Rebus dio a Linford dos opciones: ir a la empresa en que trabajaba Roddy Grieve o al estudio de Hugh Cordover, pero sabía perfectamente lo que elegiría.
– A lo mejor obtengo información para mis inversiones -comentó Linford, y dejó que Rebus fuese a Roslin la casa de Hugh Cordover y Lorna Grieve.
En Roslin estaba la antigua y famosa iglesia de Rossylin que en los últimos años se había convertido en meta de una serie de chiflados milenaristas que afirmaban que bajo su suelo estaba enterrada el Arca de la Alianza o algo extraterrestre. El pueblo era tranquilo y anodino y High Manor estaba a unos trescientos metros en las afueras, protegida por una tapia de piedra sin verja en el portón de entrada, donde sólo se veía el letrero de privado. El nombre de High Manor respondía al hecho de que cuando Hugh Cordover formaba parte del conjunto Obscura se hacía llamar «High Chord». Rebus llevaba un disco del grupo, Repercusiones continuas, con una portada en la que aparecía Lorna en un trono en pose de sacerdotisa con túnica transparente, una serpiente enroscada al cuello y unos rayos láser que brotaban de sus ojos. Todo ello enmarcado por una cenefa de jeroglíficos.
Aparcó el Saab junto a un Fiat Punto y un Land Rover. Había otros dos coches: un viejo Mercedes destartalado y un descapotable americano clásico. Dejó el disco en el coche y se dirigió a la puerta. Le abrió la propia Lorna Grieve con un vaso en la mano haciendo tintinear el hielo.
– Mi apreciado Hombre mono -dijo con un gorjeo-. Adelante. Hugh está en las entrañas de la casa. Tendrá que esperar a que acabe.
Se refería a que Hugh Cordover estaba en el estudio de grabación que ocupaba la planta baja, acompañado de un ingeniero de sonido, entre aparatos y equipos de grabación. Por la ventana insonorizada Rebus vio el estudio propiamente dicho donde tres jóvenes desmadejados parecían realmente agotados. El batería paseaba por detrás de su instrumento sujetando por el cuello una botella de Jack Daniels, mientras guitarrista y bajista parecían concentrados en los auriculares, rodeados de latas de cerveza, paquetes de cigarrillos, botellas de vino y cuerdas de guitarra.
– ¿Entendéis lo que quiero decir? -preguntó Hugh Cordover a través del micrófono. Los músicos asintieron con la cabeza y él miró hacia Rebus-. Vale, chicos, está aquí la policía para hablar conmigo. No os hagáis rayas.
Rebus vio sus gestos de desprecio y los cortes de manga que le dirigían y pensó que el rock and roll nunca había sido tan peligroso.
Cordover dio unas instrucciones al ingeniero y a continuación se levantó muy tieso del asiento, pasándose una mano por el rostro sin afeitar y moviendo despacio la cabeza al tiempo que cedía el paso a Rebus.
– ¿Quiénes son? -preguntó Rebus.
– El próximo grupo de éxito si hacen lo que yo digo -respondió Cordover-. Se llaman Los Crusoe.
– ¿Los Robinson Crusoe?
– ¿Ha oído hablar de ellos?
– Alguien me dijo que usted era el representante.
– Representante, arreglista y productor. Soy su figura paterna -contestó Cordover abriendo una puerta-. Pasemos a la sala de recepción.
Había de todo por el suelo, las sillas estaban llenas de revistas musicales, y vio un televisor portátil, un transistor de alta fidelidad y una mesa de billar americano.
– Disponemos de todas las comodidades modernas -explicó Cordover abriendo la nevera para coger un refresco-. ¿Quiere tomar algo?
Lorna Grieve, sentada en un sofá rojo, cerró el periódico que hojeaba.
– Si no soy mala psicóloga, a mi Hombre mono le apetecerá algo más fuerte -dijo agitando el hielo de su vaso.
Vestía un conjunto vaporoso de seda verde con pantalones, iba descalza y llevaba un pañuelo de gasa roja.
– Me contentaré con un refresco -dijo Rebus asintiendo con la cabeza al ver que Cordover sacaba dos botellas de su agua mineral preferida.
– ¿Hablamos aquí o prefiere arriba? -dijo Cordover.
