Al cabo de siete timbrazos el contestador hizo clic y se oyó la grabación de su propia voz y luego otro clic al colgar el que llamaba.
– ¡Hijo de puta! -espetó ella.
Descolgó, marcó el 141, escuchó y colgó de golpe.
– ¿Número restringido? -dijo Rebus.
– ¿Qué juego se trae, John?
– Siobhan, le has dado calabazas y la gente en esas circunstancias hace cosas raras.
– Parece que estés de su lado.
– Ni mucho menos. Sólo intento dar una explicación.
– Porque alguien te dé calabazas ¿hay que dedicarse a acosarle? -dijo. Cogió el vaso de vino y dio dos sorbos mientras caminaba por el cuarto; advirtió que las cortinas estaban descorridas y fue rápidamente a echarlas.
– Anda, siéntate -dijo Rebus-. Mañana hablaremos con él.
Finalmente Siobhan dejó de pasear arriba y abajo y se sentó en el sofá a su lado. Rebus hizo ademán de servirle más vino pero ella rehusó.
– Es una lástima desperdiciarlo -comentó él.
– Bébetelo tú.
– No -Siobhan le miró y le sonrió-. Me he pasado casi toda la tarde reprimiéndome para no salir a tomar una copa -añadió él.
– ¿Por qué?
Él se encogió de hombros y ella cogió la botella.
– Pues evitemos el peligro.
Cuando la alcanzó ella estaba tirando el vino por el fregadero.
– Qué drástica -dijo Rebus-. Podrías haberlo guardado en la nevera.
– El vino tinto no se guarda en la nevera.
– Bueno, ya sabes lo que quiero decir -añadió él mirando los platos fregados en el escurridero y el orden de aquella cocina impoluta de azulejos blancos-. Tú y yo somos como el día y la noche.
– ¿Por qué lo dices?
– Yo sólo friego cuando me faltan vasos.
– Yo siempre quise ser una dejada -dijo ella sonriendo.
– ¿Entonces…?
Ella se encogió de hombros y miró a su alrededor.
– Será por la educación que recibí o vete a saber. Me imagino que habrá quien me califique de neurótica de la limpieza.
– A mí me llaman simplemente palurdo -dijo Rebus. Vio que enjuagaba la botella y la ponía en una caja color naranja con otros tarros de cristal junto al cubo de la basura.
– ¿No me digas que reciclas?
Ella asintió con la cabeza y sonrió. A continuación volvió a ponerse seria.
– Por Dios, John, si sólo he salido tres veces con él.
– A veces es suficiente.
– ¿Sabes dónde le conocí?
– No quisiste decírmelo, ¿recuerdas?
– Pero ahora te lo digo: en un club de solteros.
– ¿La noche que acompañaste a la víctima de violación?
– Pertenece a ese club de solteros pero ellos no saben que es policía.
– Bueno, eso demuestra que tiene problemas en su relación con las mujeres.
– Trata a mujeres todos los días, John -replicó ella haciendo una pausa-No sé, a lo mejor es indicio de alguna otra cosa.
– ¿De qué?
– No sabría decirte. Puede ser una faceta oculta de su personalidad -dijo ella recostándose en el fregadero y cruzando los brazos-. ¿Recuerdas lo que tú dijiste?
– Digo tantas cosas memorables…
– Eso de los chicos despechados que a veces hacen cosas…
– ¿Piensas que a Linford le han despreciado muchas veces?
– Quizá -respondió ella reflexiva-. Aunque estaba pensando más bien en el violador, en el hecho de que al parecer elige en concreto esas noches para solteros.
Rebus reflexionó al respecto.
– ¿Porque hubo alguna que le rechazó?
– O porque su mujer o su novia fueron a uno…
– ¿Y ligaron? -dijo Rebus asintiendo con la cabeza.
– Bueno, desde luego yo ya no me encargo de ese caso… -añadió Siobhan haciendo también un gesto afirmativo.
– Sí, Siobhan, pero quien lo lleve ahora habrá indagado en los clubes de solteros.
