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– Tenemos que hablar de Sithing y del mejor modo de abordarle -dijo Rebus. Siobhan soltó una palabrota-. ¿Qué pasa?

– Que no hay leche -respondió ella-. Creí que tenía en el armarito un cartón de UHT.

– Lo tomaré solo.

– Estupendo -comentó ella acercándose al fogón y abriendo un tarro-. Pues… tampoco hay café.

– No recibes muchas visitas, ¿eh? -dijo Rebus riendo.

– Es que esta semana no he podido ir al supermercado.

– No pasa nada. En Broughton Street hay una tienda de pescado frito y con suerte tendrán café y leche.

– Espera que te dé dinero -dijo ella buscando el bolso.

– Invito yo -añadió él sin aguardar a que lo encontrara.

En cuanto salió Rebus, Siobhan apoyó la cabeza en el armarito. Había escondido el café allí, en el fondo. Necesitaba estar sola un par de minutos. Ella raramente llevaba a su casa a nadie, y era la primera vez que iba John Rebus. Le bastarían un par de minutos a solas para reflexionar. En el coche, cuando estiró el brazo… ¿qué habría pensado él de su reacción? A ella le había parecido que iba a meterle mano, cosa que él nunca había intentado. ¿Por qué se había echado a temblar? Casi todos los compañeros de trabajo se le insinuaban y contaban a veces chistes verdes para ver cómo reaccionaba, pero John Rebus no lo hacía, nunca. Sabía que era raro y tenía problemas pero, pese a todo, Rebus confería cierta solidez a su vida y era alguien en quien podía confiar contra viento y marea.

Algo que no quería perder.

Apagó la luz de la cocina, fue al cuarto de estar y se acercó a la ventana para mirar la calle, pero casi enseguida se puso a ordenar cosas.

Rebus se abrochó la chaqueta, contento de verse al aire libre. Era evidente que a Siobhan no le apetecía que hubiera subido a su casa. También él se había sentido a disgusto. Hay que mantener separado el trabajo de la vida privada. Pero en el Cuerpo era difícil porque bebes con los compañeros y hablas de asuntos que no entienden quienes no son policías. Era un vínculo más fuerte que el simple hecho de estar juntos en la comisaría y salir de servicio en el coche patrulla.

Pero aquella noche sintió que era distinto. Aunque, al fin y al cabo, a él tampoco le gustaban las visitas y nunca había pedido a Siobhan ni a nadie que le invitara a su casa. Tal vez ella era mucho más parecida a él de lo que creía. Quizá era eso lo que la ponía nerviosa.

No, no iba a volver. Se marcharía a casa y llamaría disculpándose. Abrió el coche pero dejó las llaves en el contacto sin ponerlo en marcha. Encendió un cigarrillo. Tal vez sería mejor comprar la leche y el café y dejárselo en la puerta. Sería lo más apropiado. Pero el portal estaba cerrado y tendría que llamar para que le abriera. ¿Y si se lo dejaba en la calle delante de casa…?

No, mejor marcharse.

De pronto oyó ruido y vio que alguien salía de una casa frente a la de Siobhan. Iba por la acera, casi a la carrera pero entonces giró a la izquierda y se metió en un callejón, donde se detuvo. Rebus vio un chorro de orina que mojaba la pared y el vaho que desprendía. Se quedó quieto, sentado en la oscuridad, observando. ¿Sería alguien que salía y no había podido aguantarse? ¿Alguien que tenía estropeado el váter…? El hombre se subió la cremallera y regresó corriendo sobre sus pasos. Rebus pudo verle la cara un instante bajo la luz de una farola antes de que entrara de nuevo en el portal de aquella casa.

Siguió fumando y comenzó a fruncir el entrecejo.

