– ¿Su marido pagaba protección a Bryce Callan?
– Ustedes no saben cómo era mi Dean -respondió la anciana volviéndose-. Él era el único capaz de enfrentarse a Callan, y yo creo que fue eso lo que le mató. Esa preocupación, aparte del exceso de trabajo… Fue como si Bryce Callan le hubiera oprimido el pecho secándole el corazón.
– ¿Su marido le dijo eso?
– No, por Dios. Él no me decía una palabra porque no quería mezclarme en el negocio. La familia de un lado y el trabajo de otro, decía él. Por eso puso una oficina, para no traerse trabajo a casa.
– Quiso que la familia se mantuviera aparte del negocio -dijo Wylie-, pero había puesto sus miras en Alex.
– Eso fue al principio, antes de que apareciera Callan.
– Señora Coghill, ¿sabe usted que ha aparecido un cadáver en una chimenea de Queensberry House?
– Sí.
– La empresa de su marido hizo obras allí hace veinte años. ¿Cree usted que hay algún archivo o alguien que trabajase con su esposo con quien podamos hablar?
– ¿Creen que tiene algo que ver con Callan?
– Antes que nada hay que identificar el cadáver -dijo Hood.
– ¿Recuerda si su marido trabajó allí, señora Coghill? -preguntó Wylie-. ¿No le mencionaría acaso que había desaparecido un obrero…?
La señora Coghill negó con la cabeza y Wylie miró a Hood, que sonreía. Sí, claro, habría sido demasiado sencillo. Tenía la impresión de que era uno de esos casos en que no acompaña la suerte.
– Hacia el final él trajo aquí sus cosas -dijo la anciana-. Tal vez eso les sirva de ayuda.
Al preguntar Wylie a qué se refería, la mujer les dijo que la acompañasen.
– Yo no tengo carnet de conducir -dijo la anciana- y vendí los dos coches de Dean; tenía dos, uno para el trabajo y otro para ir de paseo -añadió con una sonrisa evocando algún recuerdo.
Cruzaban el camino de entrada de la casa que era un bungaló alargado en Frogston Road con vistas al sur de las cimas nevadas de los montes Pentland.
– Este doble garaje lo construyó su empresa -continuó la señora Coghill-, y ampliaron también la casa con dos habitaciones a cada lado.
Los dos agentes asintieron, intrigados de que les condujera al garaje. La anciana abrió una puerta lateral, encendió la luz y vieron un gran espacio lleno de cajones, muebles de oficina y herramientas. Había piquetas, palancas, martillos y cajas con tornillos y clavos; dos taladradoras, un par de neumáticos y hasta cubetas metálicas con restos de cemento. La señora Coghill puso la mano sobre una de las cajas de té.
– Los papeles están aquí. Y tiene que haber también un archivador en algún sitio…
– ¿Debajo de esa manta? -aventuró Wylie señalando un rincón.
– Si quieren saber detalles sobre Queensberry House, tienen que estar por aquí.
Wylie y Hood cruzaron una mirada.
– Otro trabajito para el equipo de arqueólogos -comentó ella.
Hood asintió con la cabeza y miró a su alrededor.
– Señora Coghill, ¿hay calefacción en el garaje?
– Les traeré una estufa eléctrica.
– Dígame dónde la tiene y yo la cogeré -dijo Hood.
– ¿A que ahora sí que quieren esa taza de té? -añadió la anciana, que parecía encantada de tener compañía.
Siobhan Clarke miraba en su despacho los efectos personales de la bolsa del mendigo «Supertramp», esparcidos ante ella en la mesa; la cartilla de la caja de ahorros, la cartera (entregada no sin protestas por su último dueño) y las fotos. Tenía también un montón de cartas de chiflados y mensajes telefónicos, tres de ellos de Gerald Sithing.
