– No sé por qué me ha impresionado -replicó-. Todos los días muere gente.
– ¿Erais amigos?
– ¿Me invitas a un té? -dijo la mujer mirándola.
Clarke asintió con la cabeza.
En el café más a mano no les permitieron entrar. Ante las protestas de Clarke, el encargado alegó que la mujer molestaría pidiendo en las mesas. Fueron a otro bar.
– En éste tampoco me dejan entrar -dijo la mujer.
Clarke optó por entrar ella a comprar dos tés y un par de bollos pegajosos y se sentaron en Hunter Square expuestas a las miradas de los viajeros del segundo piso de los autobuses. La mendiga les dirigía de vez en cuando un corte de mangas disuasorio.
– Qué mala soy -comentó.
Clarke anotó cómo se llamaba: Dezzi, diminutivo de Desiderata, aunque no era su verdadero nombre.
– Ése me lo dejé en casa.
– ¿Cuándo te marchaste, Dezzi?
– No recuerdo. Debe de hacer muchos años.
– ¿Siempre has vivido en Edimburgo?
La mujer negó con la cabeza.
– He andado por todas partes. El verano pasado fui en autobús a una comuna de Gales. No sé qué se me habría perdido allí. ¿Tienes un pitillo?
Clarke le ofreció uno.
– ¿Por qué te marchaste de casa?
– Lo que dije: una curiosilla.
– Bueno, ¿qué sabes de Chris?
– Yo le llamaba Mackie.
– ¿Y él cómo te llamaba?
– Dezzi -contestó mirándola-. ¿Qué intentas, averiguar mi apellido?
– Te juro que no -respondió Clarke negando con la cabeza.
– Sí, claro, en la poli se puede confiar lo que dura el día.
– Es cierto.
– Pero es que en esta época del año el día dura bien poco.
Clarke se echó a reír.
– Ahí me has hecho picar -dijo, intentando congraciarse con ella para averiguar si aquella mujer sabía algo de Mackie y estaba al tanto de que la policía indagaba, o había leído el artículo del News-. Bueno, ¿qué puedes decirme de Mackie?
– Que fuimos novios unas semanas -contestó con una sonrisa que iluminó su rostro-. Unas semanas locas.
– ¿Cómo de locas?
– Lo bastante para que nos detuvieran -contestó enarcando las cejas-, no te digo más -añadió dando un bocado al bollo y a continuación una calada al cigarrillo.
– ¿Te contó algo de su vida?
– Ahora que está muerto, ¿qué puede importar?
– A mí me importa para averiguar el motivo del suicidio.
– ¿Por qué se suicida la gente?
– Yo no lo sé.
La mujer dio un sorbo de té.
– Porque se rinden.
– ¿Eso es lo que le sucedió a él, que se rindió?
– Con toda la mierda de este mundo… -dijo Dezzi moviendo la cabeza-. Yo intenté una vez cortarme las venas rajándome las muñecas con un vidrio. Me dieron ocho puntos -añadió volviendo hacia arriba la muñeca, pero Clarke no vio señal de cicatrices-. No debí de hacerlo muy en serio, ¿verdad?
Clarke sabía que muchos mendigos eran enfermos mentales y de pronto se preguntó si Dezzi no estaría contándole patrañas.
– ¿Cuándo viste a Mackie por última vez?
– Hará unas dos semanas.
– ¿Qué impresión te dio?
– Buena -respondió la mendiga metiéndose en la boca el último trozo del bollo, que deglutió con un sorbo de té antes de seguir fumando.
– Dezzi, ¿de verdad que le conocías?
– ¿Pero qué dices?
– No me has contado nada de él.
Vio que se molestaba y temió que se fuese.
– Si le tenías afecto -añadió- ayúdame a saber cómo era.
– Nadie conocía a fondo a Mackie. Era muy reservado.
– ¿Pero a ti te hizo confidencias?
