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Rebus se encogió de hombros.

– Si quiere, le enseño a usted la chimenea -dijo Linford.

Rebus pensó si lo que se proponía Linford no sería suavizar la situación, pues sólo a través del CCSPP podía acceder a la investigación del caso, junto con él, naturalmente.

– Quizá más tarde, Derek -contestó Watson-. A nadie va a preocuparle un esqueleto polvoriento y mohoso teniendo ahora el asesinato de Roddy Grieve.

– No tan mohoso, señor -terció Rebus-. Y habrá que investigarlo.

– Naturalmente -le cortó Watson-, pero hay prioridades, John. Incluso usted tiene que entenderlo -Watson estiró el brazo con la palma de la mano hacia arriba-. Maldita sea, ¿ahora se pone a nevar?

– Así se marcharían muchos curiosos -dijo Rebus.

Watson gruñó corroborando el comentario.

– Bueno, ya que nieva, podría enseñarme esa chimenea, Derek.

Derek Linford pareció derretirse de gusto y encabezó la marcha hacia el edificio dejando a la fría intemperie a Rebus, que encendió sonriente un cigarrillo. Que Linford se trabajase a Watson… Así lograrían que les encomendase los dos casos y tendría trabajo de sobra para pasar las semanas más grises del año y una excusa perfecta para olvidar la Navidad un año más.

7

La identificación era puro formalismo, aunque imprescindible. El público accedió al depósito de cadáveres por el instituto Wynd para encontrarse inmediatamente ante una puerta con el rótulo de sala de identificación. Había algunas sillas, pero quienes optaran por quedarse en pie sólo podían dar unos pasos hasta un mostrador tras el cual había un maniquí sentado con bata blanca y bigote pintado a lápiz, extraña muestra de humor dadas las circunstancias.

Pasaría un tiempo antes de que Gates y Curt pudieran practicar autopsias pero, como le comentó Dougie a Rebus, en las cámaras frigoríficas había sitio de sobra. No sucedía igual en la zona de espera ante la sala de Identificación, donde aguardaban la viuda de Roddy Grieve con la madre y la hermana del difunto. Esperaban a su hermano Cammo, que llegaba en avión desde Londres. Una regla tácita prohibía la entrada de periodistas al depósito por mucho interés que presentara el caso, pero ya había unos buitres de los más carro-ñeros al acecho en la acera de enfrente. Rebus salió a fumar un cigarrillo y se les acercó. Eran dos periodistas y un fotógrafo, jóvenes, delgados y con poca predisposición a observar las reglas. Al reconocerle cambiaron el peso de un pie a otro pero sin moverse del sitio.

– Voy a preguntarlo cortésmente -dijo Rebus sacando un cigarrillo; lo encendió y después les ofreció la cajetilla, pero los tres rehusaron.

Uno de ellos jugueteaba con su móvil, comprobando si había mensajes en la diminuta pantalla.

– ¿Puede darnos alguna noticia, inspector Rebus? -preguntó el segundo periodista.

Rebus le miró fijamente y comprendió de inmediato que iba a ser inútil hacerle entrar en razón.

– Una noticia oficiosa, si quiere -insistió el joven.

El periodista sacó una grabadora del bolsillo de la chaqueta.

– Acérquese más, por favor.

El periodista se acercó y conectó el aparato.

Rebus comenzó a hablar vocalizando con todo esmero, despacio y claro, hasta que al cabo de ocho o nueve palabras el periodista apagó la grabadora y se le quedó mirando con una sonrisa ambigua, mezcla de desprecio y rencor. Detrás de él, sus colegas no levantaban los ojos del suelo.

– ¿Quieres que te deletree alguna palabra? -preguntó Rebus antes de darse media vuelta y cruzar la calle para volver al depósito.

Había terminado la identificación y el papeleo, los miembros de la familia parecían estar petrificados. Hasta a Linford se le veía un tanto impresionado. Quizá era otra de sus actuaciones. Rebus se acercó a la viuda.

– Podemos disponer un par de coches para ustedes.

