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– Me lo han comentado -dijo Rebus sosteniendo la mirada reprobatoria de Wylie.

– Señor, esa mujer… -añadió ella bajando la vista-, ¿no es…?

– Nos hemos encontrado aquí por casualidad -comentó Rebus.

– Sí, claro -añadió ella asintiendo despacio con la cabeza y echando a andar sin mirarle a la cara.

Hood le dio alcance y Rebus se quedó contemplándolos con la puerta entreabierta. Andaban con las cabezas juntas y seguro que él iba preguntándole quién era la mujer. Si el rumor llegaba a Saint Leonard, ya sabría de dónde procedía. Y ése sería el final del equipo de arqueólogos.

Se despertó a las cuatro con la lámpara de la mesilla encendida y el edredón caído a los pies de la cama; oyó el ruido de un motor en la calle y fue tambaleándose a la ventana a tiempo de ver una forma oscura subiendo a un taxi. Fue a tientas al cuarto de estar manteniendo el equilibrio. Le había dejado un regalo: una maqueta con cuatro canciones de los Robinson Crusoe titulada Naufragio del corazón. No era de extrañar dado el nombre del grupo. La última canción era Reproche final. La puso y escuchó un par de minutos a bajo volumen. En el suelo, junto al sofá, había una botella vacía y dos vasos; en uno quedaban aún dos dedos de whisky. Lo olió y lo llevó a la cocina para tirarlo al fregadero y llenarlo de agua, que bebió de un trago. Acto seguido bebió dos más. Seguro que no se libraba de la resaca, pero haría lo posible por superarla. Se tomó tres paracetamoles con agua y luego se llevó otro vaso al cuarto de baño. Por la toalla colgada de la barra comprendió que se había duchado. Se había duchado antes de llamar al taxi. ¿La habría despertado con sus ronquidos? ¿Habría llegado a dormirse? Se preparó la bañera y se miró en el espejo de afeitarse. Vio un rostro de piel floja desamparado. Se agachó para eructar en el lavabo y estuvo a punto de vomitar las pastillas. ¿Cuánto habían bebido? Ni lo recordaba. ¿Habían ido al piso directamente desde el Oxford? Pensaba que no, y buscó en los bolsillos algún indicio. Nada. Pero de las cincuenta libras que tenía no quedaba más que calderilla.

– Dios santo -musitó cerrando los ojos.

Tenía tortícolis y le dolía la espalda. Volvió a mirarse en el espejo. «¿Lo hicimos?» «Sí, lo más seguro es que sí.» Cerró otra vez los ojos. «¡Hostia, John!, ¿cómo has podido acostarte con Lorna Grieve?» Veinte años atrás habría dado saltos de contento; pero veinte años antes ella no estaba implicada en un caso de homicidio.

Cerró los grifos y se metió en la bañera dejándose resbalar para que el agua le cubriera la cabeza. Tal vez bastaría con aguantar un poco y todo habría acabado, pensó. Su primera equivocación con la bebida la había cometido hacía treinta años al salir de un baile estudiantil.

Y no escarmentaba, pensó, sacando la cabeza para respirar. A partir de ahora se sentiría vinculado a los Grieve, sería como un fleco más de su historia.

Y si Lorna lo divulgaba también él pasaría a la historia.

SEGUNDA PARTE. MALOS SUEÑOS EN LA OSCURIDAD

16

Jerry inició su rutina matinal en cuanto Jayne se fue a trabajar. Té, tostadas, el periódico y al cuarto de estar a oír unos discos punk de cuarenta y cinco de su adolescencia que le ponían bien para la jornada. Los de arriba darían golpes en el techo pero él les haría un corte de mangas y seguiría bailando. Tenía unos cuantos preferidos: Your generation [Tu generación], de Generation X; Don't Care [No te preocupes], de Klark Kent; y Where's captain Kirk? [¿Dónde está el capitán Kirk?], de Spizzenergi. Eran discos con portadas sobadas y era una pena lo rayados que estaban de prestarlos para fiestas. Aún recordaba el día que se colaron en un concierto de Los Ramones en la universidad en el setenta y ocho.

El single de Spizz era de mayo del setenta y nueve; tenía la fecha de compra garabateada por detrás. En aquella época él ponía la fecha en los discos y hacía anotaciones. Se compraba todas las semanas uno de los últimos éxitos, de lo mejor que sonaba; aunque no todos los compraba. Virgin, en Frederick Street, había sido la gloria para robar. Lo que no sucedía en Bruce's. El encargado de Bruce's se había ido de manager con los Simple Minds, que él había visto actuar cuando se llamaban Johnny y los Masturbadores.

