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– Malditos periodistas.

– ¿Siguen aún al acecho frente a la casa de su madre?

– Ya lo creo. Cuando voy a verla no dejan de acosarme con las mismas preguntas -dijo mirando a Rebus con expresión deprimida y cansada.

– ¿Siguen sin tener idea de quién asesinó a Roddy? -preguntó.

– Ya sabe usted lo que le dije.

– Sí, claro, que prosigue la investigación… y todas esas chorradas.

– Serán chorradas, pero es la verdad.

Cammo Grieve metió las manos en los bolsillos de su abrigo negro estilo Crombie. Tenía aspecto viejo y frustrado y un algo parecido al solemne desencanto vital de Hugh Cordover. Por elegante que fuera su atuendo, tenía el cutis fofo y los hombros caídos y no cesaba de ajustarse el casco blanco obligatorio, que le molestaba. A Rebus le dio la impresión de que era un hombre que había llevado una mala vida.

Estaban en lo alto de la tribuna pública. Grieve quitó el polvo de uno de los bancos para sentarse, arreglando el abrigo a su alrededor. Abajo, en el centro del hemiciclo, había dos individuos examinando unos planos y señalando con el dedo diversos puntos de las obras.

– ¿Será un prodigio? -dijo Grieve.

Habían desplegado el plano en un banco de trabajo sujetándolo por sus extremos con dos tazas de café.

– ¿Ese olor? -preguntó Rebus sentándose al lado del diputado.

Grieve aspiró el aire.

– Serrín.

– Lo que unos tiran para otros es nuevo. Huele a eso.

– ¿Lo que a mí me parece un prodigio a usted le parece una renovación? -dijo Grieve mirándole con aprecio. Rebus se limitó a encogerse de hombros-. Entiendo. A veces es muy fácil encontrar un sentido en las cosas.

Había unos rollos de cable eléctrico y Grieve apoyó los pies en uno de ellos a modo de escabel, se quitó el casco y lo dejó en el banco para atusarse el pelo.

– Podemos empezar cuando usted quiera -dijo Rebus.

– Empezar, ¿qué?

– Algo tendrá que decirme.

– ¿Usted cree? ¿Por qué está tan seguro?

– Sería decepcionante que me hubiera traído aquí para servirle de cicerone.

– Bueno, sí, hay una cosa; pero no sé si es relevante… -empezó Grieve mirando las claraboyas del techo-. Es que recibí unas cartas; pero como los diputados recibimos correspondencia de todo tipo de chalados, no les di importancia, aunque se lo confié a Roddy. Probablemente como orientación de lo que se le venía encima, pues en caso de ser diputado también pasaría por esa experiencia.

– ¿Él no había recibido ninguna?

– No llegó a decirme que hubiera recibido ninguna, pero sí que noté, no sé… Me dio la impresión cuando se lo conté de que ya tenía noticias de ellas.

– ¿Qué decían las cartas?

– ¿Las que yo recibí? Que iba a morir por ser un hijo de puta conservador, y en algunas me adjuntaban cuchillas de afeitar por si me animaba a suicidarme.

– Eran anónimas, claro…

– Por supuesto, y con matasellos de diversos lugares. Se ve que el remitente viaja bastante.

– ¿Qué dijo la policía?

– No informé a la policía.

– ¿Quién más sabía de su existencia, aparte de su hermano?

– Mi secretaria, porque abre mi correspondencia.

– ¿Las conserva?

– No, las tiré a la papelera en el acto. El caso es que he llamado a mi despacho y no se ha vuelto a recibir ninguna desde el día en que murió Roddy.

– ¿Por respeto al duelo?

Cammo Grieve hizo un gesto escéptico.

– Yo pensaría más bien que ese cabrón se regodea.

– Ya entiendo -dijo Rebus-. Piensa usted que si al autor o autora de los anónimos le anima algún rencor por su familia, optó tal vez por asesinar a su hermano al no poder llegar hasta usted.

– ¿Sería necesariamente él?

– No, claro que no -replicó Rebus-. Si le llegan más cartas, me lo comunica. Y no las tire.

