instrucciones inclinándose sobre el cuerpo del enfermo para practicarle la reanimación cardiopulmonar, Siobhan se apresuró a hacerle un boca a boca. Le destaparon completamente el pecho para que el médico le aplicase los puños sobre el centro del pecho.

El médico comenzó a presionar mientras Siobhan contaba.

– Uno, dos, tres, cuatro… Uno, dos, tres.

Le tapó la nariz para insuflarle aire en la boca a la par que el médico repetía la presión manual casi caído sobre la cama del esfuerzo.

– ¡Va a romperle las costillas!

Isla Ure sollozaba llevándose los nudillos a boca, mientras Siobhan seguía con la suya pegada a la del moribundo tratando de insuflarle vida.

– ¡Vamos, Archie, vamos! -bramó el médico como si fuera capaz de ahuyentar a la muerte a gritos.

Rebus sabía muy a su pesar que si se desea la muerte ésta llega fácilmente y que por mucho que se haga, embota tu pensamiento para que la llames, porque barrunta la desesperación, el cansancio y la resignación. Casi podía presentirla en aquella habitación. Archie Ure había llamado a la muerte y la asumía con aquel ansiado estertor final porque era la única victoria posible.

Rebus no se lo reprochaba.

– ¡Vamos, vamos!

– … tres, cuatro… Uno, dos…

El abogado se puso en pie, pálido, una patilla de las gafas había quedado aplastada en el suelo. Isla Ure, con la cabeza reclinada junto a la sien de su marido, balbucía palabras ininteligibles.

Por encima del barullo y la confusión del momento, en los oídos de Rebus resonaba el eco de las carcajadas del moribundo. Aquella cruda explosión final de Archie Ure. Miró de soslayo la cama y captó un movimiento en la ventana. Desde la pértiga del comedero un petirrojo saltó a la peana y volvió la cabeza hacia la escena del interior. Era el primero que Rebus veía aquel invierno. Le habían dicho que no eran aves migratorias, pero entonces, ¿por qué sólo los veía en los meses de frío?

Una pregunta más para la lista.

Habían transcurrido unos tres minutos. El médico estaba agotado y auscultó al moribundo en la garganta antes de aplicar su oído al pecho. Los electrodos colgaban de la cama y el electrocardiógrafo ya no emitía sonidos. Sólo se veían las iniciales led del diodo luminoso antes de emitir el mensaje de: error reiniciar.

El médico se bajó de la cama y Cameron Whyte recogió la taza con las gafas torcidas. El médico se apartó el pelo de la frente; el sudor le bañaba las pestañas y le chorreaba por la nariz. Siobhan Clarke tenía los labios secos y blancos como si le hubieran robado a través de ellos parte de vida. Isla Ure seguía tumbada sollozando sobre la cara de su marido. El petirrojo había alzado el vuelo al ver que no había nada que hacer.

John Rebus se inclinó y recogió el micrófono del suelo.

– El interrogatorio concluye a las… -miró el reloj- once treinta y ocho.

Todos se volvieron a mirarle y al desconectar la grabadora fue como si hubiera desenchufado el aparato de respiración artificial de Archie Ure.

39

Despacho del ayudante del jefe de policía en Fettes. Colin Carswell escuchó el barullo y los ruidos de los últimos cinco minutos de grabación.

«Tenía que haber estado allí», sintió ganas de decir Rebus, porque él sí podía discernir el momento en que Ure se había incorporado en la cama haciéndole seña de que se acercase…, el momento en que le brotaron espumarajos por la comisura de los labios contraídos…, el ruido cuando el médico se subió a la cama…, aquel ruido seco de electricidad estática era el micrófono cayendo al suelo. A partir de ahí todo se oía amortiguado. Rebus redujo los bajos y aumentó los agudos y el volumen. Pero a pesar de ello no se oían más que sonidos irreconocibles.

Carswell tenía los informes de Rebus y de Siobhan Clarke en la mesa. Se humedeció el pulgar para pasar las hojas. Entre los dos habían redactado un atestado segundo a segundo del fallecimiento de Archie Ure, en correspondencia con el registro horario de la cinta. La segunda copia de la cinta la entregaron, naturalmente, a Cameron Whyte y el abogado les informó de que la viuda estaba considerando querellarse contra la policía y por tal motivo estaban allí reunidos; además de Rebus y Siobhan, también se encontraba presente Watson.

Se oyeron más interferencias, correspondientes al momento en que Rebus recogía el micrófono. «El interrogatorio concluye… a las once treinta y ocho.»

Rebus paró la grabación. Era la segunda vez que Carswell la escuchaba. Sólo había formulado un par de preguntas en la primera audición, pero ahora se recostó en el asiento con las manos juntas sobre la boca. Watson, por puro reflejo, fue a imitarle pero se dio cuenta y optó por meterlas entre las piernas. Luego, al pensar que era una postura poco conveniente para el ataque, las puso rápidamente sobre las rodillas.

– Importante político local muerto durante un interrogatorio policial -dijo Carswell a guisa de comentario como leyendo un titular, a pesar de que el asunto, de momento, no había trascendido a la prensa.

Al abogado le había parecido una medida prudente, razonando ante la viuda que aquello suscitaría interrogantes en la opinión pública. ¿Por qué la policía había interrogado a una persona que acababa de sufrir un ataque cardíaco? Ya tenía ella bastante con la muerte de su marido.

La viuda lo aceptó aunque le conminó al mismo tiempo a «demandar por daños y perjuicios a esos hijos de puta».

Una frase que heló la sangre en las venas a los capitostes de la Central. Por lo cual, del mismo modo que Cameron Whyte y sus colaboradores estarían sin duda en aquel momento escudriñando la grabación para preparar la querella, los abogados de la policía de Lothian y Borders aguardaban en una habitación próxima al despacho de Carswell las pruebas pertinentes.

– Señor Watson, ha sido un error fatal -dijo Carswell- enviar a una persona como Rebus en una circunstancia como ésta. No le oculto que desde el principio tenía mis dudas, y los hechos me dan la razón -añadió mirando a Rebus-. Ojalá pudiera congratularme -hizo una pausa-. Un error fatal -repitió.

Error fatal. Rebus pensó en el electrocardiógrafo apagado: error reiniciar.

– Con todo respeto, señor -dijo Watson-, cómo podíamos imaginar…

– Enviar a una persona como Rebus a interrogar a un enfermo es como aplicarle la eutanasia.

Rebus apretó las mandíbulas pero fue Siobhan quien replicó.

– Señor, la actuación del inspector Rebus ha sido inestimable a lo largo de este caso.

– ¿Cómo es, entonces, que uno de nuestros mejores policías ha acabado con la cara destrozada? ¿Cómo es que un concejal laborista de honorable ejercicio está ahora en un frigorífico del depósito? ¿Cómo es que no disponemos de una sola prueba? Y seguro que no vamos a tener ninguna -espetó Carswell señalando la grabadora-. Ure era la única que habríamos podido obtener.

– La manera de interrogarle fue correcta -dijo pausadamente Watson con expresión de preferir quedarse acurrucado en un rincón hasta el día de la jubilación y el reloj de oro.

– Sin Ure no tenemos nada concluyente -insistió Carswell sin dejar de mirar a Rebus-. A menos que crean que Barry Hutton vaya a derrumbarse ante nuestra estocada.