– Porque habrían tenido que escarbar mucho -dijo.
– Tu fuerte, según tengo entendido.
– Ya no -contestó Rebus negando con la cabeza.
– ¿Qué quieres decir?
Rebus pensaba en sus fantasmas, pero no iba a explicárselo.
– ¿Y Grant Hood y Ellen Wylie? -preguntó por cambiar de tema.
– ¿Querrán aceptar?
– No les queda más remedio. ¿No has oído hablar de la jerarquía?
Linford asintió pensativo y subió al coche, pero la mano de Rebus le impidió cerrar la puerta.
– Otra cosa. Siobhan Clarke es amiga mía y quien la moleste me molesta a mí.
– No me digas. Debes de ser temible cuando te enfadas -replicó Linford sonriendo de nuevo pero con frialdad-. No creo que Siobhan te agradezca que salgas en su defensa, y menos cuando todo es pura imaginación tuya. Adiós, John.
Linford puso el motor en marcha, dejándolo al ralentí para atender una llamada del móvil. Transcurrido unos segundos miró a Rebus y bajó el cristal de la ventanilla.
– ¿Dónde has dejado el coche?
– Dos filas más atrás.
– Pues sígueme -dijo Linford que cortó la comunicación y dejó el móvil en el asiento del copiloto.
– ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?
– Han encontrado otro cadáver en Queensberry House -dijo acariciando el volante con las dos manos y mirando el parabrisas-. Pero éste es más reciente.
6
El viernes anterior habían pasado por delante de aquel cenador. Era una de esas casas de madera endeble, había pertenecido al hospital y se hallaba en los jardines, cerca del cerezo de Su Majestad; como el árbol, su destino era desaparecer, y provisionalmente se utilizaba de almacén, aunque como no guardaban nada de valor no tenía candado en la puerta, algo que de poco hubiese servido ya que casi todas las ventanas estaban rotas.
Allí, entre botes de pintura viejos, sacos de cascotes y herramientas rotas, había aparecido el cadáver.
– No debió de pensar que iba a morir así -musitó Linford mirando el revoltijo de objetos y trastos.
La policía acordonaba el cenador y sus inmediaciones y dispersaba a un grupo de obreros con casco. Muchos de ellos se habían apiñado en el tejado de uno de los edificios destinados a la demolición, y disfrutaban de una vista panorámica del asunto. Sus compañeros tal vez quisieran unirse a ellos y el tejado podía hundirse. No era aún mediodía y Rebus recordó escenarios del crimen de otros casos peores, rogando para que aquél no se complicara más. En la caseta de entrada había comenzado el interrogatorio del capataz de las obras y se quejaba de que le faltaban cascos para tanto policía. Rebus y Linford tenían los suyos, los de la científica descargaban todos los artilugios de su especialidad, un médico acababa de certificar la defunción y habían llamado a los patólogos. A causa de las obras en Holyrood Road, la vía había quedado reducida a una sola dirección controlada por semáforos; con la llegada de coches y furgonetas de policía, y el furgón gris del depósito de cadáveres con Dougie al volante, había colas de vehículos y los ánimos de los conductores se caldeaban, a juzgar por el coro de bocinas que ascendía hasta el cielo amoratado.
– Por el frío que hace creo que va a nevar -comentó Rebus, aun sabiendo que la víspera había hecho buena temperatura y tuvieron un chaparrón como en el mes de abril.
– Da igual el tiempo que haga -replicó Linford, que se moría de ganas de entrar en el cenador para ver el cadáver; pero había que conservar intacto el escenario del crimen sin pisarlo demasiado para no borrar huellas, y él lo sabía.
– Dice el médico que tiene destrozado el cráneo por atrás -añadió asintiendo con la cabeza y mirando a Rebus-. Qué coincidencia, ¿no?
