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– ¿A quién tenemos que presentar los informes de las investigaciones? -preguntó Wylie.

– A mí -dijo él cuidándose de que Linford no le oyera.

El BMW redujo a segunda al aproximarse al semáforo en ámbar. De haber ido él al volante casi seguro que habría acelerado antes de que se pusiera rojo. Puede que yendo solo, no, pero si hubiese llevado a alguien, lo habría hecho para impresionar. Y apostaría algo a que Linford también lo hacía. Además de detenerse ante el semáforo, Linford puso el freno de mano y se volvió hacia él.

– Era analista de inversiones, candidato laborista y miembro de una familia prominente. ¿Tú qué dices?

Rebus volvió a encogerse de hombros.

– Yo simplemente he leído los artículos de prensa; igual que tú. La gente no siempre está de acuerdo con el método de nombramiento de los candidatos.

– Algún rencoroso, quizá -añadió Linford asintiendo con la cabeza.

– Lo averiguaremos. Quién sabe si no fue un atraco que acabó mal.

– O se trata de alguna historia extramatrimonial. Rebus le miró y vio que fijaba la atención en el semáforo con los dedos sobre el freno de mano.

– A ver si los de la científica hacen un milagro.

– ¿Recogiendo huellas dactilares y fibras? -comentó Linford escéptico.

– Como había mucho barro, es posible que encuentren huellas de pisadas.

El semáforo se puso verde y, sin coches delante, el BMW cambió rápidamente de marchas.

– El jefe ya me ha informado -dijo Linford; Rebus supo que no se refería a ningún mando intermedio sino al superior del comisario-. Colin Carswell, el ayudante del jefe de policía de Fettes quiere formar un equipo especial, algo de gran calibre.

– ¿Con la Brigada Criminal?

Linford se encogió de hombros.

– Algo selecto. No sé lo que tiene en mente.

– ¿Tú que le has dicho?

– Que estando yo encargado no tiene por qué preocuparse.

Linford no pudo por menos de volverse a observar cómo reaccionaba Rebus, quien, a su vez, hizo ingentes esfuerzos por permanecer imperturbable. En todos los años que llevaba en el Cuerpo él no habría hablado más de un par de veces con el ayudante del comisario. Linford sonrió consciente de que había hecho mella en Rebus a pesar de su exterior impasible.

– Claro que -prosiguió-, cuando le mencioné que el inspector Rebus iba a ayudar…

– ¿Ayudar? -replicó Rebus irritado, y sólo en ese momento se percató de que Linford también había dicho que él estaría al mando del caso.

– … no quedó muy convencido -continuó Linford sin hacerle caso-. Pero yo le dije que te portarías bien y que trabajábamos bien juntos. Eso es lo que quiero decir con lo de ayudar: tú me ayudas a mí y yo te ayudo a ti.

– Pero tú estás al mando.

Aparentemente a Linford le complació oír repetida su propia frase. Había dado en el blanco.

– Es tu propio jefe quien no quiere que intervengas en el caso, John. ¿Por qué?

– ¿A ti qué te importa?

– Todos lo saben, John. Tu fama te precede.

– ¿Y contigo al mando la situación va a cambiar? -preguntó Rebus.

Linford se encogió de hombros y no dijo nada; luego se movió en su asiento.

– Para ampliar esta agradable conversación -añadió- quizá te apetezca saber que esta noche salgo con Siobhan. Pero no te preocupes, la dejaré en su casa a las once.

Roddy Grieve y su esposa vivían en Cramond pero la viuda les había confiado que se quedaba en casa de su suegra para hacerle compañía. El caserón, que se alzaba solo situado al fondo de una calle estrecha tenía un aire irregular, quizá debido a sus tejados inclinados o a los relieves en piedra del dintel. No había coches en el camino de entrada y las cortinas de todas las ventanas estaban echadas, como precaución ante un grupo de periodistas y cámaras de un Audi 8o plateado, aparcado frente a la casa. Seguramente estarían en camino también los equipos de televisión. Rebus estaba convencido de que el caso Grieve iba a suscitar interés.

Linford llamó al timbre.

– Bonita casa -dijo.