– Entendido -dijo Grieve levantándose-. Esta tarde regreso a Londres. Si desea algo, tiene el teléfono de mi despacho.

– Sí, gracias -respondió Rebus sin hacer ademán de levantarse.

– Bien, adiós, entonces, inspector. Y buena suerte.

– Adiós, señor Grieve. Ande con cuidado.

Cammo Grieve se detuvo un instante antes de tirar escalera abajo y Rebus continuó donde estaba, escuchando sierras y martillos.

De vuelta a Saint Leonard hizo un par de llamadas. Sentado a su mesa con el receptor pegado a la oreja examinó los mensajes que le habían dejado. Linford había optado por comunicarse con él mediante notas; en la última decía que estaba interrogando a personas que habían pasado a pie por Holyrood la noche del crimen. Hi-Ho Silvers, con su tesón, había localizado cuatro bares en donde Roddy Grieve estuvo bebiendo solo aquella misma noche. Dos de ellos estaban en el sector oeste, otro en Lawnmarket y el último era precisamente la Holyrood Tavern. Adjuntaba una lista con clientes habituales, hombres y mujeres, a quienes estaba sondeando. Una pérdida de tiempo casi segura, pensó Rebus. Pero él tampoco hacía maravillas siguiendo sus corazonadas.

– ¿Es la secretaria del señor Grieve? -inquirió, y a continuación le preguntó sobre los anónimos.

Le dio la impresión por la voz de una joven de veintitantos años o poco más de treinta, y por la manera de explicárselo se imaginó la fiel secretaria. No parecía tener una versión preparada de antemano y él no encontró motivo para pensar lo contrario.

Salvo por una corazonada.

A continuación habló con Seona Grieve, a quien localizó en el móvil y le pareció nerviosa. Fue ella misma quien se lo corroboró.

– Es por el poco tiempo que tenemos para organizar bien la campaña -alegó-. En mi colegio están que trinan porque habían imaginado que no eran más que unos días de permiso por el duelo y ahora les digo que a lo mejor no vuelvo.

– Si sale elegida.

– Sí, claro, con esa pequeña salvedad.

Había mencionado la palabra duelo pero no parecía muy compungida. No tenía tiempo. Quizá fuese lo mejor, olvidar el asesinato. Linford se había preguntado si Seona Grieve tenía un móviclass="underline" matar a su marido para ocupar su puesto como vía rápida al Parlamento. Rebus no acababa de verlo claro.

La verdad era que en ese momento no veía nada claro.

– Inspector, no será una simple llamada de cortesía…

– No, perdone, es que quería preguntarle si su esposo recibió alguna carta anónima.

Se hizo un silencio.

– No, que yo sepa.

– ¿Le contó a usted que su hermano sí las recibía?

– ¡No me diga! No, Roddy nunca me confió nada. ¿Se lo dijo a él Cammo?

– Eso parece.

– Bien, pues es la primera noticia. ¿No cree que, de lo contrario, yo se lo habría dicho?

– Tal vez.

– Si no tiene usted nada más, inspector… -dijo, con tono irritado por la supuesta insinuación.

– No, eso es todo, señora Grieve. Disculpe por la molestia -añadió él en tono neutro sin sentirlo.

Ella lo captó.

– Escuche, le agradezco lo que hace y las molestias que se toma -replicó ella con estilo político melifluo y poco sincero-, así que, naturalmente, llámeme cuando se le ocurra cualquier cosa en que yo pueda serle útil.

– Muy amable por su parte, señora Grieve.

Ella hizo caso omiso del tono irónico de Rebus.

– Bien, si no tiene más preguntas…

Rebus colgó sin añadir palabra.

En el despacho contiguo encontró a Siobhan. Tenía el receptor sujeto entre la mejilla y el hombro y anotaba algo.

– Gracias -decía-. Muy agradecida. Nos vemos, pues; iré con un colega mío -añadió mirando a Rebus-, si no tiene inconveniente -hizo una pausa escuchando-. Muy bien, señor Sithing. Adiós.