Rebus, con las manos en los bolsillos, se encogió de hombros. Aquella mañana sólo había fumado dos cigarrillos y sabía que Linford estaba intentando algo: probaba con una pista rápida. No contento con el ritmo que llevaba su carrera ya veía un caso, uno de los grandes, que le diera fama y le permitiera estar en el candelero de los medios informativos, y con la opinión clamando por un resultado; un resultado que era él, de eso estaba convencido, quien podía ofrecérselo.
– Era candidato de mi distrito -comentó-. Tengo un piso en Dean Village.
– Estupendo.
Linford sofocó una risita incómoda.
– No te apures, en situaciones como ésta todos decimos chorradas por pasar el tiempo -dijo Rebus.
Linford asintió con la cabeza.
– Dime una cosa -prosiguió Rebus-. ¿En cuántos casos de homicidio has intervenido?
– No irás a decirme eso de que yo he visto más cadáveres que tú películas.
– Es simple curiosidad -replicó Rebus encogiéndose de hombros.
– No creas que he estado toda mi vida en Fettes -añadió Linford cambiando el peso de un pie a otro-. Dios, a ver si terminan ya.
Aún no habían levantado el cadáver, el cadáver de Roddy Grieve. Lo habían identificado porque al registrarle los bolsillos encontraron su cartera, pero también porque su rostro era reconocible; aunque sus ojos estaban apagados, Roddy Grieve era un personaje importante e incluso muerto conservaba el aire de ser alguien: un Grieve, un miembro del «clan», como llamaban a su familia. En cierta ocasión un entrevistador entusiasta había llegado a calificarla de primera familia de Escocia, observación absurda, pues todo el mundo sabía que la primera familia de Escocia eran los Broon.
– ¿De qué te ríes?
– De nada -respondió Rebus.
Apagó el cigarrillo y guardó la colilla en el paquete por temor a tirarla y contaminar el escenario del crimen. Sintió el irreprimible deseo de echar un trago, tal como había sugerido Bobby Hogan el viernes antes de que apareciese el esqueleto de la chimenea. Le apetecía tomarse unas copas sin prisas recordando y explicando viejas historias, sin cadáveres enterrados en las paredes ni en los cenadores. Unas copas en un universo paralelo donde no existiera la crueldad entre seres humanos.
El comisario Watson, hablando de crueldad y de tortura mental, hizo en ese momento su aparición; entornó los ojos al verle, como quien hace puntería.
– A mí no me eche la culpa, señor -dijo Rebus anticipándose a un posible comentario.
– Dios, John, ¿es que no puede estar sin meterse en líos?
Lo decía medio en serio medio en broma. A Watson le quedaban unos meses para jubilarse y ya había advertido a Rebus que deseaba tranquilidad en su recta final. Rebus alzó las manos como rindiéndose y le presentó a Derek Linford.
– Ah, sí, Derek, he oído hablar de usted -dijo Watson tendiéndole la mano; el apretón se alargó, como si estuvieran midiéndose.
– Señor -interrumpió Rebus-, el inspector Linford y yo… Bien, creemos que el caso es de nuestra competencia por el hecho de estar a cargo de la seguridad en el Parlamento y tratarse del homicidio de un candidato parlamentario.
– ¿Se conoce la causa de la muerte? -preguntó Watson haciendo caso omiso de la reivindicación de Rebus.
– Todavía no, señor -se apresuró a contestar Linford.
Rebus estaba sorprendido del cambio operado en el joven inspector, que se rebajaba servil para congraciarse con el Gran Jefe. Todo calculado, claro; pero Rebus dudaba mucho de que Watson lo advirtiese, o quisiera advertirlo.
– El médico ha mencionado un trauma craneal. Curiosamente, lo mismo que el cadáver descubierto en la chimenea. Fractura craneal y puñalada -añadió Linford.
– Pero sin puñalada en este caso -comentó Watson asintiendo despacio con la cabeza.
– No, señor -terció Rebus-, pero es igual.
– ¿Cree que voy a permitirle encargarse de un caso como éste?