Cafferty se echó a reír con la confianza de los inmortales.
Rebus volvió sobre sus pasos. Caminaba por fuera del recinto y se sobresaltó al oír un ruido seco: el Comadreja acababa de cerrar la puerta del Jaguar. Al llegar a la capilla entró en ella. En un amplio vestíbulo había un grueso libro para firmas sobre una mesa de mármol, con una cinta de seda roja que lo mantenía abierto por la fecha de aquel día el año anterior: ocho nombres correspondientes a las incineraciones de la jornada, ocho familias en duelo que volverían o no a manifestar su dolor. No…, no era así. No se trataba de las fechas de incineración, sino de fallecimiento. Dejó la señal roja en su sitio y fue al final del libro pasando rápido páginas en blanco que acabarían llenas de nombres. Si lo que decía Cafferty era cierto, el suyo no figuraría en ellas porque le habría hecho desaparecer. No sabía qué sentía exactamente pensándolo. En realidad no sentía nada. Aquel día aún no habían inscrito ningún nombre, aunque al llegar había visto coches que partían y, desde una limusina, un jovencito con corbata negra mal anudada le miró por la ventanilla trasera.
Tampoco había nombres el día anterior: demasiado pronto. El precedente, tampoco. Miró en el fin de semana. El viernes había nueve nombres; seguramente las incineraciones habrían tenido lugar la víspera. Miró la lista y vio que eran anotaciones con tinta negra de estilográfica en caligrafía muy cuidada con trazos seguros y gruesos con adornos. Fechas de nacimiento, nombres de soltera…
Bingo. Allí estaba.
Robert Wallace Hill, llamado Rab.
Muerto el viernes. Seguramente lo habrían incinerado la víspera, y habrían esparcido sus cenizas en el jardín del tanatorio. Por eso Cafferty había ido allí, a honrar la memoria de quien le había servido para salir de la cárcel. Rab padecía un cáncer terminal. Ahora lo entendía. Cuando estaba a punto de extinguir la condena había sabido la cruel noticia y se la había confiado a Cafferty, quien, fingiéndose enfermo para salir a que le hicieran un reconocimiento, se las había agenciado luego para cambiar los expedientes médicos mediante un soborno. Rab salió atiborrado de analgésicos, su fecha de libertad coincidía casi con la de Cafferty, quien sin duda habría corrido con los gastos de un funeral decente, haciendo llegar un abultado sobre lleno de billetes a la familia del difunto.
Rebus dudaba de que Cafferty volviera a aquella capilla un año más tarde. Tendría cosas más importantes que hacer ya reinstalado en sus negocios. ¿Y Rab? Bueno, ya lo había dicho Cafferty: «Es hora de mirar al futuro y no al pasado». La Navidad estaba al caer y en 1999 el Parlamento escocés volvería a la ciudad. Para la primavera ya estaría derruida la antigua cervecería y comenzaría la construcción de las cajas de cristal destinadas a albergar a los diputados. Paredes de vidrio: el lema era la transparencia, la responsabilidad. Muy bien, hasta entonces se habían reunido en un salón parroquial en el Mound, pero aun así…
Aun así, ¿qué?
– Total, para morirse -musitó dando media vuelta y abandonando la capilla.
Llamó por el móvil al depósito de cadáveres y preguntó a Dougie quién había hecho la autopsia de Rab Hill. Dougie le informó de que habían sido Curt y Stevenson. Él le dio las gracias y marcó el número de Curt. Pensó en el cadáver de Rab convertido en cenizas. «Sin cadáver no hay crimen.» Pero habría un informe de la autopsia y el dictamen de cáncer sería prueba suficiente para obligar a Cafferty a repetir el reconocimiento médico.
– Murió de sobredosis -dijo Curt-. En la cárcel se drogaba ya y abusó demasiado al verse en libertad.
– Pero, ¿qué más descubrió en la autopsia? -Rebus sujetaba el teléfono con tal fuerza que le dolía la muñeca.
– La familia no quiso que se practicara, John.
Rebus no salía de su sorpresa.
– Siendo un hombre joven y tratándose de una muerte sospechosa…
– Fue por motivos religiosos… Una iglesia de la que yo no había oído hablar, su abogado lo puso por escrito.
