Cogió el teléfono y se planteó llamar a Sammy, pero miró el reloj inclinándolo hacia la luz de la ventana y vio que era muy tarde, más de las diez. No eran horas. Cuando se acordaba de llamarla era siempre tarde y, al final, era su hija quien lo hacía obligándole a disculparse, puesto que ella insistía en que llamase a la hora que fuese. Sí, pero de todos modos… se dijo que era muy tarde. Habría alguien en la habitación contigua y a lo mejor se despertaba, aparte de que Sammy necesitaba dormir porque el programa terapéutico era muy estricto y requería muchos análisis y ejercicios de rehabilitación. Ella le decía que «la cosa iba»; era su modo de expresar que el progreso era lento.
Progreso lento. Lo sabía. En cualquier caso, ahora ya hacía movimientos. Tuvo la sensación de que era él quien estaba en el asiento del conductor, pero con los ojos vendados, siguiendo instrucciones de alguien desde dentro de un coche. Probablemente había muchos indicadores de ceda el paso y de dirección prohibida en la carretera, pero él se las pintaba solo para pasar de todo. El problema era que en el coche no había cinturón de seguridad y su instinto le impulsaba a ir cada vez más deprisa.
Se levantó y cambió a Bowie por Tom Waits. Blue Valentine, grabado antes de entrar en decadencia. Triste, sórdido y perfecto. Waits conocía los recovecos podridos del alma, y aunque la manera de cantar era pretenciosa, la letra salía del corazón. Él le había visto en un concierto; se notaba que no era actor y sus letras sonaban algo a falso, por tratar de vender una imagen de sí mismo, un producto empaquetado para consumo público. Era algo que hacían constantemente las estrellas del pop y los políticos. Los políticos actuales carecían de opinión y de color. Eran simples ventrílocuos, maniquís, a quienes otros elegían la ropa, con los colores a juego y «con mensaje». Se preguntó si Seona Grieve sería distinta; pero lo dudaba. A los que piensan de otro modo les cuesta abrirse camino, y tenía la impresión de que Seona Grieve era demasiado ambiciosa para triunfar con esfuerzo. No se dejaría vendar los ojos; se dedicaría a trabajar con tesón en su papel de viuda. Él había bromeado con Linford a propósito de los móviles de la viuda. Móvil, medios y oportunidad: la trilogía del crimen. Su auténtico problema era ése: los medios, porque no veía en Seona Grieve a alguien capaz de matar a martillazos. Aunque, si no era tonta, ésta sería el arma que habría utilizado, difícilmente vinculable a su personalidad.
Linford no se apartaba de la calle principal siguiendo los indicadores del procedimiento de investigación, mientras que él había tomado un camino accidentado. ¿Y si el suicidio de Fred Hastings no tenía relación con Roddy Grieve? A lo mejor ni guardaba relación con Queensberry House. ¿No estaría persiguiendo sombras tan inconsistentes como el rastro del haz de una linterna sobre el techo? Nada más terminar la canción sonó el teléfono y se llevó un sobresalto.
– Soy Siobhan. Creo que hay alguien que me espía.
Rebus pulsó el botón del portero automático y ella abrió la puerta después de comprobar que era él. Cuando llegó a su piso ya tenía la puerta abierta.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó.
Pasaron al cuarto de estar y advirtió que estaba más tranquila de lo que esperaba.
En la mesita de centro había una botella de vino de la que faltaba un tercio junto a un vaso mediado. Por el olor, notó que había cenado comida india, pero no vio ningún plato ni cubiertos. Había recogido.
– He estado recibiendo llamadas…
– ¿Qué clase de llamadas?
– De esas que no dicen nada y cuelgan. Dos o tres veces al día. Si no estoy en casa, esperan a que se conecte el contestador y cuelgan. Quien sea lo hace expresamente para que quede grabado.
– ¿Y cuando estás en casa?
– Lo mismo, cuelgan sin decir nada. He llamado al 1471, pero siempre dicen que no pueden revelar el número. Luego, esta noche…
– ¿Qué?
– Pues que he tenido la impresión de que me observaban desde enfrente -dijo señalando con la cabeza hacia la ventana.
Rebus miró hacia las cortinas echadas, se acercó a la ventana, las entreabrió y miró a la casa de enfrente.
– Tú, quédate aquí -dijo.
– Podría haber ido yo a averiguar, pero…
– Vuelvo enseguida.
Siobhan permaneció quieta junto a la ventana cruzada de brazos, oyó la puerta de abajo y vio a Rebus cruzar la calle. Había llegado casi sin aliento. ¿Es que no estaba en forma o había subido a todo correr? Tal vez inquieto por ella… Ahora se preguntaba por qué le había llamado. Tenía Gayfield Square a cinco minutos de casa y cualquiera de la comisaría habría podido acercarse. O podría haber mirado ella misma. No es que le diera miedo, pero una cosa así… era inquietante… pero si la compartes con otro, la inquietud se desvanece. Vio a Rebus abrir el portal de enfrente sin dudarlo un instante y después volvió a verle pasar por el descansillo del primer piso y llegar al segundo y allí se acercó a la ventana, saludándola a través del cristal para darle a entender que no había nadie. Subió un piso más para comprobar si había alguien escondido y bajó.
Cuando entró resoplaba aún más fuerte.
– Sí, lo sé -dijo dejándose caer en el sofá-, tendría que ir a un gimnasio -añadió sacando el tabaco del bolsillo, pero recordó que ella no le dejaría fumar en su casa. Siobhan volvió de la cocina con una copa.
– Es lo menos que puedo ofrecerte -dijo sirviéndole un vino.
– Salud -dijo él dando un buen sorbo y respirando profundamente-. ¿Es tu primera botella esta noche? -añadió en broma.
– No son visiones -dijo ella arrodillándose junto a la mesita y dando vueltas con las manos al vaso.
– Cuando se vive solo… No me refiero a ti, a mí también me sucede.
– ¿El qué? ¿Que te imaginas cosas? -replicó ella-. ¿Cómo lo sabías? -añadió con un leve rubor en las mejillas.
– ¿Cómo sabía, qué? -preguntó él mirándola.
– Dime que no eras tú quien me espiaba.
Él se quedó boquiabierto sin saber qué replicar.
– He visto que abrías la puerta sin dudar -añadió ella- ni comprobar si estaba cerrada o no. Luego sabías que estaba abierta. A continuación te detuviste en el segundo piso.
¿Para recobrar aliento? -prosiguió abriendo interrogante los ojos-. Era allí desde donde me observaban, desde ese descansillo.
Rebus bajó la vista hacia la copa.
– El mirón no era yo -dijo.
– Pero tú sabes quién es -dijo ella con una pausa-. ¿Es Derek? -el silencio de Rebus fue más que elocuente. Ella se puso en pie y comenzó a pasear por el cuarto-. Cuando le eche la vista encima…
– Escucha, Siobhan…
– ¿Cómo lo sabías? -dijo ella volviéndose hacia él.
Rebus tuvo que explicárselo y cuando terminó, Siobhan cogió el teléfono y marcó el número de Linford. Cuando descolgaron al otro lado de la línea ella colgó. Ahora la que respiraba aguadamente era ella.
– ¿Puedo preguntarte una cosa? -dijo Rebus.
– ¿Qué?
– ¿Has marcado el prefijo 141? -ella le miró sorprendida-. Es imprescindible si no quieres que aparezca tu número cuando llamas.
Aún se estremecía cuando sonó el teléfono.
– No contesto -dijo.
– Puede que no sea Derek.
– Que se grabe en el contestador.