– Pesimismo -agregó Hall.
– Usted no vota, ¿verdad, inspector? -prosiguió Seona Grieve-. Lo encuentra absurdo.
– Yo estoy a favor de los planes de creación de empleo -replicó Rebus, y Jo Banks lanzó una especie de silbido al tiempo que Hall emitía un bufido campechano-. Pero hay algo que no acabo de entender. ¿A quién recurro: al miembro del Parlamento escocés, al miembro del Parlamento escocés en la lista, al miembro del Parlamento por circunscripción o tal vez al diputado al parlamentario europeo? Eso es lo que quiero decir con creación de empleo.
– Yo no sé para qué me molesto -dijo Seona Grieve con voz queda cruzando las manos en el regazo.
– Porque es lo lógico -comentó Jo Banks tocándole la mano.
Seona Grieve miró a Rebus con lágrimas en los ojos y él desvió la mirada.
– Tal vez no sea el momento más adecuado -añadió-, pero usted nos informó de que su marido no bebía y tengo entendido que en cierto momento de su vida tuvo problemas con la bebida.
– ¡Por Dios santo! -exclamó Jo Banks entre dientes.
– Han hablado con Billie -añadió Seona Grieve sonándose.
– Sí -dijo Rebus.
– Ella trata de ensuciar el nombre de un difunto -balbució Jo Banks.
– Mire, señorita Banks, el problema es que no sabemos qué hizo Roddy Grieve en las horas anteriores a su muerte -dijo Rebus mirándola-. Hasta el momento nos consta que estuvo en un pub bebiendo a solas. Y necesitamos saber si era eso, un bebedor solitario, para así tal vez dejar de perder el tiempo intentando localizar a esos amigos con los que nos han dicho que salió a tomar unas copas.
– Déjalo, Jo -dijo Seona Grieve con voz tranquila-. El decía que necesitaba a veces salir solo -añadió dirigiéndose a Rebus.
– ¿Adonde habría podido ir?
– Nunca me decía dónde iba -respondió ella.
– ¿Y cuando pasaba las noches fuera de casa…?
– Supongo que dormiría en algún hotel o en el coche.
Rebus asintió con la cabeza y ella debió de leerle el pensamiento.
– Yo no creo que fuese el único que hace eso, inspector.
– Es posible -añadió él, que a veces se despertaba en el coche en cualquier carretera perdida sin saber dónde estaba-. ¿Tiene algo más que decirnos?
Ella negó despacio con la cabeza.
– Lo siento -añadió él-. De verdad que lo siento.
Dejó la taza de café en la mesa, se levantó y salió del cuarto.
Cuando Linford le dio alcance estaba sentado en el Saab con la ventanilla abierta. Linford se inclinó hasta casi rozarle la cara y él expulsó el humo hacia su lado.
– ¿Tú qué crees? -preguntó Linford.
Rebus pensó una respuesta. Ya era tarde y había oscurecido.
– Creo que estamos en la oscuridad dando golpes a lo que nos parecen murciélagos -contestó.
– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó enfadado Linford.
– Que nunca nos entenderemos -replicó Rebus encendiendo el motor.
Linford se quedó en el bordillo viendo alejarse el Saab. Sacó el móvil del bolsillo y llamó a Carswell a Fettes. Tenía bien pensado lo que iba a decirle: «Me parece que Rebus va a ser un problema», pero mientras aguardaba a que le pusieran con el jefe cambió de idea. Si le decía eso a Carswell equivaldría a admitir un fracaso, una debilidad. Carswell lo comprendería, pero lo más seguro era que lo considerara un fracaso por su parte. Cortó la comunicación y se guardó el móvil. El problema tenía que resolverlo él.
19
Dean Coghill había muerto y la empresa ya no existía. El edificio lo ocupaba ahora una empresa consultora de diseño y en el antiguo almacén de materiales de construcción se alzaba un bloque de viviendas de tres plantas. Hood y Wylie lograron finalmente averiguar la dirección de la viuda.
– Tantos muertos… -comentó Grant Hood.
