– ¿Cómo reaccionó Peter cuando se enteró de que su padre había muerto?
Ella se detuvo y se volvió hacia él.
– ¿Qué trata de insinuar?
– Tiene gracia, yo estaba pensando en qué es lo que usted trata de ocultar.
– Bueno, pues así estamos en paz, ¿no? -replicó ella cruzando los brazos.
– Sólo quiero saber si se llevaban bien, porque la última canción que compuso Peter sobre su padre se titula Reproche final, y no creo que aluda precisamente a afecto y buena armonía.
Estaban en lo alto del sendero, ya frente a las filas de caravanas con las ventanas vacías aguardando la llegada del verano, con las bombonas de gas y los ánimos calmados.
– ¿Aquí venía de vacaciones? -preguntó Billie Collins mirando a su alrededor, el monótono campamento y el mar del Norte embravecido, haciendo abstracción de la simple anécdota-. Pobrecillo.
– Reproche final es un buen título -pensó en voz alta-. A mí me costó años entender al clan, inspector. No se esfuerce y busque algo verosímil.
– ¿Como qué?
– Evoque el pasado para que esta vez dé resultado.
– Podría colocarme una mesa redonda en mi cuarto de estar. Aunque eso no me convierta necesariamente en Merlín -replicó él.
Fue por la carretera de la costa hasta Kirkcaldy y paró a almorzar en el golf Lundin. El padre de un cliente amigo suyo del Oxford era el dueño del hotel Old Manor y Rebus le había prometido pasar un día por allí. Comió sopa de marisco y pescado del día guisado con sencillez y acompañado de agua mineral, tratando de no escarbar en el pasado, en el pasado de nadie. Después, George hizo de cicerone. Desde el bar se disfrutaba de una vista impresionante del campo de golf completamente rodeado por un mar que moría en el horizonte. Un rayo de sol atravesó las nubes y Bass Rock apareció ante sus ojos como una pepita de platino.
– ¿Usted juega? -preguntó George.
– ¿Cómo? -replicó Rebus sin apartar la vista del panorama.
– Si juega al golf.
Rebus negó con la cabeza.
– Lo probé cuando era niño pero no se me daba bien-añadió apartando al fin la mirada de la vista-. ¿Cómo puede usted ir a beber al Oxford teniendo aquí esto?
– Yo sólo bebo de noche, John, y cuando oscurece no se ve nada de esto.
Tenía razón. La oscuridad puede hacerte olvidar la más inmediata realidad. La oscuridad engulliría el camping, el campo de golf y la torre de Saint Rule. Engulliría delitos, agravios y remordimientos. Si cedías a su imperio comenzabas a distinguir bultos invisibles para los demás, pero que no podías definir: movimiento tras una cortina, sombras en un callejón.
– ¿Ve cómo brilla Bass Rock?
– Sí.
– Es el reflejo del sol en las cagarrutas de las aves -dijo levantándose-. No, quédese aquí, que traeré café.
Rebus siguió junto al ventanal contemplando el magnífico día de diciembre, cagarrutas incluidas, mientras sus pensamientos daban continuas vueltas en la oscuridad. ¿Qué le esperaba en Edimburgo? ¿Querría verle Lorna? George regresó con el café y le dijo que había una habitación libre.
– Me parece que no le vendrían mal unas horas de descanso.
– Por Dios, hombre, no me tiente -respondió Rebus tomándose el café.
18
Los pasillos del hospital tenían una buena insonorización y las enfermeras cruzaban las puertas como flechas mientras los médicos, con sus tablillas sujetapapeles, hacían la ronda. No había camas, sólo salas de espera, cuartos de reconocimiento y despachos. A Derek Linford no le gustaban los hospitales porque había visto morir a su madre en un hospital. Su padre aún vivía pero casi no se hablaban; sólo se llamaban alguna vez por teléfono. En cuanto él tuvo edad de votar y votó a los conservadores, se ganó el repudio del padre. Así era el hombre, tozudo y lleno de rencor absurdo. Derek le había objetado con sorna: «¿Cómo vas a ser tú de la clase trabajadora si hace veinte años que no trabajas?». Era cierto, cobraba una pensión de invalidez permanente por un accidente en la mina. Una invalidez que aparecía a su conveniencia, pero nunca cuando iba al pub con sus amigos. Mientras, la madre se dejó la piel en la fábrica hasta que la enfermedad se la llevó por delante.
