– La calidad se paga -contestó ella como si enunciara un eslogan publicitario.
Estaban recorriendo empresas constructoras de Edimburgo, comenzando por las más antiguas e importantes. Telefoneaban primero, preguntaban si había alguien que pudiera informarles y pasaban después a hacer una visita.
– Tal vez tenga razón Rebus en llamarnos el «equipo de arqueólogos». Nunca me había parado a pensarlo.
– Veinte años no es nada prehistórico.
Hood notaba que la conversación era fluida entre ellos dos, sin que se produjeran silencios embarazosos ni titubeos. Su única desavenencia era si aquel caso tenía solución o no.
– Deberíamos estar indagando en el caso Grieve, que es famoso -dijo Wylie.
– Pero si logramos resultados en éste, estará muy bien porque es nuestro exclusivamente, ¿no crees?
– Me apostaría algo a que si descubrimos algo nos apartan de él. Nosotros, Grant, somos simples agentes, lo último en la jerarquía y no van a darnos una medalla.
– ¿Te gusta el fútbol?
– Podría ser.
– ¿De qué equipo eres?
– Dilo tú primero.
– Yo del Rangers de toda la vida. ¿Y tú?
– Del Celtic -sonrió.
Soltaron la carcajada.
– ¿No dicen eso de que los contrarios se atraen? -añadió Wylie.
Aquel comentario no se le iba a Grant Hood de la cabeza mientras esperaban en la empresa constructora: «Los contrarios se atraen».
Peter Kirkwall, de Construcciones Kirkwall, tendría algo más de treinta años y vestía un impecable traje de raya diplomática. No cabía imaginárselo con una pala en sus suaves manos, pero en una serie de fotos que había en las paredes del despacho aparecía en ropa de trabajo.
– En esa primera -dijo guiándoles como si estuvieran en una exposición-, tenía yo diecisiete años y ésa era la hormigonera del almacén de mi padre.
El padre era Jack Kirkwall, fundador de la empresa en los años cincuenta, también presente en las fotos, pero el protagonista era Peter: Peter construyendo un muro de ladrillos durante las vacaciones de la universidad, con los planos de un edificio de oficinas de Edimburgo, su primer proyecto en Kirkwall, Peter con unos dignatarios, Peter al volante de un Mercedes CLK, y, finalmente, en el día de la jubilación de Jack Kirkwall.
– Si quieren información de primera mano -dijo arrellanándose en el sillón para quitárselos de encima- tendrán que hablar con papá -hizo una pausa-. ¿Quieren un café? ¿Un té?
Pareció complacerle que rehusaran y le dejaran con sus numerosas ocupaciones.
– Le agradecemos que se haya molestado -dijo Wylie sin pretender halagarle-. Parece que el negocio va bien.
– Fenomenal. Figúrense, con las obras en Holyrood y la circunvalación oeste, Gyle, Wester Hailes y ahora los proyectos en Granton… -movió la cabeza negando-. No damos abasto. Cada semana concursamos a alguna obra -comentó con un gesto hacia la mesa de la sala de reuniones en la que había unos planos-. ¿Saben como empezó mi padre? Construía garajes y hacía ampliaciones. En este momento quizá obtengamos parte de un buen pastel, las instalaciones portuarias de Londres -añadió frotándose las manos con una fruición que a Hood le pareció auténtico júbilo.
– ¿Su empresa trabajó en los años setenta en Queensberry House? -preguntó Wylie haciéndole volver a la realidad.
– Sí, disculpen. Es que cuando me embalo no sé parar -dijo con un carraspeo, recuperando la compostura-. He buscado en los archivos -añadió abriendo un cajón. Sacó un viejo libro de registro, unos cuadernos y un fichero-. A finales del setenta y ocho fuimos una de las empresas que hicieron las obras de rehabilitación del hospital. No yo, claro, todavía estaba en el colegio. ¿Dicen que ha aparecido un esqueleto?
– La última sala del sótano era la primitiva cocina -dijo Hood tendiéndole una fotografía de las dos chimeneas.
