– ¿Has pasado los gastos?
– No -contestó Rebus.
– Cuanto antes lo hagas, antes sueltan la pasta.
Dickie se pasaba la mitad del tiempo en las reuniones sumando números en su bloc. Rebus nunca le había visto anotar en él algo tan normal y corriente como una frase. Dickie andaba cerca de los cuarenta y tenía un corpachón rematado por una cabeza parecida a una granada de artillería. Llevaba el pelo negro cortado al ras y sus ojos eran pequeños y redondos como los de una muñeca china, detalle que el propio Rebus había comentado a Bobby Hogan, quien, por su parte, le contestó que una muñeca parecida a Joe Dickie causaría pesadillas a un niño.
– Me da miedo a mí, que soy mayor… -agregó Hogan.
Rebus volvió a sonreír mientras subían las escaleras. Sí, le agradaba estar allí con Bobby Hogan.
– La gente suele pensar en la arqueología -dijo Gilfillan- imaginándose excavaciones en la tierra, pero aquí uno de los hallazgos más apasionantes se dio en el desván, porque construyeron otro tejado sobre el original y hallamos restos de lo que pudo ser una torre. Para llegar allí hay que subir por una escalera de mano, pero si alguien desea…
– Encantado -dijo una voz: Derek Linford. Rebus reconocía ya perfectamente aquel tonillo nasal.
– Qué tétrico -oyó musitar a su lado. Era Bobby Hogan, que había ido avanzado desde atrás. Ellen Wylie volvió la cabeza al oírlo y les dirigió una leve sonrisa. Rebus miró a Hogan, quien se encogió de hombros, dándole a entender que pensaba que la chica estaba bien.
– ¿Cómo van a unir Queensberry House con el edificio del Parlamento? ¿Mediante pasadizos cubiertos?
Era otra vez Linford quien hacía la pregunta. Se había puesto en primera fila cerca de Gilfillan, pero en aquel momento doblaron un descansillo y Rebus tuvo que aguzar el oído para entender la indecisa respuesta de Gilfillan.
– Pues no sé.
El tono dubitativo daba a entender que él era arqueólogo y no arquitecto, y que estaba allí para investigar el pasado del lugar y no su futuro. Él mismo ignoraba el objeto de aquella visita y tan sólo hacía de cicerone porque se lo habían pedido. Hogan hizo un gesto despectivo para que los que estaban cerca de él se dieran cuenta de lo que pensaba al respecto.
– ¿Cuándo estará terminado el edificio? -preguntó Grant Hood. Era una cuestión fácil porque todos estaban al corriente, pero Rebus comprendió que Hood trataba de consolar a Gilfillan planteándole una pregunta que pudiera responder.
– Las obras empezarán este verano -respondió el arqueólogo- y todo tiene que estar funcionando en otoño de 2001.
Al salir del rellano desembocaron en un espacio con una serie de entradas abiertas a través de las cuales se vislumbraron las salas del antiguo hospital. Las paredes tenían perforaciones y los suelos habían sido levantados para verificar el estado de la estructura. Rebus se asomó a una ventana y vio que los obreros empezaban a recoger: estaba oscureciendo y era peligroso andar por los tejados. Vio abajo un cenador también condenado a la piqueta y un árbol marchito y triste rodeado de escombros, que había plantado la reina. No podían retirarlo ni talarlo sin su permiso. Gilfillan les dijo que tenían ya la autorización y que no tardaría en desaparecer porque en aquel lugar se recrearían jardines de diseño formal o tal vez se haría una zona de aparcamiento, aunque no estaba decidido pues hasta 2001 había tiempo de sobra. Mientras se terminaba el complejo, el Parlamento tendría su sede en la sala de actos de la Iglesia de Escocia cerca de la cima de The Mound. El comité había visitado dos veces la sala y sus inmediaciones, donde provisionalmente se habilitarían despachos en edificios para los parlamentarios. En una de las reuniones Bobby Hogan preguntó por qué no aguardaban a que estuviera terminado el complejo de Holyrood para «abrir la tienda», según sus propias palabras, comentario que suscitó una mirada de perplejidad de Peter Brent, el funcionario.
– Porque Escocia necesita ya mismo un Parlamento.
– Lo gracioso es haber estado trescientos años sin Parlamento.