Era un periódico sensacionalista el que había acuñado el nombre de Supertramp. En un artículo también sacaron a relucir el escándalo en la escalinata de la iglesia y una foto de Dezzi. Siobhan sabía que los buitres andarían buscando a la mendiga para hacerle una entrevista a cambio de alguna cantidad sustanciosa, y cabía la posibilidad de que ella les hablase de la cartera. No le ofrecerían un cheque, pues dudaba mucho que Dezzi tuviera cuenta bancaria, pero harían periodismo «en metálico». Y si localizaban también a Rachel Drew, ella no le haría ascos a un buen cheque. Más carnaza para los lectores y los cazafortunas.
Mientras el caso fuese noticia no dejarían de lloverle cartas.
Se levantó y estiró la espalda hasta sentir crujir las vértebras. Eran más de las seis y no quedaba nadie en el DIC. Habían tenido que cambiar las mesas, por dar prioridad al caso Grieve, y la suya había quedado al fondo, en un rincón de la habitación larga y estrecha, lejos de las ventanas. Claro que Hood y Wylie estaban peor, sin luz natural y en una caja de zapatos. Aquella misma tarde, el comisario le había dicho de un modo terminante que le daba unos días más para investigar, pero que si no descubría la identidad de Supertramp darían carpetazo al caso. El dinero sería para Hacienda y el misterio de Mackie pasaría a la historia.
– Tenemos trabajo importante -le había dicho su jefe, que parecía estar al borde del infarto-, y los mendigos se suicidan todos los días.
– Pero no en circunstancias extrañas, señor -osó ella replicar.
– El dinero no es ninguna circunstancia extraña, Siobhan. Es simplemente un misterio, pero la vida está llena de misterios.
– Sí, señor.
– Lleva demasiado tiempo con John Rebus.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó ella frunciendo el entrecejo.
– Quiero decir que está buscando algo que seguramente no existe.
– El dinero existe. Lo llevó él mismo en metálico a una caja de ahorros y luego estuvo viviendo sin blanca.
– Un rico excéntrico. El dinero hace que la gente haga cosas raras.
– Borró su pasado, como si ocultara algo.
– ¿Cree que es dinero robado? ¿Y por qué no lo gastó?
– Ese es otro interrogante, señor.
Su jefe suspiró y se rascó la nariz.
– Tiene unos días más, Siobhan. ¿De acuerdo?
– Sí, señor… -le había contestado ella.
– Buenas a todos.
Rebus estaba en la puerta.
– ¿Cuánto tiempo llevas ahí? -preguntó ella mirando el reloj.
– ¿Cuánto tiempo hace que miras a la pared? Siobhan advirtió de pronto que estaba en el centro de la sala mirando las fotos del lugar del crimen del caso Grieve.
– Soñaba. ¿Qué haces aquí?
– Lo mismo que tú, trabajar -respondió él entrando en el DIC y apoyándose en una mesa con los brazos cruzados. «Lleva demasiado tiempo con John Rebus.»
– ¿Cómo va el caso Grieve? -preguntó ella.
Rebus se encogió de hombros.
– ¿No tendrías que preguntar primero qué tal está Derek?
Ella se volvió un poco, levemente ruborizada.
– Perdona -dijo él-. Ha sido de mal gusto, incluso viniendo de mí.
– No congeniamos -añadió ella.
– A mí me sucede igual.
– ¿Es Derek el problema o eres tú? -preguntó ella volviéndose hacia él.
Rebus puso cara de pena, hizo un guiño y fue al fondo de la sala por entre las filas de mesas.
– ¿Todo esto son las pertenencias del mendigo? -preguntó.
Ella le siguió hacia el escritorio. Olía a whisky.
– Le llaman Supertramp.
– ¿Quién?
– Los de la prensa.
Rebus sonrió y ella le preguntó por qué.
– Yo fui una vez a un concierto de Supertramp en el Usher Hall, creo.
– Eso fue antes de mis tiempos -dijo ella.
– Bueno, ¿qué pasa con ese Supertramp?
– Se trata de alguien que tenía una fortuna, pero que no podía gastarla o no quería hacerlo, y cambió de identidad. Mi hipótesis es que huía de algo.