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El receptor cayó directamente del hombro a su alojamiento en el aparato.

– Bonito truco -comentó Rebus.

– Lo mío me ha costado perfeccionarlo. Dime que es la hora de almorzar.

– Y te invito yo -Siobhan cogió la chaqueta del respaldo de la silla y se la puso-. ¿Vamos a ir a ver a Sithing? -preguntó.

– Esta tarde si te viene bien -él asintió con la cabeza-. Está en esa iglesia y ha dicho que nos veremos allí.

– ¿Ha sido muy rastrero?

Siobhan sonrió al pensar cómo ella le había sacado casi a rastras a la calle.

– Bastante, pero le he puesto una buena zanahoria en las narices -dijo ella.

– ¿Las cuatrocientas mil libras?

Ella asintió con la cabeza.

– Bueno, ¿adónde me invitas?

– Pues, hay un sitio precioso de Fife…

– O un bocadillo en la cantina -añadió ella sonriendo.

– La elección es dura, pero la vida es así.

– Fife está muy lejos. Tal vez otro día.

– Lo dejamos para otro día -dijo Rebus.

Se sentaron a la mesa en la cocina de la señora Coghill. El primer plato fue la sopa del termo, pero de segundo la señora Coghill había hecho macarrones con queso. Estuvieron a punto de rehusarlos cortésmente hasta que los sacó burbujeantes del horno con su gratinado crujiente de pan rallado.

– Bueno, tal vez unos cuantos.

La anciana les sirvió y los dejó a solas pretextando que ella ya había comido.

– Últimamente no tengo mucho apetito, pero ustedes que son jóvenes… Espero que no dejen nada -añadió señalando la fuente con la cabeza.

Grant Hood inclinó la silla hacia atrás recostándose y se estiró. Había repetido dos veces, pero aún quedaba bastante.

– Vamos, acábalo tú -dijo.

– No puedo más -contestó ella-. Y te digo una cosa, no sé si podré ponerme en pie, así que será mejor que hagas tú el café.

– Vaya indirecta -comentó él echando agua en el hervidor.

El cielo que se veía por la ventana había oscurecido y tenían encendida la luz de la cocina. El viento arrastraba hojas y paquetes de patatas fritas.

– Qué día más repugnante -comentó Hood.

Wylie no le escuchaba. Había abierto un archivador negro que había encontrado antes de comer en el que estaban las transacciones entre el seis de abril de 1978 y el cinco de abril de 1979. El año fiscal de Dean Coghill. Sacó la mitad de los documentos y los desplegó sobre la mesa. Hood fregó los platos y volvió a poner la cazuela en el horno antes de sentarse aguardando a que hirviera el agua; cogió el primer papel.

Media hora más tarde hicieron una pausa. Tenían una lista del personal contratado para la obra en Queensberry House. Ocho nombres. Wylie los anotó en su bloc.

– Hay que localizarlos y hablar con ellos.

– Haces que parezca muy sencillo.

– Es muy posible que algunos sigan trabajando en la construcción -dijo ella empujando la lista hacia Hood.

Éste leyó los nombres: los siete primeros escritos a máquina y el octavo añadido a lápiz.

– ¿Qué pone aquí, Hutton? -preguntó.

– ¿El último? -dijo ella comprobando en su bloc-. Hutton o Hartón, y el nombre de pila Benny o Barry.

– ¿Qué hacemos, hablar con todas las constructoras de Edimburgo dando estos nombres?

– Si no, a mirar el listín telefónico.

El hervidor hizo el clic de desconexión y Hood fue a ver si la señora Coghill quería una taza de café, para volver con el volumen de páginas amarillas que abrió por «Empresas constructoras».

– Léeme los nombres -dijo- a ver si hay suerte.

Al tercer nombre, exclamó: «¡Bingo!» señalando un recuadro que decía: «J. Hicks. Ampliaciones, Rehabilitaciones, Transformaciones». Podía corresponder al John Elides de la lista.

