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Es una ciudad oculta. Prueba de ello es que ante el avance de los ejércitos invasores sus habitantes se escondieron en sótanos y subterráneos de la ciudad vieja. Sus casas serían saqueadas pero las tropas terminarían por marcharse, ya que difícilmente puede disfrutarse el triunfo si no se ve a los vencidos. Éstos saldrían después a la luz para reconstruirla.

De la oscuridad a la luz.

El espíritu presbiteriano barrió la idolatría de las iglesias dejándolas extrañamente desnudas y preñadas de ecos para llenarlas con feligreses a quienes desde la cuna les venían repitiendo que estaban condenados. El proceso se fue filtrando en las conciencias a lo largo de años. Edimburgo dio buenos banqueros y letrados quizá porque sus ciudadanos eran maestros en el arte del disimulo y sabían guardar muy bien secretos; la ciudad fue adquiriendo fama de centro financiero y hubo una época en que Charlotte Square, sede de casi todos los bancos y empresas de seguros, estuvo considerada la calle con mayor riqueza de Europa. En la actualidad, por la demanda de espacio para oficinas y aparcamientos, los bancos y las compañías de seguros se concentran en la zona de Morrison Street y en la circunvalación oeste. Es el nuevo sector financiero de Edimburgo, un laberinto de cemento y cristal que circunda esa especie de plaza de toros que es el Centro de Congresos. La opinión era unánime desde un principio en cuanto a que, hasta la construcción de los nuevos edificios, aquella zona no era más que un inmenso solar monstruoso, mientras que respecto a lo inhóspito del nuevo laberinto había división de opiniones. Parecía que en el proyecto se hubiese prescindido de los seres humanos para dar exclusiva carta de naturaleza a las edificaciones. Allí no iba nadie a pasear para ver la arquitectura del sector financiero. No se veía un solo peatón.

Pero aquel lunes Ellen Wylie y Grant Hood cometieron el error de dejar el coche demasiado pronto en un aparcamiento de Morrison Street que Hood juzgó ideal por la proximidad a la zona. Pero lo anodino de los edificios y la circunstancia de que las aceras estaban cortadas por obras, hizo que acabaran perdiéndose a espaldas del Sheraton en Lothian Road. Wylie sacó finalmente el móvil y, gracias a la recepcionista, pudo orientarse para llegar a una construcción de doce plantas de piedra rosada y cristal ahumado. La recepcionista sonrió al verlos al fin.

– Ah, ya están aquí -comentó colgando el teléfono.

– Ya estamos aquí -dijo Wylie picada.

Los obreros daban los últimos retoques a la Torre Hutton. Había electricistas en mono azul y cinturón de trabajo con herramientas, pintores con el mono blanco manchado de gris y amarillo, silbando, con sus latas de pintura en el suelo, mientras llegaba el ascensor.

– Quedará bonito cuando esté acabado -comentó Hood a la recepcionista.

– El señor Graham les espera en el último piso -dijo ésta.

Tomaron el ascensor con un ejecutivo de traje gris que llevaba un montón de papeles entre los brazos como si fuera un pulpo; se bajó tres pisos antes que ellos y estuvo a punto de tropezar con un listillo que había colocado una escalera para alcanzar unos cables del techo. Cuando en el duodécimo piso se abrieron las puertas se vieron en una apacible zona de recepción donde una elegante mujer se alzó de detrás de una mesa para recibirles y guiarlos durante dos metros escasos hasta dos sillones junto a una mesita de centro con los periódicos del día.

– El señor Graham les recibirá enseguida. ¿Quieren café o té?

– A quien queríamos ver es al señor Hutton -dijo Wylie sin que a la mujer se le borrara la sonrisa.

– Con el señor Graham estarán sólo un momento -dijo la mujer volviendo a su mesa.

– Mira qué bien -comentó Hood cogiendo un periódico-, esta mañana no he recibido el Financial Times.

Wylie miró a un lado y a otro los dos largos tramos de pasillo que se perdían en sus extremos, y pensó que debía de dar la vuelta al perímetro del edificio de forma idéntica en todos los pisos. Tenía a ambos lados puertas que seguramente eran de habitaciones con vista al exterior o a otros espacios interiores. Las oficinas con ventanas serían muy codiciadas. Tal como ella trabajaba ahora en Saint Leonard, en un cajón sin ventanas, codiciaba cualquier despacho por pequeño que fuese.

Por la esquina más alejada del pasillo apareció un hombre alto, bien formado y joven. Tenía el cabello moreno corto bien cuidado y engominado y llevaba un traje gris oscuro de hechura perfecta. Lucía gafas ovaladas y un Rolex. Dijo llamarse John Graham y tendió la mano para saludar. Wylie observó sus gemelos de oro en los puños de la camisa amarillo pálido; un modelo sin cuello de los que no permiten llevar corbata. No era la primera vez que veía a un hombre con aura de triunfador, pero para mirar a éste casi hacían falta unas RayBan.

– Queríamos hablar con el señor Hutton -dijo Grant Hood de entrada.

– Sí, naturalmente, pero comprendan que Barry está muy ocupado -dijo consultando el reloj-Ahora mismo le retiene una reunión y hemos pensado que quizá podría yo atenderles. Tal vez si me dijeran qué desean yo podría pasar la consulta a Barry.

Wylie estaba a punto de decir que le parecía una manera muy enrevesada de «atender», pero Graham ya había tomado la delantera pasillo adelante, tras indicar a la recepcionista que no le pasara llamadas durante un cuarto de hora. Wylie cruzó una mirada con Hood como queriendo decir: «Vaya gracia». Hood hizo una mueca para darle a entender que no convenía sulfurarle, al menos de momento.

– Pasaremos a la sala de juntas -dijo Graham franqueándoles la entrada de una sala en forma de L en una esquina del edificio.

Un enorme escritorio rectangular llenaba la mayor parte del espacio. Había vasos de agua, lápices y blocs de notas listos para celebrar alguna reunión, un enorme tablero sin estrenar para escribir con rotulador detrás de la mesa y, en el extremo, un sofá frente a un televisor con vídeo. Pero lo que más les impresionó fue la vista al este del castillo y de Princess Street y la Ciudad Nueva al norte, con la costa de Fife cerrando el horizonte.

– Disfruten de la vista ahora que aún es posible -dijo Graham-, porque hay en proyecto otra torre más alta ahí delante.

– ¿Un proyecto de Hutton? -preguntó Wylie.

– Naturalmente -contestó Graham, indicándoles que se sentaran después de acomodarse él en la silla que presidía la mesa sacudiéndose en el pantalón motas inexistentes-. Bien, si son tan amables de ponerme en antecedentes…

– Mire, es algo muy sencillo -dijo Grant Hood arrimando la silla-. La sargento Wylie y yo estamos investigando un asesinato -Graham enarcó una ceja y juntó las manos-, y parte de la indagación requiere que hablemos con su jefe.

– ¿Podrían darme detalles?

Wylie tomó la alternativa.

– Realmente no, ¿sabe? En un caso como éste no hay tiempo que perder. Hemos venido aquí por simple cortesía, pero si el señor Hutton no nos recibe tendremos que citarle en comisaría -dijo encogiéndose de hombros al terminar.

Hood la miró y luego fijó la vista en Graham.

– Lo que dice mi colega es cierto. Tenemos autoridad para interrogar al señor Hutton quiera o no.

– Que quede claro que no es que se niegue -dijo Graham alzando las manos en gesto conciliador-. Lo que sucede es que está en una reunión y las reuniones a veces se prolongan.

– Hemos llamado previamente anunciando la visita.