– Eres un monstruo.
– Pues supongo que eso te convierte en el doctor Frankenstein.
– No eres más que un cuerpo vil.
– Y dale. Ahora vas a decirnos que le conociste -se volvió hacia Rebus y Siobhan-. A Evelyn Waugh, autor de Vile Bodies [Cuerpos viles].
– Asquerosa. Te echabas en brazos de todos los hombres que conocías.
– Y sigo haciéndolo -replicó Lorna con un gruñido mirando de reojo a Rebus-. Mientras que tú sólo te echaste en los brazos de padre porque sabías que era lo que te convenía. Y una vez que obtuviste fama, si te he visto no me acuerdo, en una frase: fin del romance.
– ¿Cómo te atreves? -replicó la anciana con una cólera fría, una furia propia de una mujer más joven.
Siobhan tiró de la manga a Rebus en dirección a la puerta pero Lorna lo advirtió.
– ¡Ah, fíjate, estamos espantando a la pasma! ¿No es una maravilla, madre? ¿Te das cuenta del poderío? -añadió echándose a reír secundada por la anciana.
«Esto es una maldita casa de locos», pensó Rebus; pero inmediatamente consideró que era el proceder normal entre madre e hija, con peleas e insultos para provocar la catarsis. Habían sido tanto tiempo figuras públicas que se habían convertido en actores de su propio melodrama y daban una teatralidad exagerada a sus necias rencillas.
Escenas de la vida familiar.
Un infierno.
Lorna se enjugó en un ojo una lágrima imaginaria sin soltar los cuadros.
– Estos voy a colgarlos -dijo.
– No -dijo su madre-, déjalos ahí con los otros -añadió señalando una docena de óleos enmarcados que estaban apoyados en la pared en el vestíbulo-. Bueno, tienes razón; que se vean. Los limpiaremos y les pondremos marco nuevo.
– Habrá que hacer un seguro ya que estamos -dijo Lorna y vio que su madre iba a objetar algo y añadió-: No es para venderlos, es por si los roban…
Alicia iba a discutir pero dio un profundo suspiro y asintió con la cabeza. Lorna dejó los cuadros junto a la pared y se incorporó sacudiéndose el polvo de las manos.
– Algunos de éstos hará cuarenta años que los pintaste.
– Pues casi seguro. Tal vez más -comentó la madre-. Pero perdurarán después de mi muerte. Sólo que no significarán lo mismo.
– ¿Por qué? -preguntó Siobhan como obligada.
La anciana la miró.
– Para mí tienen un sentido intransferible a otra persona.
– Por eso están ahí -añadió Lorna- y no en el salón de un coleccionista.
Alicia Grieve asintió con la cabeza.
– Su valor es inapreciable. Lo personal es lo único que permite a los seres humanos distinguirse de los animales -dijo súbitamente animada soltando la mano de Rebus-. El té -bramó dando una palmada-. Vamos a tomar el té.
Rebus se preguntó si no habría alguna posibilidad de un traguito de whisky con el té.
Se sentaron en el salón para charlar de cosas intrascendentes mientras Lorna se afanaba en la cocina, de donde regresó momentos después con una bandeja.
– Seguro que se me ha olvidado algo -dijo-. Preparar el té no es mi fuerte -añadió mirando a Rebus al decirlo; pero éste tenía la vista clavada en la chimenea-. ¿Desea algo más fuerte, inspector? Creo recordar que le gusta el whisky.
– No, muchas gracias -contestó él al sentirse obligado a rechazar la oferta.
– El azúcar -dijo Lorna mirando la bandeja-. Ya decía yo -añadió yendo hacia la puerta, aunque volvió a sentarse cuando Siobhan y Rebus comentaron que no tomaban.
En una fuente había galletas integrales desmenuzadas que ellos rehusaron pero Alicia cogió una, la mojó en el té y se deshizo; todos simularon no ver cómo recogía los pedazos y se los llevaba a la boca.
– Bien -dijo Lorna al fin-, ¿qué les trae a Happy Acres?
– Puede ser algo o nada -dijo Rebus-. La agente Clarke está investigando el suicidio de un mendigo que al parecer se interesaba mucho por la familia Grieve.
