– Pero le advierto que la cocina está manga por hombro -añadió.
– No, muchas gracias -dijo Rebus cogiendo un suplemento dominical atrasado.
Oyó cerrarse la puerta sin que Seona Grieve hubiese prevenido a su suegra, dado que simplemente iba a una tienda cercana y no tardaría mucho. Rebus aguardó un par de minutos y subió la escalera. Alicia Grieve estaba en la puerta de su dormitorio y se había puesto una bata sobre el vestido.
– Oh, pensé que se había marchado alguien -dijo.
– Tiene usted muy buen oído, señora Grieve. Era su nuera, que ha salido un momento a comprar.
– ¿Y usted cómo sigue aquí? -replicó ella mirándole a la cara-. ¿Usted no es el policía?
– Eso es.
La anciana pasó a su lado arrastrando los pies y apoyándose en la pared.
– Busco algo que me falta en el dormitorio -dijo.
Rebus miró al cuarto por la puerta abierta. Era caótico. Vio ropa encima de las sillas y en el suelo, además de la que se salía del armario y de los cajones de la cómoda; y, apoyados contra la pared, montones de libros, revistas y cuadros. Encima de la ventana, en el techo, advirtió una mancha grande de humedad.
La anciana abrió la puerta de otro cuarto cuya alfombra, de tanto pisarla, era de un gris uniforme sin dibujo. Rebus entró tras ella. ¿Era un cuarto de estar? ¿Un despacho? A saber. Estaba lleno de cajas de cartón con recuerdos y cachivaches: cartas antiguas, algunas aún sin abrir, y álbumes de fotos, algunas de ellas tiradas por el suelo. Además de revistas, más periódicos y más cuadros. En un rincón había un maniquí de pelucas, su lona amarilla estaba remendada y se desmenuzaba; juegos y juguetes antiguos; una colección de espejos en una pared; debajo de una silla, una muñeca con blusa y falda escocesa, sin cabeza. Rebus la cogió y vio la cabeza dentro de una caja de galletas junto con fichas de dominó, naipes y carretes de hilo vacíos. Se la insertó y la muñeca le miró indiferente con sus ojos azules.
– ¿Qué está usted buscando? -preguntó.
– ¿Qué hace con la muñeca de Lorna? -dijo la anciana al volverse.
– Se le había caído la cabeza y yo…
– No, no, no -dijo ella arrebatándosela-. No se le cayó la cabeza, fue la señorita quien se la arrancó -añadió volviendo a descabezarla-. Fue así como nos dio a entender que había dejado de ser niña.
– ¿Qué edad tenía entonces? -preguntó Rebus con una sonrisa.
– Veinticinco o veintiséis años -respondió la anciana sin prestarle mucha atención, enfrascada en su búsqueda.
– ¿Qué le pareció a usted su decisión de hacerse modelo?
– Yo siempre he apoyado a mis hijos.
Sonaba a frase hecha destinada a periodistas y curiosos.
– ¿Y Cammo y Roddy? ¿Se dedicaba usted a la política, señora Grieve?
– De joven, sí. Dentro del Partido Laborista sobre todo. Allan era liberal y discutíamos mucho…
– Pero tiene usted un hijo conservador.
– Ah, Cammo siempre ha sido muy suyo.
– ¿Y Roddy?
– Roddy tendría que librarse de la sombra de su hermano. Si viera cómo anda siempre tras éclass="underline" observándole, estudiándole… Pero Cammo tiene sus amiguitos. A esta edad, los niños pueden ser crueles, ¿verdad?
La anciana desbarraba, perdida en las fechas.
– Ahora son mayores, Alicia.
– Para mí siempre serán niños -replicó al tiempo que sacaba de una caja unos prismáticos, un tarro de mermelada y un banderín de fútbol, examinándolo todo como si fuera a darle una pista.
– ¿Tiene usted mucha intimidad con Roddy?
– Roddy es un cielo.
– ¿Habla con usted? ¿Le cuenta sus problemas?
– El… -dejó la frase en el aire, aturdida-. Ha muerto, ¿verdad? -Rebus asintió con la cabeza-. Ya se lo tenía yo bien advertido que no saltara verjas. Es peligroso.
– ¿Ya antes saltaba verjas?
– Ah, sí. Para atajar, camino de la escuela.
Rebus metió las manos en los bolsillos mientras la anciana comenzaba a divagar.
