Agosto era la época del festival de Edimburgo y a Clarke le chocó que no los hubiesen tomado por actores de teatro callejero.
El agente de la comisaría de Torphichen que los había detenido se llamaba Rod Harken y recordaba muy bien el incidente.
– A ella la multamos y la tuvimos unos días encerrada por negarse a darnos el nombre -dijo el hombre por teléfono.
– ¿Y su compañero?
– Creo que salió en libertad condicional.
– ¿Por qué?
– Porque el pobre estaba comatoso.
– No le entiendo.
– Pues se lo explico. Ella estaba montada encima de él sin bragas y con la falda subida intentando quitarle los pantalones. Tuvimos que despertarle para traerle a la comisaría -añadió Harken conteniendo la risa.
– ¿Les hicieron foto?
– ¿En la escalinata? -replicó Harken a punto de echarse a reír.
– No. En la escalinata no -replicó Clarke en tono circunspecto-En Torphichen.
– Ah, sí, les hicimos fotos.
– ¿Las conservan?
– Pues, no sé.
– Bien, compruébelo -dijo Clarke-. Por favor -añadió.
– Bueno, sí -dijo Harken a regañadientes.
– Gracias.
Colgó. Una hora después le enviaron las fotos con un coche patrulla. Las de Mackie eran mejores que las del albergue. Miró sus ojos desenfocados. Tenía el cabello mucho más oscuro y peinado hacia atrás; su rostro era más bronceado o curtido de vivir al aire libre y llevaba barba de un par de días, pero no tenía peor aspecto que muchos turistas de mochila. Advirtió en él una mirada extraña como si por más que durmiese nunca fuera a olvidar lo que había visto. Clarke no pudo contener una sonrisa al ver las fotos de Dezzi: sonreía como si estuviera en el mejor de los mundos, ajena a todo.
Harken había anotado en el sobre: «Otra cosa. Interrogamos a Mackie a propósito del incidente y nos dijo que él no era ya ningún "bruto sexual" pero por un error en la transcripción le tuvimos encerrado unas horas para comprobar si era delincuente sexual. No tenía antecedentes».
Sonó de nuevo el teléfono y le dijeron del mostrador de entrada que tenía visita.
Era un hombre bajo, gordo y rubicundo. Vestía un traje príncipe de Gales a cuadros con chaleco y se enjugaba la frente con un pañuelo del tamaño de un mantel. Tenía una calva reluciente pero con bastante pelo a los lados, que se peinaba sobre las orejas. Dijo llamarse Gerald Sithing.
– He leído esta mañana en el periódico lo de Chris Mackie y me he llevado un disgusto -dijo con voz trémula clavando en ella sus ojillos.
– ¿Usted le conocía? -preguntó Clarke cruzando los brazos.
– Oh, sí, desde hacía años.
– ¿Podría describírmelo?
El hombre la miró y dio una palmada.
– Ah, claro, cree que soy un chalado que viene a reclamar su fortuna -dijo con una risa seca.
– ¿No lo es?
El hombre se enderezó y dio de carrerilla una correcta descripción física de Mackie. Clarke se rascó la nariz.
– Venga por aquí, por favor.
Había un cuarto de interrogatorios a un lado del mostrador. Hizo pasar al hombre y cerró. A veces servía de almacén pero aquel día no había nada; sólo una mesa y dos sillas, con las paredes desnudas y ni cenicero ni papelera.
Sithing se sentó y miró intrigado el cuarto. Clarke, de rascarse la nariz había pasado a pellizcársela. Empezaba a dolerle la cabeza y se sentía exhausta.
– ¿Cómo conoció al señor Mackie?
– Por pura casualidad. En uno de los paseos diarios que yo daba entonces por los Meadows.
– ¿Cuándo?
– Oh, hará siete u ocho años. Hacía un espléndido día de verano y fui a sentarme en un banco en el que había un hombre… desaliñado, un vagabundo. Y empezamos a hablar. Creo que fui yo quien rompió el hielo, comentando algo sobre el buen tiempo.