– Le advierto que arriba está tan desordenado como aquí -comentó Lorna.
– Podemos hablar aquí -replicó Rebus sentándose en una silla mientras Cordover lo hacía en la mesa de billar y su esposa ponía los ojos en blanco como comentario a su incapacidad para utilizar las sillas.
– ¿Quién de ellos era Peter Grief? -preguntó Rebus.
– El bajista -contestó Cordover.
– ¿Sabe que ha muerto su padre?
– Claro que lo sabe -espetó Lorna Grieve.
– No estaban muy unidos -añadió Cordover.
– Al Hombre mono le choca que tras el brutal asesinato de Roddy vosotros dos volváis a trabajar como si no hubiera sucedido nada -dijo Lorna Grieve a su marido.
– Sí, claro, es mucho mejor empinar el codo -replicó Cordover.
– ¿Alguna vez he necesitado que muriera alguien de la familia? -dijo ella dedicándole una sonrisa acompañada de una caída de ojos-. Tiene usted mucho que aprender sobre el clan, Hombre mono -añadió dirigiéndose a Rebus.
– ¿Quieres dejar de llamarle así? -exclamó Cordover irritado.
– Es una canción de los Rolling Stones -dijo Rebus mirando a Lorna, que brindaba hacia él y no pudo por menos de sonreírle.
Bebía coñac; podía olerlo a pesar de la distancia.
– Yo conocí a Stew -dijo Cordover.
– ¿Stew? -preguntó Lorna entornando los ojos.
– Ian Stewart -añadió Rebus-. El sexto Stone.
Cordover asintió con la cabeza.
– Tenía un físico que no se prestaba a la imagen del grupo y sólo grababa con ellos. ¿Sabía que era de Fife? -agregó volviéndose hacia Rebus-. Y Stu Sutcliffe era de Edimburgo.
– Y Jack Bruce de Glasgow.
– Está muy enterado -dijo Cordover sonriendo.
– Algo. Sé, por ejemplo, que la madre de Peter se llama Billie Collins. ¿Se han puesto en contacto con ella?
– ¿Y por qué diablos íbamos a hacerlo? -dijo Lorna-. Que se compre un periódico.
– Creo que Peter ha hablado con ella -añadió Cordover.
– ¿Dónde vive?
– En Saint Andrews, me parece -contestó Cordover mirando a su mujer para que lo confirmara-. Es profesora de un colegio.
– En la Academia Haugh -añadió Lorna-. ¿Acaso es sospechosa?
– ¿Querría usted que lo fuese? -preguntó Rebus despreocupadamente, sin alzar la vista de lo que anotaba en el bloc.
– Cuantos más sospechosos, más divertido.
– ¡Por Dios santo, Lorna! -exclamó Cordover bajándose de un salto de la mesa de billar.
– Ah, es verdad, esa mujer siempre te puso tierno -espetó ella-. ¿O en realidad hacía que se te endureciera alguna cosa? -añadió mirando a Rebus-. Hugh siempre se disculpa por ser un salido alegando que es artista. Pero la verdad es que en la cama nunca ha pasado de ser un artista mediocre, ¿a que sí, cielo?
– No eran más que habladurías -dijo Cordover, que paseaba ahora por la habitación.
– A propósito de habladurías -dijo Rebus-. ¿Han oído una sobre Josephine Banks?
Lorna Grieve contuvo la risa y juntó las manos como si fuera a rezar.
– Oh, sí, que sea ella la asesina. Sería ideal.
– Inspector, Roddy era una figura pública -dijo Cordover mirando a su esposa- y en el ámbito público circulan toda clase de rumores. Es normal.
– ¿Ah, sí? -dijo Lorna-. Fascinante. ¿Quieres decirme qué rumores has oído sobre mí?
Cordover permaneció en silencio. Rebus pensó que tenía una réplica en la punta de la lengua, algo así como «ninguno, lo que demuestra que estás fuera de juego», pero se la guardó.
Consideró que había llegado el momento de lanzar una granada en el cuarto.
– ¿Quién es Alasdair? -preguntó.
Se hizo un silencio, que se prolongó mientras Lorna daba un trago a su bebida y Cordover seguía apoyado en la mesa de billar; Rebus dejó apurar su efecto.