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– Muy atenta por su parte, sargento Wylie, pero es que hemos tenido un imprevisto relacionado con un negocio multimillonario. Son cosas que suceden a veces, y que requieren decisiones inmediatas porque hay millones en juego. Seguro que lo entienden…

– Sí, señor, pero ya ve que usted no puede ayudarnos en nada -dijo Wylie-. Usted no trabajaría con un tal Dean Coghill en 1978, ¿cierto? Me imagino que hace veinte años estaría aún en el colegio mirando las bragas a las chicas y con la cara llena de granitos como sus compañeros. Así que si el señor Hutton se digna comparecer… -añadió mirando hacia la cámara de un rincón del techo- le quedaríamos agradecidos.

Hood comenzó a balbucir una excusa por las palabras de Wylie viendo a Graham abochornado y cortado, cuando en aquel momento oyeron decir por un altavoz invisible:

– Haz pasar a los policías.

Graham se levantó sin mirarles a la cara.

– Síganme, por favor -dijo.

Los condujo pasillo adelante y les dejó tras decirles: -Segunda puerta a la izquierda.

– ¿Crees que habrá también micrófonos en el pasillo? -dijo Wylie en voz baja.

– A saber

– Se ha asustado, ¿eh? No esperaba que la de faldas fuese la dura -Hood vio que una sonrisa surcaba su rostro-. Y luego, tú…

– ¿Yo, qué?

– Vas y te disculpas por mí -añadió ella mirándole.

– Es lo que hace el poli bueno.

Llamaron a la puerta y abrieron sin esperar respuesta. Era una antesala donde una secretaria se levantó de la mesa para abrirles otra puerta que comunicaba con el despacho de Barry Hutton.

Este les esperaba ya de pie con las piernas ligeramente abiertas y las manos a la espalda.

– Creo que ha estado un poco agresiva con John -dijo dando la mano a Wylie-. De todos modos, admiro su estilo. Si uno desea algo no hay que consentir que nadie se interponga.

No era un despacho muy grande pero en las paredes había muchos cuadros de pintura moderna y en un rincón destacaba un bar, que fue adonde Hutton se dirigió.

– ¿Desean tomar algo? -dijo sacando de la nevera una botella de Lucozade a la que desenroscó el tapón para dar un trago. Ellos rehusaron con un gesto-. Soy adicto. Porque de niño sólo te lo daban cuando estabas enfermo -añadió-. ¿Lo recuerdan? Bien, sentémonos.

Les indicó un sofá de cuero blanco y él se sentó enfrente en un sillón tipo tresillo. El televisor portátil era en realidad un monitor en el que se veía la sala de juntas.

– Está bien, ¿a que sí? -dijo Hutton cogiendo el mando a distancia-. Miren, se puede enfocar y hacer zoom sobre las caras…

– Como tendrá sonido incorporado -comentó Wylie-, ya sabe usted de qué queremos hablar.

– De un homicidio, ¿no? -replicó Hutton dando otro trago a su droga-. Me enteré de que Dean Coghill había muerto, pero sería por causas naturales, espero.

– Se trata de Queensberry House -terció Grant Hood.

– Ah, cierto, ese cadáver tapiado.

– En una dependencia rehabilitada por los obreros de Dean Coghill entre 1978 y 1979.

– ¿Y bien?

– Pues que es la fecha en que tapiaron el cadáver.

Hutton los miró de hito en hito.

– No me digan…

Wylie desdobló la lista con los nombres de los obreros.

– ¿Estos nombres le dicen algo?

– Me traen recuerdos -dijo Hutton sonriendo.

– ¿Sabe si desapareció alguno de ellos?

– No -contestó Hutton ya serio.

– ¿Había alguien más trabajando, temporeros, por ejemplo?

– No, que yo recuerde. Salvo que se refieran a mí.

– Hemos advertido que su nombre fue añadido más tarde.

Hutton asintió con la cabeza. Era bajo, no llegaría a uno sesenta, y delgado, pero con algo de barriga y mofletes. Vestía un traje oscuro recién estrenado con la chaqueta abrochada y sus zapatos negros brillaban de nuevos. Sus ojos eran pequeños, oscuros y hundidos y llevaba el pelo moreno cortado por encima de las orejas y con gruesas patillas. Wylie pensó que entre una multitud no destacaría particularmente como una persona rica o influyente.