– ¿Ah, sí?
– Y el hecho de su suicidio nada más producirse el asesinato…
Lorna se inclinó atenta en el asiento mirando a Siobhan.
– ¿No será por casualidad ese vagabundo millonario?
Siobhan asintió con la cabeza.
– Aunque no era realmente millonario -dijo.
– ¿Recuerdas que me lo comentaste? -preguntó Lorna a su madre.
La anciana asintió automáticamente como si no hubiese escuchado. Lorna se volvió hacia Siobhan.
– ¿Qué tiene que ver con nosotros?
– Nada, quizá -contestó Siobhan-. El difunto se hacía llamar Chris Mackie. ¿Le dice algo ese nombre?
Lorna reflexionó un buen rato y dijo que no.,
– Tenemos unas fotos -añadió Siobhan tendiéndoselas y mirando a Rebus.
– Qué ser tan siniestro, ¿no creen? -comentó Lorna mirando las fotos.
Siobhan seguía mirando a Rebus como instándole a que planteara él la pregunta.
– Señora Cordover -dijo él-, lo que voy a preguntarle es algo delicado.
– ¿Qué es? -replicó ella mirándole.
Rebus respiró profundamente.
– Está mucho más viejo… por vivir a la intemperie, pero… ¿no podría, quizá, ser Alasdair?
– ¿Alasdair? -exclamó Lorna mirando de nuevo la última foto-. ¿Pero qué diablos dice? -miró a su madre, que estaba más pálida que nunca-. Alasdair es rubio. No tiene nada que ver -Alicia estiró el brazo pero Lorna devolvió las fotos a Siobhan-. ¿Pero qué pretenden? Este hombre no se parece en nada a Alasdair. En nada.
– En veinte años la gente cambia mucho -dijo Rebus con voz pausada.
– La gente cambia de la noche a la mañana -replicó ella con frialdad-, pero ése no es mi hermano. ¿Qué le hizo pensar que era él?
– Fue una corazonada -respondió Rebus.
– Yo les enseñaré a Alasdair -dijo Alicia Grieve levantándose y dejando la taza en la mesa-. Vengan, que se lo enseñaré.
La siguieron a la cocina. La vitrina para la loza estaba llena y la encimera ocupada por montones de vajilla limpia, esperando un espacio que no había. En el fregadero se amontonaban platos sucios y sobre una tabla de planchar había ropa apilada. Sonaba una radio a volumen suave, sintonizada con una emisora de música clásica.
– Bruckner -dijo Alicia abriendo la puerta trasera-. No dejan de poner Bruckner.
– Tiene ahí su estudio -comentó Lorna cuando cruzaban el jardín.
Estaba lleno de maleza, abandonado, pero se notaba su primitiva condición por un columpio vertical con el tubo oxidado, una urna de piedra tumbada sobre el pedestal y un césped lleno de hojas secas que entorpecían la marcha. Al fondo estaba la casita de piedra.
– ¿Eran las dependencias del servicio? -preguntó Rebus.
– Eso creo -contestó Lorna-. Cuando éramos niños nos escondíamos ahí pero luego madre lo transformó en estudio y ya no nos permitían entrar -miró a la anciana que, encorvada, abría la marcha-. Hubo una época en que pintaba junto a mi padre en el estudio de la buhardilla -añadió señalando dos claraboyas del tejado-. Pero luego madre dijo que necesitaba su propio espacio y su propia luz y así, de paso, lo dejó fuera de su vida. No crea que ha sido fácil nuestra infancia -añadió mirando a Rebus.
Alicia sacó una llave del bolsillo de la rebeca y abrió la puerta del estudio. Era una sola pieza de paredes encaladas salpicadas de pintura con el suelo también manchado. Había tres caballetes de distinto tamaño y del techo colgaban telarañas. En una pared había una docena de lienzos de diversas medidas con la cabeza del mismo personaje en distintas fases de su vida.
– Santo Dios -dijo Lorna conteniendo un grito-, pero si es Alasdair… -añadió mientras se acercaba a examinarlos.