– ¿Y él era el señor Mackie?
– Exacto.
– ¿Dónde vivía en aquel entonces?
Sithing volvió a reírse.
– ¿Sigue desconfiando, verdad? -dijo, esgrimiendo un dedo como una salchicha-. Vivía en una especie de albergue del Grassmarket. Al día siguiente nos encontramos allí y luego adquirimos la costumbre de vernos. A mí me agradaba.
– ¿De qué hablaban?
– Del mundo y de cómo lo destruíamos. A él le interesaba Edimburgo por lo mucho que está cambiando su arquitectura. Era muy anti.
– ¿Muy anti?
– Estaba en contra de las nuevas construcciones. Tal vez al final no pudo aguantarlo.
– ¿Se suicidó en protesta por la arquitectura fea?
– La desesperación tiene diversas causas -replicó el hombre en tono admonitorio.
– Disculpe si le he parecido…
– Oh, no es culpa suya. Es porque está cansada.
– ¿Tanto se me nota?
– Seguramente Cristo también estaba cansado. Es lo que quería decir.
– ¿Le habló Mackie de su vida?
– Algo me contó. Me hablaba del albergue y de la gente que conocía…
– Me refiero a su pasado. ¿Le contó su vida anterior a la calle?
Sithing negó con la cabeza.
– Él prefería escuchar porque Rossylin le tenía fascinado.
Clarke creyó haber oído mal.
– ¿Rosalind? -preguntó.
– Rossylin. El Templo.
– ¿Qué pasa con la iglesia?
– Yo le he dedicado toda mi vida -dijo Sithing inclinándose-. ¿No ha oído hablar de los Caballeros de Rossylin?
Clarke comenzaba a encontrarse mal. Dijo que no. Le dolían las órbitas de los ojos.
– Pero ¿sabrá que en el dos mil será revelado el secreto de Rossylin?
– ¿Qué es eso, algo de la New Age?
– Es histórico -replicó el hombre con desdén.
– ¿Cree usted que Rossylin es un lugar… especial?
– ¿Por qué, si no, voló Rudolf Hess a Escocia? Hitler estaba obsesionado con el Arca de la Alianza.
– Lo sé. He visto tres veces En busca del arca perdida. ¿Pretende usted decirme que Harrison Ford se equivocó de lugar?
– Ríase si quiere -dijo Sithing con gesto despreciativo.
– ¿Era ése su tema de conversación con Chris Mackie?
– ¡Él era un acólito! -respondió el hombre dando un palmetazo en la mesa-. Era un creyente.
– ¿Usted sabía que tenía dinero? -preguntó Clarke levantándose.
– ¡El habría querido que fuera a parar a los Caballeros!
– ¿Sabe usted algún dato sobre él?
– Nos dio cien libras para nuestras investigaciones. Bajo el suelo del templo, allí es donde está enterrado.
– ¿El qué?
– ¡El portal! ¡La puerta!
Clarke abrió la puerta y agarró a Sithing del brazo, un miembro blando como sin huesos.
– Fuera -ordenó.
– ¡El dinero pertenece a los Caballeros! ¡Éramos su familia!
– Fuera -repitió Clarke.
Apenas se resistió. Lo introdujo en la puerta giratoria y la empujó para echarle a la calle Saint Leonard, donde el hombre se volvió a mirarla furioso. Tenía la cara más enrojecida aún de rabia y le caían mechones de pelo sobre los ojos. Comenzó despotricar pero ella le dio la espalda. Vio que el sargento del mostrador la miraba con una sonrisita.
– No se le ocurra -le advirtió ella.
– Me he enterado de que mi tío Chris ha muerto -dijo el hombre sin hacer caso de su aviso cuando Clarke subía la escalera-. Me dijo que me dejaría algo en herencia. ¿Qué posibilidades tengo, Siobhan? ¡Ande, sólo algunas libras de mi querido tío Chris!
Sonaba el teléfono cuando llegó a su mesa y lo descolgó frotándose las sienes con la mano libre.