Entonces todo valía la pena y tenía importancia, y los fines de semana la adrenalina te emborrachaba.

Lo único que le quedaba era el baile. Se dejó caer en el sofá. Tres discos y ya estaba hecho polvo. Se lió un porro y encendió la tele a sabiendas de que no pondrían nada que valiera la pena. Jayne hacía turno doble y no volvería hasta las nueve o las diez. Tenía doce horas por delante para fregar los platos. Había días en que le comía el gusanillo de volver a trabajar; verse sentado en una oficina, con traje y corbata tal vez, y a lo mejor adoptando decisiones y atendiendo llamadas al teléfono. Nic le contaba que tenía una secretaria. ¡Una secretaria! ¿Quién lo hubiera dicho? Se acordaba de cuando iban al colegio dando patadas a un balón por el callejón y haciendo imitaciones punk en el dormitorio. Bueno, sobre todo en el suyo, porque la madre de Nic ponía mala cara a las visitas y torcía el gesto al abrirle la puerta. La tía ya había muerto; su cuarto de estar olía a los puros Hamlet que fumaba el marido, la única persona que él conocía que no fumaba cigarrillos: tenían que ser puros. Contuvo la risa sin dejar de manipular el mando a distancia, contuvo la risa. ¡Puros! ¿Quién se creía que era? El padre de Nic gastaba chaquetas de punto y corbata… El suyo llevaba casi siempre chaleco y un cinturón que utilizaba para administrar justicia. Pero su madre era estupenda. De ninguna manera habría cambiado a sus padres por los de Nic.

– ¡De ningún modo! -exclamó.

Apagó la tele. Había apurado tanto el porro que casi le quemaba los dedos. Dio una última calada y fue a echar la colilla al váter. No le preocupaba la bofia, lo hacía porque a Jayne no le gustaba que fumase. El consideraba que la yerba era lo que le mantenía cuerdo. El Estado debería despacharla a través de la Seguridad Social para que los que estaban en sus circunstancias no se desmandaran.

Fue al baño a afeitarse para estar presentable cuando Jayne volviera del trabajo. Seguía tarareando «Captain Kirk». Era un disco estupendo; uno de los mejores. Pensó en Nic y en cómo los dos se habían hecho colegas. No se sabe nunca con quién vas a acabar congeniando. Desde los cinco años iban a la misma clase pero sólo al pasar a secundaria comenzaron a salir juntos y a escuchar a Alex Harvey y Status Quo tratando de discernir las letras que hablaban de sexo. Nic escribió un poema con centenares de versos sobre una orgía. Hacía poco que él se lo había recordado y se habían reído de lo lindo. De eso se trataba, de llegar al final del día riendo.

Se vio reflejado en el espejo con la cara llena de espuma y la maquinilla en la mano. Tenía bolsas en los ojos y patas de gallo. El tiempo pasaba. Jayne no dejaba de hablar de niños y del paso del tiempo. Pero la verdad es que no le apetecía ser padre; Nic le repetía que arruinaba la relación de pareja. Había tíos en su oficina que no habían vuelto a follar desde que habían tenido un crío; se pasaban meses y años sin hacerlo. Y la maternidad hacía que las mujeres se abandonaran. Nic arrugaba la nariz de asco.

«No es una perspectiva muy halagüeña, ¿eh?», decía Nic.

Él le daba la razón.

Había imaginado que al terminar los estudios trabajarían los dos juntos en una fábrica o algo similar, pero Nic le dejó de una pieza al decirle que iba a preparar un curso para el ingreso en la enseñanza superior. No habían dejado de verse, pero Nic a partir de entonces siempre tenía la habitación llena de libros, unos libros que él no entendía. Luego, Nic fue a Napier tres cursos seguidos, siempre con más libros y trabajos para hacer por escrito. Se veían algunos fines de semana, casi nunca en días laborables, y algún viernes por la noche iban a una discoteca o un concierto de Iggy Pop, Gang of Tour o los Stones en el Playhouse. Nic casi nunca le presentaba a sus compañeros a no ser que coincidieran en algún concierto. Un par de veces fueron a un pub, y una vez que él ligó con una, Nic le sacó del local agarrándole del brazo. «¿Qué diría Jayne?»