Y si nadie llegaba… esperaba uno sentado. No podías salir hasta que alguien no pisaba el umbral porque traía mala suerte. Una tía suya estuvo dos días recluida en casa porque todo el mundo la creía en casa de su hija. En la calle todo eran villancicos, apretones de mano, saludos, copas y votos porque el nuevo año fuese mejor.
Los buenos tiempos. Ahora Rebus era mayor y había salido del Swany's hacia casa a las once. Recibiría solo al Año Nuevo y saldría al día siguiente aunque nadie hubiese cruzado su puerta. Pasaría incluso bajo una escalera de mano y pisaría todas las grietas del suelo.
Sólo para demostrar que podía hacerlo.
Había dejado el coche una calle más allá de Arden Street porque junto a su casa no había sitio. Abrió el maletero y sacó la bolsa con una botella de Macallan, seis de Bellhaven Best, patatas fritas picantes y cacahuetes tostados. Tenía una pizza en el congelador y filetes de lengua en la nevera. No podía quejarse. Además, le esperaba la audición del White álbum. El Año Nuevo podía iniciarse con cosas peores.
Allí había una a la puerta de su casa: Cafferty.
– ¡Fíjese cómo estamos! -dijo Cafferty abriendo los brazos-. ¡Solitos en una noche como ésta!
– Habla por ti.
– Ah, sí, hombre -dijo Cafferty asintiendo con la cabeza-, había olvidado que usted celebra la mejor fiesta del año con una panda de chicas guapas perfumadas y en minifalda que está a punto de llegar -hizo una pausa-. Por cierto, feliz Navidad -añadió tratando de entregar algo a Rebus, quien no le hizo ni caso.
Algo pequeño y reluciente.
– ¿Un paquete de cigarrillos?
– Un impulso que tuve -dijo Cafferty encogiéndose de hombros.
Rebus tenía en casa tres paquetes.
– Quédatelos -dijo-. A ver si hay suerte y te dan cáncer.
Cafferty hizo un chasquido con la lengua. A la luz naranja de las farolas su cara parecía enorme y redonda como una luna.
– He venido para que demos una vuelta en coche.
– ¿Una vuelta? -preguntó Rebus mirándole.
– ¿Qué prefiere, Queensferry, Portobello…?
– ¿Cuál es ese asunto tan urgente? -replicó Rebus dejando las bolsas en el suelo con un tintineo de botellas.
– Bryce Callan.
– ¿Qué pasa con Callan?
– No puede inculparle, ¿verdad? -Rebus no contestó-. Ni lo conseguirá. Y tampoco he visto muy preocupado a Barry Hutton.
– ¿Y qué?
– Que a lo mejor puedo ayudarle.
Rebus cambió el peso de un pie a otro…
– No sé por qué ibas a hacerlo.
– Tengo mis motivos.
– ¿No los tenías hace diez días cuando te lo pedí?
– Quizá no me lo pidió como es debido.
– Pues mira lo que te digo: mis modales no han mejorado.
Cafferty sonrió.
– No es más que un paseo en coche, Hombre de paja. Puede tomarse un trago y, mientras, me explica los detalles del caso.
Rebus entornó los ojos.
– Proyectos de ampliación del negocio inmobiliario, ¿no? -musitó.
– Resulta más fácil si se hace con un negocio en marcha -dijo Cafferty.
– ¿La empresa de Barry Hutton? Yo le encierro y tú entras en escena. No creo que al señor Bryce le haga demasiada gracia.
– Eso es cosa mía -dijo Cafferty con un guiño-. Vamos a dar ese paseo. Deje una nota en la puerta diciendo a las modelos que la fiesta se retrasa una hora.
– No les va a gustar. Ya sabes cómo son las modelos.
– Caras y desnutridas, ¿no? Todo lo contrario que usted, inspector Rebus.
– Ja, ja.
– Cuidado dónde pone el pie -dijo Cafferty- que en esta época del año una fractura tarda mucho en curar.