– Vale la pena hacer una llamada -añadió. Wylie cogió el móvil y brindaron con café.

El negocio de John Hicks estaba en Bruntsfield y él se encontraba en una obra en Glengyle Terrace, junto al campo de golf. Era una vivienda con jardín en la planta baja y el hombre estaba atareado transformando un dormitorio grande en dos pequeños.

– Los alquileres han subido -les dijo- y hay gente a quien no le importa vivir en una conejera.

– O no tienen dinero para más.

– Cierto, encanto -respondió Hicks, que era un cincuentón bajito y nervudo, de cabeza apepinada y curtida y espesas cejas negras. Sus ojos chispeaban humor-. Tal como están las cosas en Edimburgo, no va a quedar un solo edificio sin dividir.

– Es trabajo para usted.

– No puedo quejarme -dijo con un guiño-. Me dijeron por teléfono que era algo relacionado con Dean Coghill.

Se oyó un portazo.

– Son estudiantes -explicó Hicks-. Les cabrea que esté aquí de ocho a cinco de la tarde dando golpes -añadió cogiendo un martillo y golpeando un ladrillo.

Wylie le mostró la lista, él echó un vistazo, la cogió y lanzó un silbido.

– Es un viaje al pasado -comentó.

– Tenemos que indagar sobre todos esos nombres.

– ¿Por qué? -preguntó el hombre levantando la vista.

– ¿No ha leído en el periódico lo de ese cadáver encontrado en Queensberry House? -Hicks asintió con la cabeza-. Lo tapiaron allí a finales de 1978 o en 1979.

Hicks asintió de nuevo.

– La época en que trabajamos nosotros -dijo-. ¿Creen que alguno de los obreros…?

– Estamos llevando a cabo una línea de investigación. ¿Recuerda usted que destaparan la chimenea?

– Ah, sí. Hubo que hacer una cámara de aire. Por eso la destaparon.

– ¿Volvieron a tapiarla?

Hicks se encogió de hombros.

– No recuerdo. Debió de hacerse al finalizar la obra, pero realmente no me acuerdo.

– ¿Quién la tapiaría?

– Ni idea.

– ¿Puede decirnos algo sobre los demás de la lista? El hombre volvió a leerla.

– Bueno, Bert y Terry trabajaron los dos conmigo en muchas obras. Eddie y Tam lo hacían a tiempo parcial, sin contrato. Vamos a ver… Harry Connors era algo mayor y llevaba mucho tiempo trabajando con Dean por muy poco dinero. Murió un par de años después. Dod McCarthy se marchó a Australia.

– ¿No dejó nadie el trabajo durante las obras?

El hombre negó con la cabeza.

– No, estábamos todos cuando se terminaron, si se refiere a eso.

Wylie y Hood cruzaron una mirada: otra hipótesis que se venía abajo.

Hicks seguía mirando la lista.

– Hay un nombre del que no ha dicho nada -dijo Hood.

– Benny Hartón -dijo Wylie.

– Barry Hutton -corrigió Hicks-. Es que Barry sólo estuvo con nosotros en un par de obras. Supongo que era por enchufe de su tío.

– ¿Hay algo de él que pueda decirnos?

– No, nada. Sólo que…

– ¿Qué?

– Bien, que Barry se ha hecho rico, ¿no es cierto? De todos nosotros es el único que ha hecho fortuna.

Wylie y Hood no entendían nada.

– ¿No saben quién es? -preguntó Hicks como sorprendido-. El dueño de Promociones Hutton.

Wylie abrió los ojos por la sorpresa.

– ¿Es este Barry Hutton? Es un promotor inmobiliario -añadió mirando a Hood.

– De los más importantes -agregó Hicks-. Quién lo iba a decir, ¿eh? Cuando yo le conocí Barry era un don nadie.

– Señor Hicks, ¿no dijo antes algo de un tío de este Hutton? -preguntó Hood.

– Es que Barry no sabía nada de albañilería y a mí me parece que su tío debió de hablar con Dean para que diera al chico una oportunidad.