– ¿Ahí fue donde apareció?
– Calculamos que debieron de tapiarlo hará unos veinte años -añadió Wylie con soltura en su papel de parlan-china-. Lo que vendría a coincidir con la fecha de las obras de rehabilitación.
– Bien, le encargué a mi secretaria que escarbara cuanto pudiera -dijo con una sonrisa dándoles a entender que era una gracia deliberada.
A juicio de Wylie, Kirkwall, con su camisa a rayas, gafas ovaladas y pelo negro bien peinado, debía de pretender dar una imagen refinada. Pero había algo incómodo y mal definido en él. Ella conocía futbolistas que habían acabado convertidos en presentadores de televisión perfectamente vestidos, pero no daban la talla.
– No es mucho, me temo -dijo Kirkwall abriendo otro cajón y sacando un plano que desenrolló para darle la vuelta hacia ellos, y sujetó las esquinas con trozos de piedra pulimentada-. Recojo una piedra en todas las obras que hacemos y la mando pulir y barnizar. Esto es Queensberry House -añadió-. Las zonas en azul son en las que nosotros hicimos obras. Más estas líneas rojas.
– Parecen de trabajos externos.
– Exacto. Se trata de canalones, grietas en los muros y este cenador que tuvimos que hacer nuevo. En las obras públicas, a veces se amplían los contratos.
– No debieron de untar suficientes manos en el ayuntamiento -musitó Hood.
Kirkwall le fulminó con la mirada.
– ¿Así que la obra interior la hizo otra empresa? -preguntó Wylie examinando el plano.
– Empresa o empresas. No sabría decirles. Ya les he advertido que tendrán que hablar con mi padre.
Pero antes fueron a Valvona, donde Wylie hizo sus compras y luego le propuso a Hood comer algo allí. El consultó el reloj con gesto aparatoso.
– Venga -dijo ella-. Allí hay una mesa libre y por experiencia de otras veces, creo que es un signo propicio.
Comieron ensalada y una pizza compartiendo una botella de agua mineral. En el resto de las mesas otras parejas hacían lo mismo y Hood sonrió.
– Aquí pasamos inadvertidos -dijo.
Sí; ella sabía perfectamente que siendo poli y teniendo alrededor a gente que conoce a los polis, siempre recelas de que te puedan descubrir y acabas creyendo que es un don especial de la gente.
– ¿Te choca comprobar que no eres un leproso social?
– Más me choca comprobar que puedo dejar algo en el plato -replicó Hood mirando los restos de comida.
Después fueron a la casa que Jack Kirkwall se había construido para el retiro. Estaba en el campo, en el límite de Queensferry sur y al fondo se divisaban los dos puentes. Era una vivienda geométrica con ventanas altas y alargadas y Wylie comentó que parecía una catedral a pequeña escala.
Jack Kirkwall les recibió amablemente e insistió en que saludasen de su parte a John Rebus.
– ¿Conoce al inspector Rebus? -preguntó Wylie.
– En cierta ocasión me hizo un favor -respondió Kirkwall conteniendo la risa.
– Pues quizá pueda usted devolvérselo -dijo Hood-. Si no le falla la memoria.
– La bola la tengo perfectamente -gruñó Kirkwall.
– Señor Kirkwall, lo que quiere decir el agente Hood -terció Wylie lanzando una mirada de advertencia a su compañero- es que no tenemos ningún dato y que usted podría ser nuestro rayo de luz.
Kirkwall se animó, fue a sentarse en un sillón y les hizo seña de que tomaran asiento.
El sofá era de cuero color crema y olía a nuevo. El salón, amplio y luminoso, tenía una mullida alfombra y una pared entera de ventanales. A Wylie le dio la impresión de que allí no había nada visible del pasado de Kirkwalclass="underline" ni fotos, ni objetos de adorno o algún mueble antiguo. Era como si al jubilarse hubiera asumido una personalidad distinta con aquella decoración anodina. Pero en ese momento halló la explicación: era una casa piloto para mostrar a posibles clientes un producto de Construcciones Kirkwall.