– Yo me crié en una parecida -dijo Rebus-. Estaba al fondo de un callejón -añadió.

– Y ahí acaba la similitud -añadió Linford.

Les abrió un hombre que llevaba un abrigo de pelo de camello y solapas marrón oscuro; bajo el abrigo, desabrochado, se veía un traje de raya diplomática y camisa blanca desabotonada en el cuello. De su mano izquierda colgaba una corbata negra.

– ¿Señor Grieve? -preguntó Rebus, que conocía de sobra por la televisión a Cammo Grieve.

En persona resultaba más alto y distinguido, aun en aquellas circunstancias. Tenía las mejillas sonrosadas por el frío o por las copas que hubiera tomado en el avión, y su pelo entrecano estaba algo revuelto.

– ¿Son de la policía? Pasen.

Entraron en el vestíbulo, Linford detrás de Rebus. Había cuadros y dibujos por doquier, no sólo en las paredes, paneladas de madera, sino también en el suelo, apoyados en los zócalos. En el último peldaño de la escalera de piedra se apilaban montones de libros, y, bajo un perchero cargado de abrigos, varios pares de botas de goma de hombre y de mujer polvorientas, todas negras, y unos bastones en el paragüero, además de varios paraguas colgados en la barandilla. En la mesita del teléfono había también un tarro de miel abierto junto a un contestador automático sin enchufar; ni rastro del teléfono. Cammo Grieve parecía encontrarse en su ambiente.

– Excusarán que esté todo… -dijo-. Bueno, ustedes ya me entienden -añadió atusándose hacia atrás el cabello.

– Naturalmente, señor -comentó Linford en tono deferente.

– De todos modos, voy a darle un consejo -dijo Rebus aguardando a que el diputado le prestara atención-. Se podría presentar cualquiera haciéndose pasar por policía. No olvide pedirles que se identifiquen antes de entrar.

Cammo Grieve asintió con la cabeza.

– Ah, sí, claro. El cuarto poder. Son casi todos unos hijos de su madre, pero que quede entre nosotros -añadió mirando a Rebus.

Rebus se limitó a hacer un gesto afirmativo pero Linford sonrió exageradamente ante aquel intento de frivolizan

– Yo no salgo de mi… -la expresión de Grieve se endureció-. Espero que la policía no escatime esfuerzos para resolver el caso. Si llega a mi conocimiento que limitan recursos… Aunque ya sé cómo está la cosa actualmente, presupuestos ajustados y todo eso. La política laborista, ya saben.

Rebus vio el peligro de que les largara un discurso electoral y le interrumpió.

– Bien, señor, creo que aquí, hablando, no vamos a resolver nada.

– Me parece que no voy a llevarme bien con usted -dijo Grieve entornando los ojos-. ¿Cómo se llama?

– Se llama Hombre mono -la voz llegó desde una puerta ante la que apareció Lorna Grieve con dos vasos de whisky. Tendió uno a su hermano para hacerlo chocar con el suyo antes de dar un trago-. Y éste es el organillero.

– Soy el inspector Rebus y él es mi compañero, el inspector Linford -dijo Rebus.

Linford se volvió a examinar en la pared un grabado que le había llamado la atención por tratarse de unas simples líneas manuscritas.

– Es un poema que Christopher Murray Grieve dedicó a nuestra madre -dijo Lorna Grieve-. Pero no vaya a pensar que es de nuestra familia.

– Se trata de Hugh MacDiarmid -añadió Rebus al ver que Linford se quedaba en ayunas, aunque su explicación tampoco sirvió de nada.

– El Hombre mono es inteligente -dijo Lorna con un gorjeo advirtiendo en ese momento el tarro de miel en la consola-. Ah, mira dónde está. Le diré un secreto, Hombre mono -añadió volviéndose hacia Rebus y encarándosele. Rebus miró aquellos labios que tantas veces de joven había besado en fotografías de revistas. Olían a whisky caro, un perfume que él sabía apreciar, pero su voz era áspera y tenía mirada de borracha-. Nadie sabe que existe este poema; es un ejemplar único que el poeta regaló a nuestra madre.