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– Exacto -respondió Clarke sonriendo-. ¿Tú eres miembro del club?

– ¿Qué pasa? -replicó él como si esperase algún comentario, pero ella se limitó a encoger los hombros-. No es un detalle que me apetezca divulgar, agente Clarke -añadió tratando de hacer valer la jerarquía.

– Tu secreto está a salvo conmigo, inspector Linford.

– Hablando de secretos… -añadió él mirándola y ladeando ligeramente la cabeza.

– ¿No saben que eres policía? -ahora fue Linford quien se encogió de hombros-. Dios, ¿qué les has dicho?

– ¿Qué más da?

Clarke reflexionó.

– Un momento… Hemos verificado la lista de los miembros del club y no recuerdo haber visto tu nombre.

– Es que me afilié la semana pasada.

Clarke frunció el entrecejo.

– Bueno, ¿qué explicación podemos dar ahora?

Linford volvió a restregarse la nariz.

– Simplemente que hemos estado bailando y ahora volvemos a la mesa; tú te sientas en un sitio y yo en otro. No tenemos que volver a hablarnos.

– Encantador.

– No es eso lo que quería decir -replicó él sonriendo-. Claro que podemos hablarnos.

– Vaya, gracias.

– De hecho, esta tarde ha sucedido algo increíble -dijo él volviendo a cogerla del brazo y guiándola de nuevo hacia el interior del club-. Anda, ayúdame a llevar una ronda y te lo cuento.

– Es un gilipollas.

– Puede, pero es un gilipollas encantador -comentó Clarke.

John Rebus, sentado en el sillón, con el oído pegado al teléfono inalámbrico, estaba junto a la ventana sin cortinas. Los postigos estaban aún abiertos. Tenía apagadas las luces del cuarto de estar y sólo alumbraba el vestíbulo una bombilla de sesenta vatios, pero el fulgor naranja de las farolas de la calle bañaba la habitación.

– ¿Dónde dijiste que lo encontraste?

– No lo he dicho -Rebus pudo oír la sonrisa en su voz.

– Qué misterioso.

– Poca cosa comparado con tu esqueleto.

– No es un esqueleto. Está arrugado como una momia -dijo con una risa breve y triste-. Pensé que el arqueólogo me iba a saltar a los brazos.

– ¿Qué impresión tenéis?

– Los de la científica han acordonado el lugar y el lunes Curt y Gates harán la autopsia a Mojama.

– ¿Mojama?

Rebus vio un coche que circulaba buscando sitio para aparcar.

– Es el nombre que le puso Bobby Hogan. De momento lo llamamos así.

– ¿No encontrasteis nada en el cadáver?

– Sólo tenía lo puesto, unos vaqueros desgastados y una camiseta de los Rolling Stones.

– Ha sido una suerte tener allí un experto.

– Si te refieres a un dinosaurio rockero te lo tomo como un cumplido. La camiseta, efectivamente, era la portada de Some Girls, un disco del setenta y ocho.

– ¿No hay ningún otro indicio para datar el cadáver?

– No llevaba nada en los bolsillos, tampoco anillos o reloj -consultó el suyo y vio que eran las dos, pero ella sabía que podía llamarle porque estaría despierto.

– ¿Qué disco es ése que suena? -preguntó ella.

– Es la cinta que me diste.

– ¿Blue Nile? Vaya con el dinosaurio. ¿Qué te parece?

– A mi entender, te dejas impresionar demasiado por el señor sabelotodo.

– Me encanta que te pongas paternalista.

– A ver si te doy una azotaina sobre mis rodillas.

– Cuidado, inspector, que actualmente por una cosa así puedes perder el empleo.

– ¿Vamos mañana al partido?

– ¡Para castigo nuestro! Te tengo reservada la bufanda verde y blanca.

– No olvidaré llevar el mechero. ¿Quedamos alas dos en Mather's?

– Allí te esperaré.

– Siobhan, en tu investigación de esta noche…

– Dime.

– ¿Has resuelto algo?

– No -contestó. De pronto su voz sonó cansada-. Nada en absoluto.