– No creas, sólo me contó algunas historias… pero debían de ser cuentos.
– ¿Historias, cómo?
– Me habló de sitios en que había estado, en Estados Unidos, Singapur y Australia. Yo pensé que habría navegado en la marina o algo así, pero él me dijo que no.
– ¿Tenía una buena formación?
– Sí que sabía cosas, y estoy convencida de que había estado en Estados Unidos, pero en los otros sitios, no sé. Londres sí que lo conocía porque sabía por dónde pasan turistas y las estaciones del metro. Cuando nos conocimos…
– ¿Qué?
Clarke estaba aterida y no sentía los pies de puro frío.
– No sé, me dio la impresión de que estaba de paso. Como si pensara marcharse a algún sitio.
– Pero no se fue.
– No.
– ¿Quieres decir que era vagabundo más por decisión propia que por necesidad?
– Tal vez -respondió Dezzi abriendo mucho los ojos.
– ¿Qué sucede?
– Puedo demostrarte que le conocía.
– ¿Cómo?
– Por un regalo que me hizo.
– ¿Qué regalo?
– Pero como a mí en realidad no me servía… lo di.
– ¿Lo regalaste?
– Bueno, lo vendí en una tienda de objetos usados de Nicolson Street.
– ¿Qué regalo era?
– Una especie de cartera, pero no cabían muchas cosas. Aunque era de cuero.
Mackie había llevado el dinero a la caja de ahorros en una cartera.
– La habrán vendido -comentó Clarke.
Dezzi negó con la cabeza.
– No, la lleva el dueño; yo le he visto con ella. Era de cuero, y el cabrón me dio sólo cinco libras.
Nicolson Street estaba cerca de Hunter Square. La tienda era como un rastro de pasillos estrechos llenos de montones de artículos usados: libros, casetes, tocadiscos y cazuelas. Había aspiradoras, de las que colgaban boas de plumas y, en el suelo, tarjetas postales y cómics viejos. Además de electrodomésticos, juegos de salón y rompecabezas; macetas y sartenes, guitarras y atriles. El dueño, un asiático, dijo que no conocía a Dezzi. Clarke le enseñó el carnet y le pidió que sacara la cartera.
– Cinco libras me pagó -farfulló la mendiga- y es de cuero auténtico…
El hombre se resistió a enseñarla hasta que Clarke le mencionó que la comisaría de Saint Leonard no estaba lejos. Al fin se agachó y puso en el mostrador una cartera negra rozada. Clarke le pidió que la abriera y vio un periódico, un paquete con el almuerzo y un fajo de billetes. Dezzi se acercó a fisgar, pero el hombre la cerró de golpe.
– ¿Quiere algo más? -preguntó el hombre.
Clarke señaló una esquina que se notaba más rozada.
– ¿Esto de qué es?
– Como no eran mis iniciales, las borré.
Clarke miró con detenimiento pensando si Valerie Briggs sería capaz de identificarla.
– ¿Recuerdas las iniciales que había? -dijo a Dezzi.
La mendiga negó con la cabeza sin dejar de observar la marca.
No había mucha luz en la tienda y era difícil ver bien los trazos.
– ¿Eran ADC? -aventuró Clarke.
– Creo que sí -contestó el tendero-. Y te la pagué bien -añadió esgrimiendo un dedo contra Dezzi.
– Bien me robaste, cabrón. Ponle las esposas -añadió dando un codazo a Clarke.
Clarke cavilaba si ADC serían realmente las iniciales de Mackie.
¿O sería otra pista que no llevaba a ninguna parte?
En Saint Leonard pensó que era una tonta por no haber examinado antes el atestado de la detención de Mackie. En agosto de mil novecientos noventa y siete, Christopher Mackie y una tal Desiderata (se había negado a dar su apellido a la policía) fueron detenidos por «exhibicionismo indecente» en la escalinata de una iglesia de Bruntsfield.