– No, gracias -replicó ella sorbiéndose las lágrimas-. Muy amable -añadió parpadeando para fijarse bien en él-. Esperamos un taxi.

En aquel momento se les acercó la hermana del difunto, pero la madre siguió sentada en una de las sillas con rostro imperturbable y muy tiesa.

– Si te parece bien, madre tiene una funeraria que puede encargarse de todo -dijo Lorna Grieve a la viuda, pero fue Rebus quien contestó.

– Comprenderá usted que no se puede aún entregar el cadáver.

Ella le miró con aquellos ojos que él había visto tantas veces en periódicos y revistas: los ojos de la modelo Lorna Grieve, ahora ya casi cincuentona. Rebus la conocía desde finales de los sesenta, cuando ella no tenía ni veinte años, salía con estrellas del rock y ya corrían rumores de que había provocado la separación de más de un grupo famoso. Melody Maker y New Musical Express publicaban fotos de ella con el cabello largo y rubio, delgada hasta el punto de la escualidez. Desde entonces había engordado bastante y ahora llevaba una melena más corta y más oscura, pero conservaba el aura de antaño, pese al lugar y a las circunstancias.

– ¡Sepa que somos la familia! -exclamó.

– Lorna, por favor -terció su cuñada.

– ¿Acaso no es verdad? Sólo nos faltaba que un mequetrefe presuntuoso con carpeta venga a decirnos…

– Creo que me confunde usted con un empleado de aquí -la interrumpió Rebus.

– ¿Pues, quién demonios es, si no? -replicó ella mirándole y entornando los ojos.

– Es el policía -dijo Seona Grieve-. Quien tiene que… -añadió sin poder terminar la frase, lanzó un suspiro.

Lorna Grieve resopló y señaló a Derek Linford, que, sentado al lado de la madre del difunto, Alicia, se inclinaba en aquel momento sobre ella y le apoyaba la mano en la espalda.

– El agente que investiga el asesinato de Roddy es aquél -comentó Lorna dando un apretón en el hombro a su cuñada-. Es con ése con quien debemos tratar y no con este mono -dijo con una mirada final a Rebus.

Rebus la vio acercarse a las sillas pero la viuda permaneció a su lado balbuciendo alguna cosa ininteligible en voz baja.

– Lo siento -repitió ella.

Rebus asintió con la cabeza y sonrió mientras acudían a su mente diversas respuestas tópicas, pero se frotó la frente borrándolas.

– ¿Quiere usted interrogarnos? -preguntó ella.

– Cuando les venga bien.

– Roddy no tenía enemigos… que yo sepa -añadió ella como si hablase consigo misma-. Es lo que siempre preguntan en la tele, ¿no?

– Habrá que investigar -comentó Rebus, que no apartaba los ojos de Lorna Grieve, ahora en cuclillas delante de su madre.

También Linford la miraba sin perderse ningún detalle. En aquel momento se abrió la puerta y asomó por ella una cabeza.

– ¿Han pedido un taxi?

Rebus vio a Derek Linford acompañar a Alicia Grieve a la salida. Era astuto: se congraciaba no con la viuda sino con la matriarca. Linford reconocía el poder cuando lo veía.

Dejaron transcurrir unas horas antes de ir a Ravelston Dykes a hablar con la familia.

– ¿Qué te parece? -preguntó Linford.

A Rebus, por el tono, le dio la impresión de que se refería al BMW.

Rebus se limitó a encogerse de hombros. Habían conseguido entre los dos que les asignaran para aquel homicidio una sala en Saint Leonard, la comisaría más próxima al lugar del crimen. No era todavía un caso de homicidio pero sabían que se daría curso a la investigación en cuanto tuvieran los resultados de la autopsia.

Habían llamado a Joe Dickie y a Bobby Hogan y Rebus se había puesto en contacto con Grant Hood y Ellie Wylie, que se habían prestado a colaborar en el caso de Mojama. «Será un reto», dijeron cada uno por su lado. Tendrían que contar con la aprobación de los jefes, pero Rebus no pensaba que hubiera problemas y propuso a Hood y Wylie que elaboraran juntos un plan de ataque.