Nic abrió la furgoneta y se le quedó mirando.
– Esta noche tienes que ir tú a pie.
– ¿Qué?
– Yvonne me conoce y si oye algo y vuelve la cabeza me verá.
– Bueno, pues ponte el pasamontañas.
– ¿Eres tonto? ¿Cómo voy a seguir a una mujer por la calle con pasamontañas?
– No lo hago.
Nic apretó rabioso los dientes.
– ¡Tienes que ayudarme!
– Ni hablar, tío.
Nic hizo esfuerzos evidentes por mantener la calma.
– Escucha, de todos modos, a lo mejor no sale sola. Lo único que te pido…
– Y yo te digo que no. Es demasiado arriesgado y me da igual lo que digas -replicó Jerry alejándose de la furgoneta.
– ¿Adónde vas?
– A tomar el fresco.
– No seas así. Hostia, Jer, ¿es que no vas a crecer?
– Nunca -fue cuanto atinó a decir, luego dio la vuelta y echó a correr.
26
Rebus anduvo de una habitación a otra por el piso esperando a que se calentara la parrilla del horno. Tostadas con queso, la más solitaria de las comidas. No figura en ninguna carta de restaurante ni se invita a nadie a rebanadas con queso. Es lo que come uno cuando está solo y al hacer una incursión al armario de la cocina sólo encuentra unas rebanadas de pan y en la nevera no queda más que un poco de margarina y queso. Aquella noche de invierno había que comer caliente. Pues queso tostado.
Volvió a la cocina y puso el pan en la parrilla y comenzó a cortar lonchas del trocito de cheddar. Le vino a la cabeza una especie de verso de la revista del Festival Fringe de Edimburgo:
El queso de cheddar es nuestro queso,
nuestro queso escocés, color naranja, graso…
Volvió al cuarto de estar. En el tocadiscos sonaba uno de las primeras grabaciones de Bowie: The man who Sold the world, El hombre que vendió el mundo. La vida era un puro comercio, desde luego; transacciones diarias con amigos, enemigos y desconocidos, en las que siempre había un ganador y un perdedor, o la sensación de haber ganado o perdido algo. Quizá no se venda el mundo, pero todos venden algo, una idea de sí mismos, al menos. Cuando Bowie cantó lo de cruzarse con alguien en la escalera Rebus volvió a pensar en Derek Linford sorprendido en el descansillo de aquella casa. ¿Un mirón pervertido o simplemente un inseguro? Él también había hecho tonterías de joven. Una vez telefoneó a los padres de una chica que le había plantado para preguntar si estaba embarazada. ¡Dios, si ni siquiera habían follado! Se detuvo ante la ventana mirando al piso de enfrente, tranquilo con las cortinas corridas y las contraventanas abiertas. Vidas ajenas. Allí vivía un matrimonio con dos hijos, la parejita. Los veía desde hacía tanto tiempo que un sábado por la mañana al tropezárselos en el quiosco les saludó. Pero los niños, sin los padres a su lado, se apartaron de él con cara de espanto, sin atender a sus razones de que era el vecino de enfrente.
Nunca habléis con desconocidos. Sí, era el consejo que él mismo les habría dado. Era su vecino pero al mismo tiempo un desconocido. La gente se quedó sorprendida mirándole allí parado con la bolsa de panecillos, el periódico y la leche, mientras los dos críos se apartaban de él andando hacia atrás y él les decía: «¡Yo vivo enfrente! ¡Tenéis que haberme visto!».
No le habían visto, claro que no. Sus mentes estaban en otras cosas, inmersas en un mundo distinto al suyo. Puede que a partir de aquel momento le llamaran «el vecino raro», el hombre que vivía solo.
¿Vender el mundo? Él no podía venderse ni a sí mismo.
Así era Edimburgo. Reservada, autosuficiente, una ciudad en la que no hablas ni con el vecino. En la escalera de su casa, de seis viviendas sólo tres eran de propiedad, las otras estaban alquiladas a estudiantes, y hasta que no llegó un aviso reglamentario para el arreglo del tejado él no se enteró del nombre de sus verdaderos dueños. Dueños ausentes. Uno de ellos vivía en Hong Kong o un sitio por el estilo y, al faltar su firma, el presupuesto tuvo que hacerlo el Ayuntamiento, salió diez veces más caro que el original, y se pasó el trabajo a una empresa favorecida por el consistorio.
