– ¿De qué se trata?
– De negocios -respondió Cafferty con frialdad, parando el Jaguar y echando el freno de mano-. Baje -ordenó.
Rebus no se movió del asiento. Cafferty bajó del coche y dejó su puerta abierta. El otro coche paró al lado; los faros de ambos iluminaban la superficie de cemento agrietado de la explanada ante los viejos almacenes. Rebus fijó la vista en la extraña sombra que proyectaba una hierba sobre la pared de una de las naves. Abrieron su puerta y sintió que le agarraban simultáneamente al clic del cinturón de seguridad al desabrochárselo y luego lo arrastraron tirándole de un empujón al suelo helado. Alzó la vista despacio y vio tres siluetas recortadas contra los faros, de cuyas caras en sombra brotaba el vaho de las respiraciones: Cafferty y otros dos. Comenzó a incorporarse. La botella de whisky había caído fuera del coche rompiéndose al dar en el cemento. Ojalá hubiese echado un trago más cuando aún estaba a tiempo.
Recibió una fuerte patada en el pecho que le tumbó de espaldas. Echó las manos hacia atrás para mantener el equilibrio y, sin poder pararlo, recibió otro golpe en la barbilla que le dobló la cabeza hacia atrás con un crujido de las cervicales.
– No hace caso de los avisos -oyó decir a una voz que no era la de Cafferty.
Hablaba un hombre más delgado y más joven. Rebus entornó los ojos y se puso la mano abierta a modo de visera como para protegerse del sol.
– Barry Hutton, ¿verdad? -preguntó.
– ¡Levántale! -vociferó por toda respuesta.
El tercer hombre alzó a Rebus sin gran esfuerzo sujetándole por detrás.
– Yo le enseñaré -dijo Hutton entre dientes.
Rebus pudo verle la cara: un rostro tenso, lleno de rabia, con los labios contraídos y la nariz fruncida. Llevaba guantes de conducir de cuero negro. Una pregunta absurda dadas las circunstancias cruzó la mente de Rebus: «¿Serán regalo de Navidad?».
Hutton le propinó un puñetazo en la mejilla que él esquivó en parte girando la cabeza, pero sintió el golpe. Había visto la cara del que le sujetaba: era Mick Lorimer.
– ¿Esta noche no ha venido con Lorimer? -dijo Rebus. Notó sangre en la boca y se la tragó-. ¿Dónde estaba la noche en que mataron a Roddy Grieve?
– Mick no sabe parar -dijo Hutton-. Yo sólo pretendía darle un aviso a ese cabrón, no matarle.
– Últimamente, el servicio está fatal -comentó Rebus, y notó que le oprimían con más fuerza el pecho impidiéndole respirar.
– Claro, siempre aparece algún poli listo cuando menos lo necesitas.
Recibió otro puñetazo, que le aplastó la nariz y le hizo saltar las lágrimas. Intentó librarse de ellas parpadeando. ¡Dios, cómo le dolía!
– Gracias, tío Ger -dijo Hutton-. Te debo un favor.
– ¿Para qué estamos los socios? -dijo Cafferty avanzando un paso. Ahora Rebus le veía bien la cara: impasible-. Hace cinco años no habría sido tan imprudente, Hombre de paja -añadió y volvió a dar un paso atrás.
– Tienes razón -dijo Rebus-. Es posible que después de esto me jubile.
– Ya lo creo que se jubilará. Se tomará un descanso eterno -dijo Hutton.
– ¿Dónde vas a echarle? -preguntó Cafferty.
– Tenemos muchas obras en marcha. En cualquier agujero con media tonelada de hormigón.
Rebus forcejeó pero le tenían bien sujeto. Levantó un pie y dio un pisotón, pero Lorimer llevaba zapatos con puntera metálica; sintió que le estrujaba aún más como una cinta metálica y lanzó un gruñido.
– Pero antes nos divertiremos un poco -dijo Hutton aproximándose y acercando su rostro a pocos centímetros del de Rebus.