– Sí, pero no habrá interrogado a las mujeres con compañeros celosos.
– Muy acertado. Otra tarea para mañana.
– Sí -dijo ella cogiendo el hervidor-, en cuanto tenga cuatro palabritas con nuestro querido Derek.
– ¿Y si lo niega?
– Tengo testigos, John -replicó ella mirándole por encima del hombro-. Estás tú.
– No, estoy yo más las sospechas por tu parte, que no es lo mismo.
– ¿Qué quieres decir?
– Es sabido que Linford y yo no nos llevamos nada bien. Y ahora si voy yo y digo que le he visto espiándote… No sabes cómo son en Fettes, Siobhan.
– ¿Barren para casa?
– Puede que sí, puede que no, pero desde luego se lo pensarán más de dos veces antes de creerse lo que diga Rebus sobre un futuro jefe de policía.
– ¿Por eso no me lo dijiste?
– Quizá.
– ¿Cómo tomas el café? -preguntó ella dándole otra vez la espalda.
– Solo.
El apartamento de Derek Linford tenía vistas al valle Dean y a la costa de Leith. Lo consiguió con una hipoteca en muy buenas condiciones valiéndose de su posición en Fettes, pero, en cualquier caso, los pagos eran importantes y, además, tenía que pagar el BMW. Tenía mucho que perder.
Nada más llegar, sudoroso, se quitó la chaqueta y la camisa. Lo había visto por la ventana y llamado por teléfono. El había echado a correr, conduciendo como loco, subió los escalones de su piso de dos en dos… y su teléfono estaba sonando. Se abalanzó a cogerlo, pensando que sería Siobhan. «¡Habrá notado que la observaban y habrá decidido llamarme para que la ayude!» Pero la línea se cortó y al comprobar quién llamaba vio que era el número de ella. La llamó inmediatamente pero no contestaba.
Estaba junto a la ventana temblando, ajeno al paisaje que se divisaba… «¡Sabe que soy yo!» No podía pensar otra cosa. No le había llamado para pedir ayuda; habría llamado a Rebus. Claro, y Rebus se lo había contado. Naturalmente.
– Lo sabe -dijo en voz alta-Lo sabe, lo sabe, lo sabe.
Cruzó el cuarto de estar y volvió sobre sus pasos dándose puñetazos en la palma de la mano.
Tenía mucho que perder.
– No -dijo otra vez negando con la cabeza y procurando serenarse. No pensaba perder lo que tenía. Por nada ni por nadie. Era todo cuanto había logrado al cabo de tantos años de trabajo, largas noches, fines de semana, cursillos y estudios.
– No -repitió-, nadie me lo va a quitar. No sin luchar a brazo partido.
Llamaron a Cafferty a la habitación diciendo que había un problema en el bar. Se vistió, bajó y se encontró a Rab en el suelo, sujeto por dos camareros y un par de clientes. A su lado, otro hombre con las piernas abiertas y la nariz rota, se sujetaba una oreja con la mano manchada de sangre y pedía a gritos que llamaran a la policía. Junto a él estaba su novia en cuclillas.
– Lo que necesita es una ambulancia -dijo Cafferty mirándole.
– ¡Ese cabrón me ha mordido la oreja! Cafferty se agachó frente a él, le mostró dos billetes de cincuenta libras y se las metió en un bolsillo. -Una ambulancia -repitió.
La chica comprendió, se puso en pie y fue al teléfono.
Cafferty se acercó a Rab, se agachó delante de él y le agarró del pelo.
– Rab, ¿qué coño has hecho? -dijo.
– Ha sido en broma, Big Ger -en los labios tenía sangre de la oreja del agredido.
– A los demás no nos divierte.
– ¿Qué es la vida sin un poco de diversión?
Cafferty no le contestó.
– Mira, si te portas así no sé qué voy a hacer contigo -dijo marcando las palabras.
– ¿Tanta importancia tiene? -replicó Rab.
Cafferty volvió a guardar silencio. Dijo a los hombres que le soltaran, y ellos obedecieron con recelo, pero Rab parecía incapaz de levantarse.