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– ¿Van a operarle? -preguntó Linford.

– ¿No te digo? -replicó la cuñada mirándole furiosa-. ¿Cómo demonios vamos a saber nosotras si le operan? Los de la familia son los últimos en enterarse -añadió levantándose.

Linford dio un paso atrás. Eran unas mujeronas adictas a la dieta escocesa: tabaco y manteca, con zapatillas deportivas y cinturillas elásticas con corpiños a juego, capaces probablemente de tumbarle de un puñetazo.

– Sólo pretendía saber…

– ¿Qué es lo que quería saber? -preguntó la esposa secundando la ira de su compañera y cruzando los brazos-. ¿Qué quiere de mi Archie?

«Hacerle unas preguntas… porque es sospechoso de homicidio.» No, eso no podía decírselo. Hizo un gesto evasivo.

– Puedo esperar -dijo.

– ¿Tiene algo que ver con Roddy Grieve? -preguntó la mujer. Pero a aquello tampoco podía contestar-. Ya me lo figuraba. Por culpa suya está aquí mi Archie. Dígale a la guarra de la viuda que no lo olvide. Y si mi Archie…, si acaso… -añadió bajando la cabeza y rompiendo en sollozos mientras su cuñada le pasaba un brazo por los hombros.

– Vamos, Isla, se pondrá bien. ¿Ya está contento? -dijo la cuñada mirando a Linford, que dio media vuelta dispuesto a marcharse.

Pero se detuvo.

– ¿Qué quiso decir con que es culpa de Roddy Grieve?

– Pues que muerto Grieve, Archie habría debido sustituirle en la lista.

– ¿Y bien?

– Pero ahora la viuda ha propuesto su nombre a la candidatura sabiendo que esos cabrones del comité lo aceptarán. Ay, sí, Isla, han vuelto a joderle, a joderle como siempre. Jodido hasta la hora de su muerte.

– Francamente, sería absurdo que no lo hicieran.

Después del hospital, el bar especializado en vinos de High Street era un desahogo. Linford dio un sorbo a su Chardonnay frío y preguntó a Gwen Mollison por qué. Mollison era alta, con pelo rubio largo y rondaría los treinta y cinco años. Usaba gafas de montura metálica que agrandaban sus ojos bien poblados de pestañas y en aquel momento jugueteaba con el móvil que había dejado en la mesa entre ellos dos junto a una abultada agenda de anillas. Miraba incesantemente a un lado y a otro como si esperase ver a algún amigo o conocido. Linford iba preparado y sabía que Mollison era la número tres del departamento de viviendas de protección oficial del ayuntamiento. No tenía el curriculum de Roddy Grieve, ni la veteranía de Archie Ure, y por eso no había logrado el nombramiento, pero se le auguraba un brillante porvenir. Era de origen proletario y nueva laborista hasta la médula; hablaba bien en público y tenía buena presencia. Aquel día vestía un conjunto de chaqueta y pantalón de lino color crema, tal vez de Armani. Linford había reconocido en ella un alma gemela y arrimó el móvil cuarenta centímetros al suyo.

– Es un golpe de efecto de relaciones públicas -dijo Mollison.

Tenía delante un vaso de Zinfandel pero también había pedido agua mineral y hasta el momento era lo único que había bebido. A Linford le gustó la táctica: no ser un abstemio, pedir alcohol, pero ingeniárselas de algún modo para consumir sólo agua mineral.

– Me refiero a que buscan el voto emocional -prosiguió ella-. Seona tiene amigos en el partido y en militancia no se queda atrás de Roddy.

– ¿Usted la conoce?

Mollison negó repetidamente con la cabeza, no por la pregunta en sí, sino por su irrelevancia.

– Yo no creo que se lo pidiera el partido; habría sido de mal gusto. Pero al prestarse ella, verían de inmediato las posibilidades -añadió cambiando de sitio el móvil para comprobar la cobertura.

Sonaba a jazz como música de fondo y apenas había clientes en las otras mesas por ser la hora baja de media tarde. Linford no había almorzado y acababa de terminar un bol de galletitas de arroz, pero estaba otro en camino.

– ¿Usted, personalmente, se ha llevado una decepción? -preguntó Linford.

Mollison se encogió de hombros.

– Otra vez será -dijo con aplomo, sin inmutarse.

Linford estaba seguro de que lo lograría en pocos años, y, en previsión, le entregó su tarjeta de visita, una de las buenas con letras en relieve, con el número particular escrito detrás. «Por si acaso», dijo. Poco después ella advirtió que contenía un bostezo y le preguntó si le aburría.

– Es que anoche me acosté tarde -dijo él.

– Yo lo siento por Archie -continuó ella- porque tal vez haya sido su última oportunidad.

– ¿Pero no le han incluido en la lista regional?

– Claro, no tenían más remedio porque si no habría sido como hacerle de menos. Pero comprenda que esa lista depende de los votos que obtenga cada partido una vez asignados los escaños.

– Me parece que no la sigo.

– Aunque Archie fuese cabeza de esa lista, seguramente no saldría elegido.

Linford caviló al respecto pero siguió sin entenderlo.

– Es usted muy generosa -comentó para salir del paso.

– ¿Usted cree? -replicó ella con una sonrisa-. No entiende usted de política. Si acepto airosamente la derrota tengo puntos a mi favor para la próxima oportunidad. Hay que aprender a perder -añadió encogiéndose de hombros. Su chaqueta tenía hombreras y confería cierta robustez a su figura delgada-. Bueno, ¿no era de Roddy Grieve de quien íbamos a hablar?

– Usted no está entre los sospechosos, señorita Mollison -dijo Linford sonriente.

– Cuánto me alegro.

– A menos que la señora Grieve sufra un accidente. Mollison lanzó una carcajada aguda que llamó la atención de las otras mesas y se llevó una mano a la boca.

– Dios, no debería reírme, no vaya a tentar al destino.

– ¿En qué sentido?

– No sé… Imagínese que la atropella un coche.

– Entonces tendría que volver a hablar con usted -dijo él abriendo el bloc y cogiendo el bolígrafo. Era un Mont Blanc que ella había elogiado previamente-. Quizá sea conveniente que anote su número de teléfono -añadió con una sonrisita.

La última candidata de la lista, Sara Bone, era asistenta social en un barrio del sur de Edimburgo. La localizó en un centro de día de la tercera edad y se sentaron a hablar en el invernadero en medio de plantas marchitas por dejadez, como comentó Linford.

– Todo lo contrario -replicó ella-. Es por exceso de cuidados porque todos se sienten obligados a regarlas y tan malo es mucha agua como poca.

Era una mujer pequeña de cara maternal encuadrada por un peinado juvenil con mechas.

– Ha sido horrible -comentó cuando él mencionó el asesinato de Roddy Grieve-. Este mundo va de mal en peor.

– ¿Puede poner remedio un diputado al Parlamento?

– Eso espero -respondió ella.

– Sólo que ahora no tendrá usted ninguna oportunidad.

– Para consuelo de mis ancianos -dijo ella señalando con la cabeza al interior del local-. Todos ellos se quejaban de que iban a echarme de menos.

– Es halagador ser imprescindible -comentó Linford, pensando que con aquella mujer perdía el tiempo.