Al recibir el rodillazo de Hutton en la entrepierna sintió estallar el dolor detrás de los globos oculares, la bilis le subió a la garganta y el whisky buscó el camino más rápido. Notó que le soltaban y cayó de rodillas. Sólo veía una especie de niebla marina espesa y sentía en los oídos el oleaje del mar; se pasó la mano por la cara, para ver mejor, notaba fuego en la ingle y los vapores del whisky en la garganta. Al tratar de respirar por la nariz notó enormes burbujas de sangre que se expandieron y estallaron. El siguiente golpe le alcanzó en la sien, una patada que le hizo rodar por el cemento y acabar encogido en postura fetal. Tenía que levantarse y luchar. No quedaba más remedio; lanzarse contra ellos dando puntapiés, manotazos y escupiendo. Hutton, en cuclillas junto a él, le agarró del pelo para que levantara la cabeza.
Oyó a lo lejos los estallidos de los fuegos artificiales en el castillo. Era medianoche. El cielo se iluminó de fulgores: rojo sangre, amarillo hiriente.
– Usted va a estar más de veinte años oculto, se lo aseguro -dijo Hutton.
Vio a Cafferty detrás de él con algo en la mano que relució a la luz de los fuegos artificiales. Era un cuchillo con una hoja de veinte centímetros como mínimo. Iba a matarlo Cafferty, a juzgar por la decisión con que lo empuñaba. Había llegado el momento desde su reencuentro en la oficina con el Comadreja. Rebus casi agradecía que fuese Cafferty y no el matón joven. Hutton había sabido enmascarar bien su personalidad criminal con una buena capa de barniz pulimentado. Él prefería mil veces a Cafferty…
Pero entonces el mar envolvió todo aquello, envolvió a Rebus con su flujo sonoro que creció en sus oídos hasta transformarse en rugido ensordecedor, las luces y las sombras se nublaron y se redujeron a una sola… de color gris.
42
Se despertó.
Estaba helado y dolorido como si hubiese pasado la noche en un sepulcro. Abrió los ojos legañosos y vio que estaba rodeado de coches. No paraba de temblar y notó que la temperatura corporal era peligrosamente baja. Se incorporó torpemente apoyándose en un coche. Era el patio delantero de un concesionario y debía de estar en Seafield Road. Se restregó los coágulos de las fosas nasales y comenzó a respirar rápidamente para estimular la circulación sanguínea. Tenía la camisa y la chaqueta manchadas de sangre, pero no había heridas; no le habían apuñalado ni veía ningún tajo.
«¿Dónde diablos estoy?», pensó.
No había amanecido todavía, ladeó el reloj a la luz de una farola: vio que eran las tres y media. Se palpó los bolsillos, encontró el móvil y llamó al retén nocturno de Saint Leonard.
«¿Estoy en el cielo o en el infierno?», pensó aturdido.
– Manden un coche patrulla a Seafield Road, al concesionario de Volvo -dijo.
Para hacer tiempo se puso a correr por el reducido espacio golpeándose los costados con los brazos doloridos, pero no se le iba el temblor. Diez minutos más tarde llegaba el coche patrulla y de él se bajaron dos agentes de uniforme.
– Dios mío, en qué estado se encuentra… -dijo uno de ellos.
Rebus se desplomó en el asiento trasero.
– ¿Tienen a tope la calefacción? -preguntó.
Los agentes ocuparon sus puestos y cerraron las puertas.
– ¿Qué le ha sucedido? -preguntó el del asiento del copiloto.
Rebus pensó un instante.
– Pues no sé -respondió al fin.
– De todos modos, feliz Año Nuevo, señor -dijo el conductor.
– Feliz Año Nuevo -añadió su compañero.
Rebus quiso responder lo mismo pero no pudo. Se encogió en el asiento pensando únicamente en que seguía vivo.
Volvió a aquellas naves con un equipo de investigación. La explanada de cemento estaba limpia como una patena.
– ¿Fue aquí? -preguntó Siobhan.
– Pero no estaba así -dijo Rebus sosteniéndose en pie a duras penas.
No habían querido dejarle marchar en el hospital, pero la nariz no estaba rota y aunque en la orina hubiese algo de sangre no se apreciaban indicios de lesión interna ni de infección. Fue una enfermera, mientras examinaba sus ropas, quien comentó: «Hay demasiada sangre para un simple puñetazo en la nariz», comentario que le hizo pensar que, efectivamente, tenía arañazos y raspaduras en la cara, un corte interno en la mejilla y había sangrado por la nariz, pero la verdad es que estaba cubierto de sangre, y volvió a ver el cuchillo y a Cafferty al lado de Hutton…