Apagó el cigarrillo en el cenicero y sacó las llaves de contacto. Abrió la puerta sin hacer ruido y no la cerró. Cruzaba la calle prácticamente de puntillas, con las luces apagadas, para evitar la luz de las farolas, cuando pasó un taxi a toda velocidad y tuvo que arrimarse a la barrera protectora de delante de la casa. Llegó al portal y vio que no estaba cerrado con llave como el de Siobhan. Era un edificio menos cuidado y la escalera necesitaba una buena mano de pintura. Había un leve aroma a orina de gato. Cerró despacio la puerta. Otro taxi disimuló el ruido. Se acercó a la escalera y escuchó. Se oía un televisor en algún piso, o quizá fuese una radio. Miró los peldaños de piedra y comprendió que inevitablemente haría ruido al subir. La suela de sus zapatos sonaría como una lija. ¿Se los quitaba? Ni hablar. Además, no creía que el elemento sorpresa fuese estrictamente necesario. Comenzó a subir.

Cuando llegó al rellano del primer piso y empezó a subir al segundo, oyó pasos que bajaban. Era un hombre con el cuello de la gabardina subido y con las manos en los bolsillos a quien casi no se le veía la cara. Al pasar a su lado lanzó una especie de gruñido sin mirarle.

– Hola, Derek.

Derek Linford bajó dos peldaños más como si no lo hubiera oído, pero enseguida se paró en seco y se volvió hacia él.

– Creí que vivías en Dean Village -añadió Rebus.

– Vengo de casa de un amigo.

– ¿Ah, sí? ¿Qué amigo?

– Christie, en el piso de arriba -respondió Linford sin dudarlo.

– ¿Christie, qué? -replicó Rebus con una sonrisa burlona.

– ¿Qué pretendes? -dijo Linford subiendo un peldaño sin compensar la desventaja al tener a Rebus en un plano más alto- ¿Qué haces aquí?

– ¿Acaso ese Christie tiene el váter estropeado o qué?

Linford comprendió la situación pero no atinó a responder.

– No te esfuerces -dijo Rebus-. Los dos sabemos lo que sucede: eres un mirón.

– Mentira.

Rebus chasqueó la lengua.

– La próxima vez dilo con más convicción no sea que te encuentres con una denuncia -dijo.

– ¿Y tú, qué? -replicó Linford con desdén-. Has echado un polvete rápido, ¿no? Ya he visto que no has estado mucho rato.

– Si hubieras mirado bien habrías visto que subí al coche. ¿Desde cuándo te dedicas a esto? ¿Crees que a los vecinos no acabará por extrañarles ver a un tío subir y bajar a todas horas?

Rebus descendió unos peldaños para ponerse a la altura de Linford y mirarle a la cara.

– Anda, vete -dijo con voz pausada-. Y no vuelvas. Si se te ocurre, se lo digo a Siobhan y a tu jefe de Fettes. Puede que les gusten los niños bonitos, pero los pervertidos no tanto.

– Sería tu palabra contra la mía.

Rebus se encogió de hombros.

– ¿Qué tengo yo que perder? Mientras que tú… Y otra cosa, a partir de ahora el caso lo llevo yo y no quiero que te entrometas, ¿entendido?

– Los jefes no lo aceptarán -replicó Linford sarcástico-. Si no intervengo yo a ti te lo quitarán.

– ¿Tú crees?

– Me apuesto lo que quieras -replicó Linford dando media vuelta y bajando la escalera.

Rebus le siguió con la vista y luego subió hasta el descansillo. Desde la ventana se veía el cuarto de estar de Siobhan y uno de los dormitorios. Las cortinas seguían descorridas. Ella estaba en el sofá con la barbilla apoyada en una mano mirando al vacío. La vio muy abatida y pensó que no era cuestión de llevarle café.

La llamó desde el móvil camino de casa pero por su tono de voz no le pareció que se hubiera molestado en exceso. Al llegar al piso se dejó caer en el sillón con un vaso de Bunnahabhain. Westering home [Rumbo a casa] decía la etiqueta de la botella, citando la balada: «Light of me eye and it's goodbye to care» [He conocido a alguien y todo da igual]. Sí, había probado whiskys que ejercían ese efecto, pero era un falso consuelo. Se levantó a echar un poco de agua y a poner música. Eligió la cinta de The Blue Nile, de Siobhan. Tenía mensajes en el contestador.

Ellen Wylie decía que continuaba la investigación y le recordaba que tenía pendiente darles datos sobre Bryce Callan.