Brent estuvo a punto de hacer una objeción, pero Rebus le tomó la delantera.
– Bobby, ya sabes tú que mucha prisa no se dan.
Hogan sonrió al captar que lo decía por el nuevo Museo de Escocia que la reina inauguró antes de que lo hubiesen terminado. Hubo que esconder el andamiaje y los botes de pintura hasta después de la ceremonia.
Gilfillan estaba junto a una escalera retráctil y señaló una trampilla del techo.
– Ahí arriba tenemos el tejado primitivo -dijo cuando ya Dereck Linford pisaba el último peldaño-. No hace falta que suba más, si quiere -añadió Gilfillan viendo que subía decidido- puedo iluminar con la linterna…
Pero Linford desapareció por la abertura.
– Cerremos la trampilla y larguémonos -bromeó Bobby Hogan con una sonrisa.
– Qué ambiente más… especial hay aquí, ¿no? -dijo Ellen Wylie encogiéndose de hombros.
– Mi esposa vio un fantasma -dijo Joe Dickie-. Muchos de los que trabajaron aquí lo vieron. Era una mujer que lloraba. Solía sentarse a los pies de una de las camas.
– A lo mejor era un paciente que murió aquí -sugirió Grant Hood.
– Yo también he oído esa historia -dijo Gilfillan volviéndose hacia ellos-. Era la madre de uno de los criados que trabajaba aquí la noche en que firmaron el Acta de Unión. El pobre murió asesinado.
Linford dijo desde lo alto que creía ver los restos de los escalones de la torre, pero nadie le hacía caso.
– ¿Asesinado? -preguntó Ellen Wylie.
Gilfillan asintió con la cabeza. Su linterna arrojaba sombras extrañas en las paredes al enfocarla sobre las oscilantes telarañas. Linford trataba de leer una inscripción en el muro.
– Aquí veo una fecha… 1870, creo.
– ¿Saben que lord Queensberry fue el artífice del Acta de Unión? -decía Gilfillan. Advirtió que era la primera vez que todos le prestaban atención desde el inicio de la visita-. Aquí, en 1707 -añadió rascando con la suela del zapato las tablas del suelo- se inventó Gran Bretaña. Bien, la noche en que se firmó el acuerdo trabajaba en la cocina un joven criado. El duque de Queensberry era secretario de Estado. Tenía un hijo, James Douglas, conde de Drumlanrig, de quien se decía que estaba loco…
– ¿Qué sucedió?
Gilfillan alzó la vista hacia la trampilla.
– ¿Todo bien por ahí arriba? -preguntó.
– Muy bien. ¿Quiere alguien echar un vistazo?
Nadie hizo caso y Ellen Wylie repitió su pregunta.
– Pues que ensartó al criado con su espada -contestó Gilfillan- y lo asó luego en una de las chimeneas de la cocina. Cuando lo encontraron estaba sentado comiéndoselo tranquilamente.
– ¡Dios santo! -exclamó Ellen Wylie.
– ¿Creéis que es cierto? -dijo Bobby Hogan metiéndose las manos en los bolsillos.
– Está documentado -añadió Gilfillan encogiéndose de hombros.
Desde el desván llegó una ráfaga de aire frío y acto seguido vieron surgir una bota de goma en la escalera de mano y Derek Linford inició su lento y polvoriento descenso; una vez en el suelo, se sacó el bolígrafo de entre los dientes.
– Es muy interesante lo que hay ahí arriba -dijo-. Deberíais verlo. Tal vez sea la última oportunidad.
– ¿Y eso por qué? -preguntó Bobby Hogan.
– Porque dudo mucho de que dejen entrar aquí a los turistas, Bobby -contestó Linford-. Imagínate el jaleo para los de seguridad.
Hogan dio un paso al frente tan rápido que Linford se estremeció, pero Hogan simplemente le quitó una telaraña del hombro.
– No puedo consentir que vuelvas a la Casa Grande sin estar como nuevo, muchacho -dijo sin que Linford se inmutara, pensando probablemente que no valía la pena hacer caso de carcamales como Bobby Hogan, del mismo modo que éste sabía que poco tenía que temer de Linford pues él estaría jubilado antes de que el joven inspector hubiera llegado a un puesto de poder importante.