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– Me da la terrible impresión de que has salido en plan legal -dijo al fin Rebus.

Cafferty hizo un guiño.

– ¿Cómo te las arreglaste?

– Te seré sincero, Hombre de paja. Creo que al director no le gustaba que fuese yo quien organizaba el cotarro. A él le pagan para eso, y sus funcionarios respetaban más a Big Ger que a él -dijo echándose a reír-. El director pensó que fuera estorbaría menos.

– Lo dudo -replicó Rebus mirándole.

– Bueno, tal vez estés en lo cierto. Digamos que el buen comportamiento y un cáncer incurable inclinaron la balanza. ¿Sigues sin creértelo? -añadió mirando a Rebus.

– Quiero hacerlo.

– Sabía que podía contar con tu buena disposición -dijo Cafferty riendo otra vez y dando unos golpecitos a la bolsa de revistas del respaldo del asiento del chófer en la que asomaba un sobre marrón grande-. Ahí están las radiografías -añadió.

Rebus lo cogió, lo abrió y fue mirando los negativos uno por uno a contraluz.

– Son esas zonas más oscuras.

Pero lo que le interesaba a Rebus era el nombre de Cafferty que atisbo en la esquina inferior de las radiografías: Morris Gerald Cafferty. Volvió a meterlas en el sobre. Todo parecía en orden: Hospital de Glasgow, Departamento de Radiología. Devolvió el sobre a Cafferty.

– Lo siento -dijo.

Cafferty sonrió entre dientes y luego dio una palmada en el hombro al que iba de copiloto.

– Rab, no creas que oirás muy a menudo al Hombre de paja decir que lo siente.

El tal Rab se volvió ligeramente y Rebus vio que tenía cabello negro con patillas largas.

– Rab salió una semana antes que yo -dijo Cafferty-. Dentro nos hicimos muy buenos amigos -añadió tocando otra vez el hombro de Rab-. Ya ves, tan pronto estás en el banquillo como en un BMW. No dirás que no te cuido -añadió con un guiño a Rebus-. Rab me sacó de algunos aprietos -comentó repanchigándose en el asiento y dando otro trago de whisky mientras miraba los edificios-. Desde luego, Edimburgo ha cambiado bastante, Hombre de paja. Han cambiado muchas cosas.

– ¿Tú no?

– En la cárcel la gente cambia, lo habrás oído decir, ¿no? En mi caso me ha obsequiado con un cáncer -añadió con gesto de despecho.

– ¿Te han dicho cuánto tiempo…?

– Bah, no nos pongamos sensibleros. Toma -añadió pasándole la botella y guardando el sobre de las radiografías en la bolsa del asiento-. Lo bueno es estar fuera y me da igual por lo que haya sido. Estoy aquí y basta -añadió volviendo a mirar por la ventanilla-. Me han dicho que la construcción no para.

– Compruébalo.

– Eso pienso hacer -dijo con una pausa-. ¿Sabes? Es agradable estar los dos aquí echando un trago y hablando de los buenos tiempos…, pero ¿qué demonios hacías en mi oficina?

– Preguntándole algo al Comadreja sobre Bryce Callan.

– Uf, ése pasó a la historia.

– No creo, está en España, ¿no es cierto?

– ¿Ah, sí?

– Si no me equivoco tú seguías pasándole un porcentaje.

– ¿Por qué iba a hacerlo? El tiene familia, ¿no? Que le cuiden ellos -dijo Cafferty rebulléndose en el asiento como si le molestara la simple mención del nombre de Callan.

– No quiero aguar la fiesta -dijo Rebus.

– Estupendo.

– Si me dices lo que quiero dejamos el tema.

– Dios, hombre, ¿siempre ha sido tan molesto?

– He estado tomando clases mientras tú estabas dentro.

– Pues tu maestro merece un premio. Bien, pregunta de una vez.

– Se trata de un constructor llamado Dean Coghill.

– Le conocí -afirmó Cafferty con un gesto.

– En Queensberry House ha aparecido un cadáver.

– ¿En el antiguo hospital?

