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Lorna Grieve tocó en el brazo a uno de sus admiradores para decirle algo. Era Gordon, uno de Fife como Rebus y de edad como para ser hijo suyo.

Ahora bajaba los escalones y se abría paso tocando discretamente brazos, hombros y espaldas para llegar a su lado.

– Vaya, vaya -dijo-, qué agradable verle aquí.

– Sí, qué agradable -dijo él apurando el whisky.

Ella le preguntó si quería otro, pero Rebus rehusó con un gesto alzando la cerveza.

– Me parece que en este local no había estado nunca -dijo ella recostándose en la barra-. Acaban de contarme que el antiguo dueño no servía a mujeres ni a gente con acento inglés. Creo que me habría gustado.

– No era alguien que gustase de entrada.

– Es lo mejor, ¿no cree? -replicó ella clavándole la mirada-. También me han hablado de usted y voy a tener que dejar de llamarle Hombre mono.

– ¿Y eso?

– Porque a juzgar por lo que me han contado, muy poca gente se burla de usted.

– En los bares se dicen muchos cuentos -replicó Rebus sonriendo.;

– Aquí tienes, Lorna -era Gordon, con otro vaso. Rebus había visto a Margaret llenándolo de Armagnac-. ¿Cómo estás, John? No nos habías dicho que conocías a gente famosa.

Lorna Grieve agradeció el cumplido pero Rebus no hizo ningún comentario.

– Ni a mí me habían dicho que hubiera encantos como tú en Edimburgo -añadió ella- porque, de saberlo, no me habría ido a vivir al campo ni me habría casado jamás con un animal triste como Hugh Cordover.

– No te metas con High Chord -replicó Gordon-. Yo vi a Obscura actuando de teloneros con Barclay James en el Usher Hall.

– Irías todavía al colegio.

– Tendría unos catorce años -dijo Gordon pensativo.

– Somos unos carcamales -dijo Lorna mirando a Rebus.

Pero ella no era ninguna carcamal. Vestía ropa suelta y de vivos colores, lucía un peinado impecable y su maquillaje llamaba la atención. Entre aquellos hombres trajeados de diario, parecía una mariposa rodeada de polillas.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó Rebus.

– Beber.

– ¿Ha venido en coche?

– Me trajeron los del grupo. No crea que he venido por verle -contestó ella mirándole.

– ¿No?

– No sea tan presumido -replicó ella sacudiéndose una mota imaginaria de su chaqueta roja.

Llevaba una blusa de seda naranja y vaqueros desteñidos deshilachados en los tobillos. Calzaba unos mocasines negros de ante y no lucía joyas. Ni siquiera la alianza.

– Me gusta ir a sitios nuevos. Como mi vida es tan aburrida, esto me resulta una novedad -añadió mirando el local.

– Pobrecilla.

Ella enarcó una ceja torciendo el gesto. Gordon cambió el peso de un pie a otro y dijo que la esperaba en los escalones. Lorna asintió con la cabeza distraídamente.

– ¿Lleva todo el día bebiendo?

– ¿Le da envidia?

– Yo ese estado lo conozco bastante bien -replicó Rebus encogiéndose de hombros-. ¿Qué le parece el Oxford? -añadió volviéndose.

Ella arrugó la nariz.

– Muy en sintonía con usted.

– ¿Y eso es malo o bueno?

– Pues no lo sé -contestó ella mirándole a la cara-. Advierto en usted algo oscuro.

– Será la cerveza.

– Hablo en serio. Tenga en cuenta que todos venimos de la oscuridad y dormimos por la noche por rehuir ese hecho. Seguro que usted tiene problemas de sueño, ¿a que sí? -Rebus no contestó y el rostro de ella se animó-.Todos regresaremos un día a la oscuridad cuando se apague el sol -añadió con ojos risueños-. «Aunque mi alma caiga en la oscuridad me alzaré en plena luz.»

– ¿Es un poema?

Ella asintió.

– Pero he olvidado cómo sigue.