No hacía mucho que otro que residía en Dalry había muerto a manos de un asesino a sueldo pagado por un inquilino por haberse negado a dar conformidad a un presupuesto de reparación. Así era Edimburgo: reservada, autosuficiente y mortal si le plantabas cara.
Ahora sonaba Changes [Cambios], de Bowie. Black Sabbath tenía una canción con el mismo título, una especie de balada y Ozzy Osbourne cantaba I´m goingthrough changes [Experimento cambios]. «Igual que yo, colega» sintió ganas de decir Rebus.
En la cocina dio la vuelta a las tostadas de la parrilla y puso las lonchas de queso. Encendió el hervidor.
Cambios, igual que él con la bebida. Él, que podía citar de memoria cien pubs de Edimburgo, estaba en casa sin cerveza y con una media botella de whisky encima de la nevera. Se tomaría un vaso antes de acostarse, tal vez con agua. Luego cogería un libro y se taparía con el edredón. Tenía que leer esas historias de Edimburgo, pero había dejado los Diarios de Walter Scott. En Edimburgo había muchos pubs con nombres inspirados en las obras de Scott; seguramente más de los que él creía, a tenor de las pocas novelas que había leído de aquel autor.
Por el humo del horno se dio cuenta de que se quemaban las tostadas. Puso las dos en un plato y se lo llevó al cuarto de estar. Tenía puesta la tele sin sonido y el sillón junto a la ventana con el móvil y el mando a distancia cerca en el suelo. Algunas noches le visitaban fantasmas que se instalaban en el sofá o se sentaban en el suelo. No llegaban a ocupar todo el cuarto, pero eran más de los que a él le habría gustado. Malhechores, colegas muertos. Y ahora Cafferty volvía a entrar en su vida, como un resucitado. Masticó mirando al techo, preguntando a Dios qué había hecho para merecer aquello. Le gustaba un cierto sarcasmo, Dios, aunque fuese un sarcasmo cruel.
Queso tostado; algunos fines de semana, cuando su padre vivía y él iba a Fife a verle, el viejo estaba sentado a la mesa, comiendo siempre lo mismo, y acompañando cada bocado con un té pasado. Cuando él era niño comía con sus padres en la cocina, en la vieja mesa plegable, pero en los últimos años el padre había sacado la mesa al cuarto de estar para comer junto al calentador y la televisión; con el calor de dos resistencias a la espalda. Tenían también una estufa de gas; siempre empañaba las ventanas, que en invierno se helaban por la noche y había que rascarlas por la mañana o pasarles la manopla de la cocina cuando apagaban la calefacción.
Su padre lanzaba un gruñido, Rebus se sentaba en el sillón que había sido de su madre y decía que ya había comido; no tenía intención de acompañar al viejo en aquella mesa puesta para uno solo. Su madre siempre ponía mantel; el padre, no. Los mismos platos y cubiertos, sí, pero con una gran diferencia.
«Ahora yo ni siquiera uso mesa», pensó.
El fantasma de sus padres no le visitaba nunca. Quizá descansaran en paz a diferencia de los demás. Aquella noche no había fantasmas; sólo el resplandor de la tele, el alumbrado de la calle y los faros de los coches que pasaban. El mundo se configuraba más bien a base de luces y sombras que de colores. La sombra más tenebrosa era la de Cafferty. ¿Qué pretendería? ¿Cuándo daría el paso, el verdadero, el último paso de lo que tramaba?
Dios, necesitaba un trago. Pero no se lo iba a tomar todavía para ponerse a prueba. Siobhan tenía razón, había cometido un grave error con Lorna Grieve. Además, no pensaba que fuera exclusivamente por culpa del alcohol -había claudicado ante el embrujo del pasado, un pasado de portadas de discos y fotos de revista-; pero el alcohol había tenido parte de culpa. Siobhan le había preguntado que cuánto tardaría la bebida en afectar a su trabajo. Podría haber contestado que ya lo había hecho.