– En los cincuenta tuve escarceos con los nacionalistas. Eran gente rara, no sé si lo seguirán siendo. Vestían falda escocesa, hablaban gaélico y eran unos resentidos. Pero hacíamos buenas fiestas, con mucho baile de… Espadas y Escudos…
– He oído hablar de ellos -dijo Rebus frunciendo el entrecejo-. ¿No era una escisión de los nacionalistas?
– Yo no estuve mucho tiempo. En aquella época se hacían muy pocas cosas; se proponía algo, nos íbamos a tomar unas copas y ahí quedaba todo.
– ¿Conoció a Matthew Vanderhyde?
– Oh, sí, ¿quién no conocía a Matthew? ¿Vive todavía?
– Yo le veo de vez en cuando. Quizá no tanto como debería.
– Matthew y Allan discutían siempre de política con Chris Grieve… -hizo una pausa-. ¿Sabe que no somos parientes? -Rebus asintió con la cabeza recordando el poema enmarcado del vestíbulo-. Allan quería hacer un retrato de Chris, pero él era incapaz de estarse quieto sentado; no paraba de gesticular hablando -añadió haciendo una imitación a su manera con el tarro de mermelada en una mano y un rollo de papel navideño en la otra-. Edwin Muir era un buen contrincante, y estaba también mi querida Naomi Mitchison. ¿Conoce su obra?
Rebus guardó silencio por no deshacer el encanto.
– Y los pintores… Gillies, McTaggart, Maxwell -dijo sonriendo-. Siempre saltaban chispas. El Festival nos venía muy bien porque atraía público a las galerías. Nos llamábamos la Escuela de Edimburgo. Entonces el país era muy distinto, ¿sabe? Vivíamos entre una guerra y la amenaza de otra y era problemático criar a los hijos con la bomba atómica como perspectiva. Creo que eso repercutió en mi trabajo.
– ¿A sus hijos les interesaba la pintura?
– Lorna hizo sus pinitos, y tal vez continúe; pero los chicos no. Cammo siempre andaba rodeado de amigotes, una especie de guardia pretoriana, mientras que a Roddy le gustaba la compañía de los mayores, y era en todo momento un chico muy educado y dispuesto a escuchar.
– ¿Y Alasdair?
La anciana ladeó la cabeza.
– Alasdair era una pesadilla para un pintor, tenía una expresión angelical difícil de captar. Yo nunca pude. Se notaba que era un chico que siempre tramaba algo, pero no se le tenía en cuenta por ser Alasdair, ¿entiende?
– Creo que sí. -Rebus conocía malhechores con ese carácter, encantadores y descarados pero siempre a la suya-. ¿Sigue en contacto con ustedes?
– Ah, claro.
– ¿Por qué se marchó de casa?
– En casa no vivía realmente. El tenía un piso cerca de Cannongate. Cuando se fue supimos que era de alquiler y que no tenía casi muebles suyos. Se marchó con una maleta de ropa y unos pocos libros.
– ¿No alegó ningún motivo?
– No, únicamente telefoneó desde muy lejos para decirme que seguiría en contacto con nosotros.
Rebus oyó abrir y cerrarse la puerta de entrada y una voz que decía: «Ya estoy aquí».
– Tengo que irme -dijo.
– No sé dónde estará eso -dijo Alicia Grieve hablando sola y guardando el tarro de mermelada en la caja-. Dios mío, si supiera dónde está…
Al bajar Rebus coincidió con Seona Grieve a mitad de la escalera.
– ¿Todo bien? -le preguntó ella.
– Todo bien, pero la señora Grieve ha perdido algo.
– Inspector -dijo ella mirando hacia arriba-, lo ha perdido prácticamente todo. Lo que sucede es que aún no se ha dado cuenta…
15
Era una oficina como cualquier otra.
Grant Hood y Ellen Wylie cruzaron una mirada. Esperaban que fuera un almacén de materiales de construcción con barro, bloques y un pastor alemán ladrador encadenado, y Wylie había metido incluso en el coche unas botas de goma, pero se encontraron con que Construcciones Kirkwall estaba en el tercer piso de un bloque de oficinas de los años sesenta en Leith Walk. Wylie preguntó a Hood si después podían dar un salto a Valvona y Crolla y él le dijo que sin ningún problema pero que era un sitio bastante caro.