– En la especie humana, la esperanza de vida del varón es inferior a la de la hembra -dijo Ellen Wylie.
Como no pudieron averiguar el teléfono de la viuda de Coghill fueron al último domicilio conocido.
– Ya verás como ha muerto o vive de su pensión en Benidorm -comentó Wylie.
– ¿Tú crees que hay alguna diferencia? -replicó él.
Wylie sonrió, aparcó junto al bordillo y echó el freno de mano; Hood entreabrió la puerta y miró hacia abajo.
– Vale -dijo-, desde aquí al bordillo puedo ir andando.
Wylie le dio un codazo. «Hematoma seguro», pensó él.
La señora Coghill era una mujer bajita y dinámica de setenta y tantos años. No sabían si iba a salir o esperaba visitas porque la encontraron impecablemente vestida y arreglada. Al hacerles pasar al cuarto de estar oyeron ruido en la cocina.
– Es la asistenta -dijo ella, y Hood estuvo a punto de preguntarle si se arreglaba para recibir a la asistenta, pero pensó que estaba de más.
– ¿Quieren tomar una taza de té u otra cosa?
– No, gracias, señora Coghill -dijo Ellen Wylie sentándose en el sofá.
Hood permaneció de pie y la anciana se arrellanó en un sillón tan grande como para tres. Hood miró unas fotos enmarcadas de la pared.
– ¿Es éste el señor Coghill? -preguntó.
– Ese es Dean. Todavía le echo de menos.
Hood pensó que el sillón que ocupaba la viuda debía de ser el de su difunto esposo. En las fotos se veía a un hombre robusto, de brazos y cuello fuertes, con la espalda recta, que sacaba pecho y escondía la barriga. A juzgar por su rostro tuvo que ser buena persona siempre que no le buscaran las pulgas. Su pelo, corto, era plateado, y lucía un collar y una pulsera en la muñeca izquierda y un grueso Rolex en la derecha.
– ¿Cuándo murió? -preguntó Wylie en el tono que acostumbraba utilizar en aquellas circunstancias.
– Pronto hará diez años.
– ¿De enfermedad?
– El ya padecía del corazón, estuvo hospitalizado y le vieron especialistas, pero Dean era incapaz de parar, ¿saben? Su trabajo antes que nada.
– Para algunas personas es difícil parar -comentó Wylie asintiendo despacio con la cabeza.
– ¿Tenía algún socio, señora Coghill? -preguntó Hood, que se había sentado en el brazo del sofá.
– No -dijo la anciana haciendo una pausa-. Dean tenía sus miras en Alexander.
Hood volvió la cabeza hacia las fotos: el matrimonio con un chico y una chica en diversas etapas, desde la adolescencia hasta los veinte años aproximadamente.
– ¿Su hijo? -preguntó.
– Pero Alex tenía otros proyectos. Está casado, en Estados Unidos. Trabaja de vendedor de coches, automóviles, como les dicen allí.
– Señora Coghill -dijo Wylie-, ¿conocía su marido a un tal Bryce Callan?
– ¿Es ése el motivo de su visita?
– ¿Así que le conoce?
– Era un gánster o algo así, ¿no?
– Desde luego, eso decían.
La anciana se levantó y fue a toquetear unos cachivaches de la repisa de la chimenea: gatitos de porcelana jugando con madejas y pelotas y spaniels de orejas gachas.
– ¿Hay algo que quiera decirnos, señora Coghill? -preguntó pausadamente Hood mirando a Wylie.
– Ya ha pasado mucho tiempo, ¿no es cierto? -respondió la anciana con voz trémula sin volverse hacia ellos. Wylie pensó si no tomaría calmantes para los nervios.
– No se lo calle, señora Coghill -dijo ella.
La viuda siguió ocupada con las figuritas mientras hablaba.
– Sí, Bryce Callan era un matón. Si no pagabas, tenías problemas. Desaparecían herramientas, aparecían rajados los neumáticos de la camioneta o destruían la obra por las buenas, pero no eran unos gamberros cualquiera, sino los hombres de Bryce Callan.