Se abrió la puerta y aparecieron dos caras expectantes: Grant Hood y Ellen Wylie. Hood parecía con ánimo de tomarse una copa pero no pasó de la puerta. Wylie, al ver a Rebus, le hizo seña de que saliera.

– Vuelvo enseguida -dijo a Lorna Grieve tocándole el brazo.

Se abrió paso hasta la salida; el aire de la noche era fresco y respiró profundamente varias veces.

– Perdone que le molestemos -dijo Wylie.

– Supongo que habréis venido por algo concreto -dijo él.

Comenzaba a formarse hielo en las alcantarillas y los coches aparcados en un lado de la estrecha calle tenían escarcha en el parabrisas. El cielo se cubrió de nubes mientras hablaban.

– Hemos ido a ver a Jack Kirkwall -dijo Hood.

– ¿Y qué?

– Nos ha dicho que le conoce a usted -añadió Wylie.

– Por un caso de hace años.

Hood y Wylie cruzaron una mirada.

– Cuéntaselo tú -dijo Hood.

Wylie le explicó lo que les había dicho Kirkwall y Rebus quedó pensativo.

– Me siento halagado -dijo al fin. -Nos dijo que usted nos explicaría quién era el señor Importante.

Rebus asintió:

– Así era como le llamaban los de DIC. No es muy original.

– ¿Realmente lo era? -inquirió Hood.

Rebus asintió y se apartó para dar paso a una pareja que entraba al bar. La cantante actuaba otra vez y a través de la ventana cerrada del salón trasero llegaba su voz. «Vuelvo a pensar en cosas que había dejado atrás.»

– Se llamaba Callan. Bryce Callan.

– ¿No era Big Ger Cafferty quien controlaba Edimburgo?

Rebus asintió con la cabeza.

– Sí, después de retirarse Callan a la Costa del Sol o un sitio así. Aunque no ha dejado de estar presente.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Wylie.

– Se rumorea que parte del producto del negocio de Cafferty sigue yendo a parar a España. Bryce Callan se ha convertido casi en… -no le salía la palabra.

Oyó otra estrofa que llegaba desde el salón: «Vuelvo a pensar en cosas no expresadas».

– ¿Un mito? -aventuró Wylie.

Rebus asintió y miró el escaparate de la barbería de la acera de enfrente.

– Supongo que porque no conseguimos encerrarle.

– ¿Por qué motivo se pondría Dean Coghill a malas con él?

– Por asuntos de protección tal vez -contestó Rebus encogiéndose de hombros-. En una obra se puede hacer mucho daño. Y en esos grandes proyectos hay mucho dinero en juego y unos días de trabajo suspendido representan grandes pérdidas.

– Entonces, habrá que localizar a Coghill -dijo Hood. -Suponiendo que acepte hablar con nosotros -agregó Wylie.

– Esperad a que averigüe dónde vive Bryce Callan -dijo Rebus.

«Ahora ha vuelto el pasado, insistente, surge de la oscuridad, ten mucho cuidado y mira dónde vas…»

– Mientras tanto -prosiguió- a ver si encontráis los archivos de personal de su empresa porque tendremos que saber quiénes trabajaron en esa obra.

– ¿Y si alguno no aparece? -preguntó Hood.

– Doy por supuesto que haréis una búsqueda en el registro de personas desaparecidas.

Wylie y Hood cruzaron una mirada en silencio.

– Es un trabajo ímprobo, pero hay que hacerlo -dijo Rebus-. Siendo dos tardaréis menos.

– ¿Podemos centrar la búsqueda en los últimos meses del setenta y ocho y los tres primeros del setenta y nueve?

– En principio sí. ¿Queréis tomar algo? -añadió mirando al pub.

Wyllie negó inmediatamente con la cabeza.

– Preferimos ir al Cambridge, que es más tranquilo.

– Muy bien.

– Ahí dentro -señaló con un gesto- se está como en el cuarto de escobas que nos han dado por despacho.