Habían echado a andar charlando y Rebus se sorprendió al advertir que había vuelto a coger las bolsas. Llegaron junto al Jaguar y Cafferty abrió la puerta y se sentó al volante con un movimiento ágil ensayado. Rebus permaneció quieto un instante. Era Nochevieja, último día del año, momento de pagar deudas y hacer inventario… Un día para liquidar asuntos.
Subió al coche.
– Deje la priva en el asiento de atrás -dijo Cafferty-. En la guantera hay una petaca con Armagnac reserva de veinticinco años. Pruébelo y verá. Es capaz de volver pagano al cabrón de san Juan Bautista.
Pero Rebus optó por coger de una de sus bolsas una botella de Macallan.
– Prefiero mi marca -dijo.
– Tampoco es mal caldo. Eche un poco de aliento a este lado para que yo al menos lo huela -replicó Cafferty, haciendo un gran esfuerzo para no ofenderse; le dio al contacto.
El Jaguar ronroneó como un gato grande y se puso en marcha mientras ellos miraban por la ventanilla como dos amigos que salen de excursión. Fueron en dirección sur hasta Grange y Blackford Hill para a continuación ir al este hacia la costa. Rebus le explicó el pacto que habían suscrito los dos amigos con el malvado Bryce Callan, pacto que había desembocado en un asesinato, y las circunstancias en que Hastings aguardó en vano el regreso de su amigo, viviendo como un mendigo para que no le descubrieran, ¿o quizá en penitencia por su acto? De todo aquello había sido testigo Barry Hutton, ahora convertido en próspero hombre de negocios, quien, al ver la oportunidad de hacer una buena fortuna y adquirir más fama, había repetido la jugada de veinte años atrás, para que su hombre en el ayuntamiento fuese su valedor en el Parlamento.
Cuando concluyó la historia Cafferty se quedó pensativo.
– Un Parlamento sucio antes de iniciar sus tareas -comentó.
– Puede -replicó Rebus llevándose de nuevo la botella a los labios.
Vio que iban en dirección Portobello; tal vez para aparcar junto al puerto y hablar con las ventanillas abiertas. Pero Cafferty tomó por Seafield Road en dirección Leith.
– Hay por aquí unos terrenos que pienso comprar -dijo-. Tengo ya los planos y el constructor Peter Kirkwall ha calculado el coste.
– ¿De qué?
– De un complejo lúdico… Restaurante, con un cine o un gimnasio tal vez, y pisos de lujo.
– Kirkwall trabaja con Barry Hutton.
– Lo sé.
– Y sin lugar a dudas Hutton se enterará.
Cafferty se encogió de hombros.
– Eso es algo que tengo previsto -replicó con una sonrisa enigmática-. Me han dicho que esos terrenos cerca del lugar en que construyen el Parlamento se vendieron hace cuatro años por tres cuartos de millón. ¿Sabe cuánto valen ahora? Cuatro millones. ¡Menuda inversión!
Rebus puso el tapón de corcho a la botella. Iban por un tramo de carretera en el que no había más que negocios de coches, terrenos y luego el mar. Entraron en un camino estrecho y sin luz, con el firme en mal estado, que terminaba ante una valla metálica. Cafferty paró el Jaguar, se bajó y sacó una llave para abrir el candado que sujetaba la cadena, empujando la puerta con el pie.
– ¿Qué es lo que hay que ver aquí? -preguntó Rebus al volver Cafferty a ponerse al volante.
Podía echar a correr, pero estaba lejos de la civilización y hecho polvo. Además, corriendo se quedaba sin resuello.
– Aquí no hay más que naves, pero están de mírame y no me toques. Más fácil para el bulldozer. Y son quinientos metros de primera línea de mar.
Cruzaron la puerta.
– Es un lugar tranquilo para charlar -añadió Cafferty.
Pero Rebus se percató de que no iban charlar. Se dio cuenta entonces. Volvió la cabeza y vio que entraba otro coche: un Ferrari rojo. Miró a Cafferty.