– Parte del edificio va a ser sede del Parlamento -dijo Rebus sin dejar de obsevar a Cafferty. Estaba cansado físicamente pero el cerebro le bullía, reponiéndose de la sorpresa-. El cadáver llevaba allí veintitantos años, desde las obras en el setenta y ocho y el setenta y nueve.

– ¿Y las hizo la empresa de Coghill? -preguntó Cafferty al tiempo que asentía-. La verdad, entiendo lo que buscas, pero ¿qué tiene que ver con Bryce Callan?

– Es que me han contado que Callan y Coghill estaban a malas.

– Si así era, Coghill se habría quedado sin un par de manos. ¿Por qué no le preguntas a Coghill?

– Ha muerto -Cafferty se volvió hacia Rebus-. De muerte natural.

– La gente se muere, Hombre de paja, pero tú siempre andas desenterrando cadáveres. Estás con un pie en el pasado y otro en la tumba.

– Te prometo una cosa, Cafferty.

– ¿Qué?

– Que cuando te entierren a ti no pienso aparecer con una pala. Tu cadáver es uno de los que me alegrará que se pudra.

Rab volvió despacio la cabeza y clavó en Rebus sus ojos fríos.

– Ahora le has molestado, Hombre de paja -dijo Cafferty dando una palmadita en el hombro a su guardaespaldas-. Y yo no puedo por menos de ofenderme -añadió taladrando a Rebus con la mirada-. Quizá en otra ocasión, ¿eh? ¡Para! -bramó inclinándose hacia el chófer, que inmediatamente dio un frenazo.

Sin que le dijeran más, Rebus abrió la puerta y se encontró en West Port. El coche arrancó a todo gas y la puerta se cerró sola. Se dirigió al Grassmarket y después a Holyrood. Cafferty había dicho que quería ver Holyrood, centro de los cambios en la ciudad. Se restregó los ojos. Precisamente ahora Cafferty volvía a entrar en su vida, pero recordó que él no creía en coincidencias. Encendió un cigarrillo y fue hacia Lauiston Place; podía cruzar por los Meadows y llegar a casa en un cuarto de hora, pero había dejado el coche en Gorgie. Bueno, que se quedara allí hasta el día siguiente: el mejor producto británico para quien quisiera robarlo.

Pero al llegar a Arden Street se lo encontró en doble fila con una nota que decía que lo habían cambiado de sitio para que pudiera salir el autor de dicha nota. Comprobó la portezuela y vio que no estaba cerrada con llave ni había ninguna en el contacto. La tenía él en el bolsillo.

Era obra de los hombres de Cafferty.

Lo habían hecho simplemente para demostrarle que podían.

Subió al piso, se sirvió un whisky y se sentó en el borde de la cama. Vio que no había mensajes en el contestador. Lorna no había intentado localizarle, y sintió una mezcla de alivio y de decepción. Miró las sábanas y a su mente acudieron recuerdos deslavazados, sin orden ni concierto. Ahora volvía a tener en Edimburgo a su bestia negra dispuesto a recuperar su imperio. Fue a la puerta y echó la cadena, pero se detuvo a medio camino del cuarto de estar.

«¿Qué haces, hombre?»

Volvió sobre sus pasos y la quitó. Cafferty no se andaría con miramientos. Tenía cuentas que saldar y él era una de ellas. No importaba. Cuando Cafferty llegara, le estaría esperando.

21

– Sería mejor abrir la puerta -dijo Ellen Wylie pensando en que habría más sitio para moverse y más luz para ver.

– Nos helaríamos -replicó Grant Hood-. Ya no siento los dedos.

Estaban en el garaje de la casa de Coghill. Era otra mañana gris de invierno y soplaban ráfagas de aire frío que sacudían la puerta de metal. La polvorienta bombilla del techo daba una luz mortecina y sólo a través de un ventanuco lleno de escarcha entraba algo de claridad. Wylie buscaba alumbrándose con una linterna de bolsillo que sostenía entre los dientes y Hood había llevado una bombilla con enchufe de las que usan los mecánicos pero daba demasiada luz y era engorrosa. La había colgado en un estante y más que iluminar arrojaba sombras por todas partes.