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En su mesa de despacho encontró más de diez mensajes. Reconoció un par de nombres de dos periodistas locales que habían llamado tres veces cada uno. Cerró los ojos y musitó una palabra que habría hecho que su abuela se tapase los oídos. Luego, bajó a la sala de comunicaciones a buscar el News. Aparecía en primera página: misteriosa tragedia del mendigo millonario. Como no tenían foto de Mackie publicaban la del lugar del suicidio. No decían mucho: muy conocido en el centro de Edimburgo… Cuenta bancaria de seis cifras… La policía trataba de averiguar si tenía familia «con derecho al dinero».

La peor pesadilla de Siobhan Clarke.

Cuando subió sonaba el teléfono y Hi-Ho Silvers se acercó a su mesa andando de rodillas con las manos juntas, implorante.

– Soy un hijo suyo natural. ¡Hacedme la prueba del ADN, pero por Dios bendito dadme la pasta!

Hubo una carcajada general en el DIC y un compañero exclamó señalando el teléfono: «¡Te están llamando!». Se movilizarían todos los chalados y falsarios del país marcando el 999 de Fettes, pero allí se los quitarían de encima diciendo que era un caso de Saint Leonard.

Todos para ella.

Se dio media vuelta y salió sin hacer caso de las bromas de sus compañeros.

Volvió a hacer una ronda por la calle preguntando por Mackie. Sabía que tenía que actuar rápido porque las noticias vuelan y no tardaría en aparecer gente diciendo que le conocían, que era su mejor amigo, su sobrino, su albacea. Ya comenzaban a conocerla los mendigos y la llamaban «muñeca» y «jovencita». Preguntó también a los vagabundos jóvenes, no los que vendían Big Issue sino a los que dormían en los soportales y entradas de las tiendas envueltos en mantas. Estaba guareciéndose de un chaparrón en la entrada de la librería Thin's cuando llegó uno con quien ella había hablado, sin manta y con un móvil pegado a la oreja protestando porque no llegaba el taxi, pero hizo como si no la conociera y siguió hablando por teléfono.

Al pie del Mound no había muchos. Sólo dos jóvenes con coleta y sus respectivos perros callejeros lamiéndose mientras los amos compartían una lata de cerveza fuerte.

– Lo siento, no lo conocemos. ¿No tendría un pitillo?

Se había acostumbrado a llevar un paquete y les ofreció sonriendo al ver que cogían dos cada uno. Volvió a subir al Mound. John Rebus le había contado que aquella colina la habían hecho con escombros de la ciudad nueva y que el que había sugerido la idea tenía una tienda en la cumbre, pero el auge de la construcción había condenado su negocio a la demolición. A Rebus le parecía una historia divertida y aleccionadora.

– ¿En qué sentido?

– Es la historia de Escocia misma -respondió él sin más explicaciones.

Clark pensó si no sería una referencia a la independencia, a las ideas de autogestión y autodestrucción. A él parecía divertirle que si la presionaban, ella defendía la independencia y la fastidiaba diciendo que era una espía inglesa enviada para echar por tierra el proceso; la llamaba «colonizadora» y «escocesa nueva». Nunca sabía cuándo hablaba en serio. La gente en Edimburgo era así: cerrada, reservada. A veces pensaba que era como un flirteo en el que las burlas y bromas formaban parte de un ritual de apareamiento tanto más complejo por consistir en insinuaciones más que en zalamerías.

Conocía a Rebus desde hacía unos años pero seguían sin ser verdaderos amigos. Desde luego, John Rebus no se veía con los compañeros fuera del trabajo, y sólo aceptaba su compañía cuando le invitaba a los partidos del Hibs. Su única afición era la bebida en locales concurridos por pocas mujeres, antiguos pubs casi prehistóricos.

