– ¡Diga! -exclamó.
– Oiga… -era una voz de mujer.
– ¿Quién es, la hermana desconocida del mendigo? -preguntó dejándose caer en la silla.
– Soy Sandra. Sandra Carnegie.
Aquel nombre no le decía nada.
Cerró los ojos.
– La otra noche fuimos al Marina.
– Ah, sí, perdona, Sandra.
– Llamaba por si se sabía…
– Es que he tenido un día tremendo -añadió Clarke.
– … algo, porque como no me dicen nada…
Clarke suspiró.
– Lo siento, Sandra. Ya no llevo yo el caso. ¿Con quién trataste en Delitos Sexuales?
Sandra Carnegie balbució algo ininteligible.
– No te entiendo.
– ¡Digo que sois todos iguales! -le espetó Sandra enfurecida-. ¡Fingís que os preocupa pero no hacéis nada por detenerle! Cada vez que salgo me pregunto si me estará acechando. ¿En el autobús, cuando cruzo la acera…? -añadió casi sollozando-. Yo creía que tú… que habíamos…
– Lo siento, Sandra.
– ¡Deja de decir eso, por Dios!
– Tal vez si yo hablo con los agentes de Delitos Sexuales…
Habían cortado. Colgó; luego volvió a coger el receptor y lo dejó sobre la mesa. Tenía el número de Sandra en algún sitio, pero con tanto caos de papeles tardaría horas en encontrarlo.
Cada vez le dolía más la cabeza.
Los farsantes y los lunáticos no la dejarían en paz.
¿Qué clase de trabajo era el suyo que hacía que una se sintiera tan mal consigo misma?
17
La buena mañana invitaba a un largo viaje en coche. El cielo era azul claro con nubecillas, casi no había tráfico y en el casete sonaba Page/Plant. Un viaje le ayudaría a despejar la cabeza, con el valor añadido de librarse de la reunión matinal. Le dejaba a Linford todo el protagonismo.
Salió de Edimburgo de cara al tráfico de entrada de la hora punta. En Queensferry Road los coches avanzaban despacio y en la circunvalación de Barnton había la caravana habitual. Vio nieve en el techo de algunos coches y en los camiones de grava que habían salido al amanecer. Paró en una gasolinera a repostar y a tomarse otros dos paracetamoles con una lata de Irn-Bru. Al cruzar el puente Forth vio que en el del ferrocarril habían instalado el reloj del Milenio; era un recordatorio que a él le sobraba. Recordó un viaje a París con su ex mujer; haría… ¿veinte años? Allí había un reloj igual frente al centro Beaubourg, pero no funcionaba.
Hacía un viaje al pasado, rememorando las vacaciones de su infancia. Al salir de la M90 vio que aún faltaban más de treinta kilómetros. ¿Tan lejos estaba Saint Andrew? Era un vecino quien solía llevarles allí: su padre, su madre y él y su hermano. Tres personas apretujadas en el asiento de atrás, con las bolsas entre las piernas y la pelota y las toallas en el regazo. El viaje duraba una mañana entera y los vecinos les despedían agitando la mano como si fueran de expedición. Una expedición al mundo desconocido del Fife nororiental con destino al camping de caravanas, donde les aguardaba una de alquiler con cuatro literas y olor a alcanfor y a lámpara de gas. Por la noche iban al barracón de los servicios, lleno de insectos, de polillas y arañas patudas cuya sombra agigantada se proyectaba sobre las paredes enjalbegadas. Después volvían a jugar a las cartas y al dominó en la caravana y ganaba casi siempre su padre, a no ser que su madre le convenciera para que no hiciese trampa.
Eran dos semanas; las llamaban «la quincena de la feria de Glasgow». En Saint Andrew no había feria y a veces llovía una semana seguida. Se ponían los impermeables de plástico y daban paseos desapacibles, y cuando despuntaba el sol aún se notaba el frío; a él y a su hermano se les amorataba la piel jugando en el mar del Norte y saludando con la mano a los barcos que surcaban el horizonte; su padre les decía que eran barcos rusos que venían a espiar una base de la RAF que se encontraba cerca de allí.