«Sí, cómo no», pensó Rebus.
– Entonces, ¿no se le hizo autopsia?
– Exploramos lo que pudimos y los análisis fueron elocuentes…
Rebus cortó la comunicación y cerró los ojos. Sintió en las pestañas los copos de nieve, pero aguantó un rato para sacudírselos parpadeando.
Sin cadáver no había pruebas. Tembló de pronto recordando lo que había dicho Cafferty: «Sí, me dijeron que estuvo preguntando por él». Preguntando por Rab Hill. Cafferty lo supo… Supo que Rebus lo sabía todo. Es muy fácil administrar una sobredosis a un enfermo. Muy fácil para una persona como Cafferty que tiene tanto que perder.
41
Los últimos días antes de la Nochevieja fueron una pesadilla. Lorna vendió su historia a un diario sensacionalista: «Una modelo retoza con un policía de homicidios». Menos mal que no mencionaban el nombre de Rebus.
Con aquello se arriesgaba a la marginación por parte de su marido y de su familia, pero intuía por qué lo había hecho. Ella aparecía en una foto a media página en su mejor momento, con un vestido transparente y perfectamente peinada y maquillada, quizá buscando el ansiado relanzamiento. O simplemente por exhibirse y gozar de un momento de notoriedad.
Rebus veía hundirse su carrera ante sus propios ojos. Para mantenerse en el candelero, Lorna tendría que dar nombres y Carswell arremetería contra él. Decidió ir a ver a Alasdair y hacerle una propuesta. Alasdair llamó a su hermana a High Manor y tras una conversación de cuarenta minutos logró disuadirla. Rebus devolvió el pasaporte a Alasdair y, deseándole buena suerte, le acompañó en su coche al aeropuerto. Grieve comentó antes de marchar: «Estaré en casa a tiempo para el Año Nuevo». Se dieron la mano al despedirse y Rebus le comunicó que quizá fuera necesaria su presencia como testigo. Grieve asintió con la cabeza a sabiendas de que podía negarse. O seguir rodando por el mundo…
Rebus no trabajó en Nochevieja en compensación por haber estado de servicio en Navidad. Aunque la ciudad estuvo tranquila los calabozos se llenaron. Sammy, que le envió un regalo, el CD del White álbum de Los Beatles, estaba en el sur en casa de su madre. Siobhan le dejó el suyo en el cajón de la mesa: una historia del Hibernian FC. Se dedicó a hojearlo en los ratos libres en que no estaba en la comisaría, pero además de leer el libro estuvo revisando las notas del caso para redactar un informe más estructurado para el fiscal. Acudió a algunas reuniones con los abogados del Cuerpo, quienes le comentaron que Alasdair Grieve era el único a quien se podía intentar acusar con garantías de que fuera declarado culpable por cómplice y huida de la escena del crimen…
Razón de más para que Grieve tomara el avión.
Llegó la Nochevieja y todos hablaban de lo malo que había sido el programa de la tele. Doscientos mil juerguistas llenarían quizá Princess Street pues actuaban Los Pretenders, lo que servía cuando menos de pretexto para acercarse, pero él sabía que no saldría. Al bar Oxford tampoco pensaba ir porque estaba muy cerca del alboroto y sería un engorro llegar hasta él por las barreras que habían levantado alrededor del centro. Iría a Swany's.
Recordó que cuando era niño las madres salían a la calle a fregar con lejía la escalinata de las casas para recibir al Año Nuevo con toda la casa limpia. Había bocadillos y empanadillas para los bebedores. A medianoche sonaban las campanas y la gente salía con botellas, un trozo de carbón y algo de comer. Se celebraba el Año Nuevo llamando a las puertas, cantando y «dando una vuelta». El tenía un tío que tocaba la armónica y su mujer le acompañaba cantando emocionada con lágrimas en los ojos. En la mesa había profusión de dulces y copitas, tarta al madeira, patatas fritas y cacahuetes, y en la cocina tenían zumo para los niños y, en algunas casas, cerveza casera de jengibre. La empanada de carne estaba en el horno, esperando a que la hicieran para el almuerzo. Hasta desconocidos que veían las luces llamaban a la puerta y entraban. Todos eran bien acogidos aquella noche especial en casa.