Había tenido una relación intermitente con la doctora Patience Aitken, pero era una historia acabada, aunque él no le había comentado nada. Al principio había pensado que era tímido o raro, pero ahora ya no creía que fuera por eso. Parecía más bien una estrategia pensada. No se lo imaginaba saliendo con miembros de un club de solteros como Derek Linford. Linford, otro de sus leves errores. No había vuelto a hablar con él desde que habían estado en el Dome. Linford le dejó un mensaje en el contestador: «Espero que se te haya pasado». ¡Cómo si la culpa fuese de ella! Estuvo a punto de llamarle para exigirle disculpas, pero pensó que tal vez era el juego que él se traía para inducirla a que tomara la iniciativa y reanudar la relación.

Tal vez la locura de John Rebus fuese algo metódico. Desde luego había mucho a favor de las noches tranquilas con un vídeo de alquiler, una ginebra y un paquete de Pringle's, sin necesidad de estar pendiente de nadie y bailando a solas con tu propia música. En las fiestas y discotecas siempre le daba cierto apuro por el hecho de ser observada y catalogada por ojos extraños.

Pero por la mañana en la oficina siempre preguntaban lo mismo: «¿Qué hiciste anoche?». Una pregunta inocente en sí, pero a ella le molestaba tener que responder: «Poca cosa. ¿Y tú?». Porque pronunciar la palabra sola implicaba que eras una solitaria.

O que estás disponible. O que tienes algo que ocultar.

En Hunter Square tampoco había nadie salvo dos turistas mirando un mapa. El café que había tomado estaba pidiendo salida a gritos y se dirigió a los váteres públicos. Al salir de la cabina vio a una mujer junto a los lavabos rebuscando en unas bolsas. «Bolseras» las llamaban en Estados Unidos. El chaquetón acolchado que llevaba estaba sucio y descosido en las hombreras y el cuello. Tenía el pelo corto y sucio y las mejillas enrojecidas de vivir al aire libre. Hablaba sola buscando algo: una hamburguesa empezada y envuelta en papel. La puso debajo del secador de manos para calentarla bajo el chorro de aire dándole vueltas. Clarke la miraba fascinada, sin saber si sentía miedo o admiración. La mujer se daba cuenta de que la observaban pero seguía a lo suyo. Al apagarse la máquina volvió a apretar el botón y dijo:

– Eres una sinvergüenza curiosilla, ¿eh? ¿Te ríes de mí? -añadió volviéndose hacia ella.

– Sinvergüenza… -repitió Clarke.

– Vamos, que te divierte. Yo no soy sinvergüenza, por cierto.

Clarke dio un paso atrás.

– ¿No lo haría mejor desenvolviéndola?

– ¿Qué?

– Así la calientas por dentro.

– ¿Insinúas que soy una torpe?

– No, únicamente…

– Ah, claro, tú eres una sabionda, ¿no? La suerte que he tenido de que pasaras por aquí. ¿Tienes cincuenta peniques?

– No hay de qué.

La mujer lanzó un bufido.

– Aquí los chistes los hago yo -dijo catando la hamburguesa y hablando con la boca llena.

– Pues no entendí lo de antes -dijo Clarke.

– Te decía si eres lesbiana -respondió la mujer con la boca llena-. Los hombres que andan por los servicios son maricas, ¿no?

– Tú estás en unos servicios.

– Pero yo no soy lesbiana -replicó dando otro bocado.

– ¿Conoces por casualidad a un tal Mackie?

– ¿Por qué lo preguntas?

Clarke sacó el carnet de policía.

– ¿Sabes que Chris ha muerto?

La mujer dejó de masticar e intentó tragar lo que tenía en la boca pero no lo logró y acabó escupiéndolo en el suelo. Se acercó a un lavabo y se llevó agua a la boca en el cuenco de las manos. Clarke se acercó a ella.

– Se tiró por el puente North. Le conocías, ¿verdad?

La mujer no dejaba de mirarse en el espejo salpicado de jabón. Sus ojos, aunque oscuros y resabiados, eran más juveniles y menos castigados que el rostro. Clarke pensó que tendría treinta y tantos años, aunque en un mal día podría aparentar más de cincuenta.

– A Mackie le conocíamos todos.

– Pero no todos reaccionan como tú.

La mujer sostenía la hamburguesa en la mano contemplándola como dispuesta a tirarla, pero se lo pensó mejor y la envolvió de nuevo para guardarla en una de las bolsas.