Rebus dejó el teléfono y llenó el vaso de whisky. «Esta noche en plan fino, John», se dijo, pues últimamente bebía muchas veces ya directamente de la botella. Tenía el fin de semana por delante y como único plan un partido de fútbol. El cuarto de estar estaba lleno de sombras y espirales de humo de tabaco; seguía pensando en vender el piso y buscar otro con menos fantasmas, que eran su única compañía: colegas muertos, víctimas, relaciones finalizadas. Volvió a coger la botella pero estaba vacía. Se puso en pie y sintió que se balanceaba. Pensó que tenía una botella en la bolsa de compra que había debajo de la ventana, pero la bolsa estaba vacía y arrugada. Miró por la ventana y vio el reflejo de su rostro ceñudo. ¿No se habría quedado una botella en el coche? ¿Cuántas había subido, dos o una? Le vinieron al pensamiento una docena de sitios donde tomar una copa aunque fuesen ya las dos. La ciudad, su ciudad, estaba allí fuera a su disposición, a la espera de mostrarle su negro y consumido corazón.

– No me haces falta -comentó apoyando la palma de las manos en la ventana como queriendo romper el vidrio para tirarse a la calle. Un salto de dos pisos-. No me haces falta -repitió apartándose de los cristales y yendo a por el abrigo.

3

El sábado el clan almorzó en el Witchery.

Era un buen restaurante, al final de la Royal Mile. El castillo estaba cerca, tenía una abundante luz natural y era casi como estar comiendo en un jardín de invierno. Roddy había organizado aquella comida para celebrar el setenta y cinco cumpleaños de su madre. Ella, que era pintora, comentó que le gustaba aquella luz intensa que bañaba el restaurante. Pero el día se nubló y tuvieron rachas de lluvia azotando los ventanales; la nubosidad era baja y desde el punto más elevado del castillo parecía posible tocar el cielo.

Antes de comer hicieron un rápido recorrido por las almenas sin que la anciana se mostrara impresionada lo más mínimo, pues ella conocía la vista desde hacía setenta años y había vuelto después al lugar más de cien veces. La comida tampoco mejoró su humor a pesar de los elogios de Roddy a los manjares y a los vinos.

– ¡Tú siempre exageras! -le espetó ella.

Él no dijo nada y bajó la vista al pudín, dirigiendo de vez en cuando un guiño a Lorna. Aquel gesto le recordaba a ella cuando eran niños, un rasgo tímido y enternecedor de su hermano, que él, en la actualidad, reservaba más que nada a sus electores y a las entrevistas de televisión.

«¡Tú siempre exageras!» Las palabras quedaron flotando en el aire como si quienes compartían la mesa las estuvieran degustando hasta que Seona, la mujer de Roddy, dijo:

– A alguien saldrá.

– ¿Qué ha dicho? ¿Qué es lo que ha dicho?

Fue Cammo, naturalmente, quien restableció la paz.

– Vamos, madre, que es tu cumpleaños…

– ¡Termina la maldita frase!

– Como es tu cumpleaños -Cammo suspiró y realizó una de sus profundas inspiraciones- vamos a dar un paseo hasta Holyrood.

Su madre le miró furiosa hasta entornar los ojos como una fina ranura, pero inmediatamente se dibujó en su rostro una sonrisa. Cammo era la envidia de los demás por su habilidad para provocar semejante metamorfosis. En aquel momento ejercía de mago.

Eran seis comensales. Cammo, el hijo mayor, de cabello liso peinado hacia atrás, lucía los gemelos de oro paternos, lo único que le había dejado en herencia a causa de sus desavenencias políticas. El padre era un liberal de la vieja escuela, mientras que Cammo se afilió al partido conservador antes de acabar la carrera en Saint Andrews. Ocupaba un escaño parlamentario en los condados de los alrededores de Londres, representando a un área fundamentalmente rural entre Swindon y High Wycombe; residía en Londres porque le encantaba la vida nocturna y el hecho de estar en el meollo de algo. Casado con una borracha, compradora compulsiva, pocas veces se les veía en público juntos, aunque él sí se prodigaba en fotografías de bailes y fiestas, acompañado siempre de una mujer distinta.