Cuando sólo faltaban unos kilómetros, lo primero que vio fue el campo de golf, y nada más entrar en Saint Andrew tuvo la impresión de que el pueblo no había cambiado. ¿Se habría detenido el tiempo? ¿Dónde estaba la calle principal con sus zapaterías, tiendas de ofertas y cadenas de comida rápida? Bueno, Saint Andrew podía pasarse sin ellas. Reconoció el lugar que ocupaba antaño una tienda de juguetes, convertida ahora en heladería. Vio un salón de té, unos antiguos almacenes… y estudiantes; estudiantes por doquier. Alegres y bulliciosos. Miró los letreros de las calles; aunque era una localidad pequeña de seis o siete calles importantes, se despistó dos veces antes de dar con un antiguo arco de piedra.
Aparcó junto a un pequeño cementerio. Enfrente había una verja con portón que daba paso a un edificio neogótico que más parecía iglesia que colegio, aunque el letrero de la entrada no dejaba lugar a dudas: Academia Haugh.
Se preguntó si sería necesario cerrar el coche; lo hizo de todos modos, por la fuerza de la costumbre.
Un grupo de quinceañeras se dirigía al edificio. Todas vestían blazer y falda gris, con blusa blanca impecable y corbatín escolar ajustado. En la entrada había una mujer con un abrigo largo de lana negra.
– ¿El inspector Rebus? -preguntó cuando él se disponía a entrar. El hizo un gesto afirmativo-. Soy Billie Collins -añadió ella tendiendo rápido la mano y dándole un firme apretón.
En aquel momento pasó por su lado una alumna con la cabeza gacha y Collins, chasqueando la lengua, la agarró del hombro.
– Millie Jenkins, ¿has terminado los deberes?
– Sí, señorita Collins.
– ¿Los ha visto la señorita McCallister?
– Sí, señorita Collins.
– Puedes irte.
La soltó y la chica se fue como quien huye del diablo.
– ¡No corras, Millie! ¡Camina! -exclamó la profesora, y siguió mirándola para ver si obedecía. Se volvió hacia Rebus-. Ya que hace tan buen día, he pensado que podríamos dar un paseo.
Rebus asintió con la cabeza preguntándose si no habría algún otro motivo para que no le hiciera entrar en el colegio.
– Saint Andrew me trae recuerdos -dijo Rebus.
Caminaban cuesta abajo cruzando un puente sobre un riachuelo; a la izquierda se veía el puerto con su malecón y el mar cerraba la panorámica. Rebus señaló hacia la derecha pero bajó el brazo temiéndose que ella le dijera: «¡No señales, John Rebus!».
– Veníamos aquí de vacaciones… a ese camping de ahí arriba.
– Kinkell Braes -dijo Collins.
– Eso es. Había un campo de golf. Mire, aún se aprecia el contorno -añadió señalando con un gesto.
Tenían la playa a sus pies. Un paseante solitario, que iba con un perro labrador, al llegar junto a ellos les saludó con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Un saludo típicamente escocés, más evasivo que otra cosa. Al perro le chorreaba el pelo del vientre por haber entrado en el agua. Desde el mar soplaba un viento helado y cortante, y Rebus pensó que Billie Collins lo habría calificado de tonificante.
– ¿Sabe que es el segundo policía con quien hablo desde que estoy aquí? -dijo ella.
– Aquí no habrá mucha delincuencia.
– Únicamente los clásicos escándalos estudiantiles.
– ¿Cuál fue la otra ocasión?
– ¿Cómo dice?
– La otra ocasión en que habló con un policía.
– Ah, el mes pasado; por lo de la mano cortada.
Rebus asintió. Lo había leído en el periódico: una broma estudiantil; en el aula de anatomía habían robado miembros humanos que aparecieron después esparcidos por el pueblo.
– Se llama el día de la Pasa -comentó Billie Collins.
Era alta y huesuda, de pómulos marcados y cabello negro de aspecto quebradizo. También Seona Grieve era profesora. Roddy Grieve se había casado con dos maestras. Su perfil mostraba una frente protuberante, ojos hundidos y nariz puntiaguda. A sus rasgos masculinos unía una voz fuerte y profunda. Llevaba zapatos negros de tacón bajo, una falda azul marino por debajo de las rodillas y un suéter azul de lana con un gran broche celta.