Derek Linford había hecho carrera no a pesar de sus orígenes sino precisamente por ellos, ascendiendo en la jerarquía para fastidiar a su padre y hacerle saber a su madre que era él quien tenía razón. El viejo, no tan viejo a sus cincuenta y ocho años, seguía viviendo en una casa pareada, de protección oficial. Linford pasaba a veces en coche por delante de ella, aminorando la marcha sin importarle que le viera. A veces un vecino le saludaba con la mano al reconocerle. ¿Se lo contaría a su padre? «Vi a Derek el otro día por aquí. ¿Así que seguís viéndoos…?» Se preguntaba cuál sería la reacción de su padre; un gruñido, seguramente, y vuelta a enfrascarse en las páginas de deportes y en sus crucigramas rápidos. Cuando él era estudiante su padre se dedicaba a preguntarle vocablos para rellenar el crucigrama y él se estrujaba el cerebro, pero cualquier respuesta que le daba siempre estaba mal. Tardó tiempo en darse cuenta de que el viejo se inventaba las palabras y que siempre que él sugería alguna le replicaba: «No burro, eso no es», y le daba como solución una palabra que no existía en el diccionario.
Aquél no era el hospital donde había muerto su madre. En su último momento, con la respiración ya débil, la mujer le cogió la mano, diciéndole con la mirada que no le importaba dejar este mundo. Estaba gastada como una máquina a punto de estropearse del todo, a ella le habían faltado cuidados. El viejo estaba a los pies de la cama con un ramo de claveles del jardín de un vecino y unos libros que había sacado de la biblioteca; unos libros que ella ya no podría leer nunca.
No era de extrañar que detestara los hospitales. Sin embargo al ingresar en el Cuerpo había pasado muchas horas en hospitales aguardando las curas de víctimas y agresores para hacer el atestado. Sabía lo que era la sangre y los vendajes, había visto caras tumefactas, miembros retorcidos; había asistido a la sutura de una oreja y un día contempló un hueso grisáceo que salía de una pierna destrozada. Accidentados de tráfico, víctimas de atracos, mujeres violadas.
No era de extrañar.
Al fin dio con la sala de espera para familiares. Un lugar recogido para los parientes que «aguardan noticias de sus seres queridos», como había señalado la recepcionista. Pero nada más abrir la puerta le asaltó el ruido sordo y entrecortado de una máquina expendedora, le envolvió una nube de humo de tabaco y le deslumbró el resplandor de un televisor. Había dos mujeres de mediana edad fumando como descosidas que le miraron un instante para volver a fijar su atención en el programa de la tele.
– ¿La señora Ure?
– Usted no es el médico -dijo una de ellas, aunque se volvieron a mirarle las dos.
– No -respondió a la que había hablado-. ¿Es usted la señora Ure? -preguntó.
– Lo somos las dos. Yo soy su cuñada.
– ¿Quién es la señora Archie Ure?
– Soy yo -respondió la que no había dicho nada poniéndose en pie; al ver que llevaba en la mano el cigarrillo lo apagó.
– Soy el inspector de policía Derek Linford y vengo a ver si se puede hablar con su marido.
– Póngase a la cola -dijo la cuñada. -Lamento que… ¿Es grave?
– Ya había tenido problemas cardíacos -contestó la esposa de Archie Ure-, nunca dejó de trabajar por aquello en lo que creía.
Linford asintió con la cabeza. Estaba al corriente de quién era Archie Ure, jefe del Departamento de Urbanismo del ayuntamiento y concejal desde hacía más de veinte años, un miembro del laborismo histórico, muy apreciado entre sus amigos y verdadera espina para algunos «reformistas». Ure había publicado en el Scotsman hacía un año más o menos unos artículos que le causaron problemas con el partido, pero, después del rapapolvo, había presentado su candidatura a un escaño en el Parlamento escocés sin pensar probablemente en la posibilidad de que surgiera un arribista como Roddy Grieve capaz de arrebatarle el nombramiento oficial del partido. A él que, en la campaña del setenta y nueve había trabajado como nadie, veinte años después el partido le relegaba a un segundo puesto en la lista de una circunscripción y la promesa de un cargo junto al primero de la lista.