– Trabajé allí para adquirir experiencia. Me gustaba el negocio de la construcción y por lo visto elegí bien -dijo con una sonrisa como invitándoles a hacer lo mismo por su buena fortuna. Pero los dos permanecieron serios.

– ¿Tuvo alguna vez tratos con Peter Kirkwall? -preguntó Wylie.

– El es constructor y yo promotor. Son dos sectores distintos.

– Eso no contesta la pregunta.

Hutton volvió a sonreír.

– Es que no sé a cuento de qué…

– Estuvimos hablando con él y su despacho está lleno de planos y fotos de sus obras…

– ¿Y el mío no? Será que Peter tiene un ego que yo no poseo.

– Entonces, ¿le conoce?

Hutton lo reconoció simplemente encogiéndose de hombros.

– A veces he contratado a su empresa. ¿Qué tiene eso que ver con su cadáver?

– Nada -respondió Wylie-. Era por curiosidad -añadió plenamente convencida de que había puesto el dedo en la llaga.

– Bien -dijo Grant Hood-, volviendo a Queensberry House…

– ¿Qué podría decirles? Tendría entonces dieciocho o diecinueve años y lo que yo hacía era mezclar hormigón y las tareas de peón. Puro aprendizaje.

– ¿Pero recuerda aquella sala? ¿Y las chimeneas?

Hutton asintió con la cabeza.

– Sí, se hizo una cámara de aire. Yo estaba presente cuando abrimos la pared.

– ¿Se comunicó a alguien el descubrimiento de las chimeneas?

– Para ser sincero, creo que no.

– ¿Por qué?

– Es que Dean pensó que querrían enviarnos a los historiadores, interrumpirían las obras y no cobraría hasta su terminación. Si había que esperar a que vinieran a examinar el hallazgo perderíamos tiempo.

– ¿Y lo que hicieron fue volver a taparlas?

– Eso debió de ocurrir. Una mañana, cuando llegué al trabajo, estaban ya tapiadas.

– ¿Sabe quién lo hizo?

– Pudo ser el propio Dean, o a lo mejor Harry Connors. Harry era muy amigo de Dean, su mano derecha como quien dice -añadió asintiendo con la cabeza-. Creo que entiendo la conclusión que se plantean: quien tapió la chimenea tuvo que ver el cadáver.

– ¿Se le ocurre algo? -preguntó Wylie, pero Hutton dijo que no con un gesto-. Usted habrá leído el caso en los periódicos, señor Hutton. ¿Por qué motivo no se ha presentado a declarar?

– No sabía que el cadáver databa de aquella época. Pueden haber descubierto y tapado la chimenea docenas de veces desde que yo trabajé allí.

– ¿Alguna otra razón?

Hutton la miró.

– Yo soy un empresario. Cualquier historia sobre mí la publica la prensa y puede afectarme dentro de mi sector.

– Es decir, que no toda publicidad es buena publicidad -dijo Hood.

– Mejor no podía haberlo expresado -aseveró Hutton sonriendo.

– Bien, sin entrar en detalles -interrumpió Wylie-, ¿puede decirme cómo entró a trabajar en la empresa del señor Coghill?

– Hice una solicitud, como todos.

– ¿De verdad?

– ¿Qué insinúa? -replicó Hutton ceñudo. -Sólo me preguntaba si no sería su tío quien le echó una mano, o tal vez más de una.

Hutton puso los ojos en blanco.

– Y yo me preguntaba cuánto tardaría en salir eso a relucir… Escuchen, sí, resulta que mi madre es hermana de Bryce Callan, no puedo negarlo. Pero no por eso soy un delincuente.

– ¿Afirma que su tío sí lo es? -preguntó Wylie. Hutton la miró con gesto despectivo.

– No venga con disimulos. Es sabido lo que la policía piensa de mi tío. Pero son simples rumores sin fundamento porque no hay pruebas, ¿no es cierto? Ni siquiera ha tenido nunca que ir a juicio. Lo que en mi opinión significa que están en un error. Significa que yo me he ganado a pulso lo que tengo, pagando los impuestos, el IVA y todo lo demás. Yo estoy limpio como el que más. Y si piensan que pueden entrar aquí a…