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– Podrían ayudarle -dijo Cafferty con un fajo de billetes en la mano del que cogió unos cuantos para repartirlos-. Por la ayuda, y que esto no trascienda -no había destrozos en el bar, pero insistió en que lo aceptaran-. A veces hay cosas rotas que no se ven de entrada -le dijo al camarero al tiempo que invitaba a una ronda y le daba un pescozón a Rab.

– Ya es hora de irse a la cama, hijo -en la barra estaba la llave de la habitación de Rab y el personal del bar sabía que éste se alojaba en el hotel con Big Ger-. La próxima vez que quieras gresca búscala en otra parte,;eh?

– Lo siento, Big Ger.

– Está bien, hay que ayudarse mutuamente, ¿verdad que sí, Rab? A veces es mejor utilizar el cerebro que la fuerza.

– De acuerdo, Big Ger. De verdad que lo siento.

– Bien, anda, vete. En el ascensor hay espejo; no se te ocurra darle un puñetazo…

Rab esbozó una sonrisa. Pasado el jaleo, era evidente que no podía tenerse de sueño. Cafferty le vio salir pesadamente del bar. Le apetecía un trago, pero no allí con aquella gente. Los dejaría a solas para que se desahogaran contándose y repitiéndose lo que había sucedido. Tenía en su habitación un minibar y bebería allí. Pidió disculpas haciendo un gesto con los brazos abiertos y siguió a Rab hacia el ascensor. Subieron los tres pisos en el estrecho confinamiento que recordaba el calabozo. Rab cerraba los ojos apoyado en el espejo mientras Cafferty le miraba impasible.

«¿Tanta importancia tiene?», había dicho Rab. Era precisamente lo que Cafferty se planteaba mientras subían.

27

Cuando Rebus llegó a Saint Leonard por la mañana dos agentes de uniforme comentaban la película que habían dado la noche antes por la tele.

– Cuando Harry encontró a Sally, señor, la habrá visto.

– Anoche no vi la tele. Hay gente que tiene mejores cosas que hacer.

– Hablábamos del argumento, de si los hombres pueden hacer amistad con las mujeres sin pensar en llevárselas a la cama.

– Yo creo -dijo el otro agente- que cuando un tío echa el ojo a una mujer en lo primero que piensa es en cómo será en la piltra.

Rebus oyó fuertes voces en el departamento del Investigación Criminal.

– Con perdón, caballeros, hay algo más urgente…

– Es una pelea amorosa -comentó uno de los agentes.

– Más equivocado no puedes estar, colega -replicó Rebus volviéndose hacia él.

Siobhan tenía acorralado a Derek Linford en un rincón de la sala, para gran fruición del público: el inspector Bill Pryde y los sargentos Roy Frazer y George Hi-Ho Silvers que, sentados en sus respectivas mesas, disfrutaban del espectáculo, y a quienes Rebus fulminó con la mirada al entrar. Siobhan había agarrado a Linford por el cuello y estaba de puntillas con la cara pegada a la de él, que sostenía en una mano unos papeles arrugados y levantaba la otra pidiendo tregua.

– Y si se te ocurre siquiera pensar en mi número de teléfono, vas a ver. ¡Te voy a arrancar los huevos! -gritó Siobhan.

Rebus le cogió las manos por detrás para que le soltara, pero ella se revolvió furiosa y roja de cólera mientras Linford tosía medio asfixiado.

– ¿Esto es lo que tú llamas decirle cuatro palabras? -dijo Rebus.

– Ya sabía yo que tú tenías algo que ver -dijo Linford.

– ¡Es un asunto entre tú y yo, gilipollas, y nadie más! -exclamó Siobhan encarándose con él de nuevo.

– Te crees irresistible, ¿verdad? -dijo Linford.

– Cállate, Linford, no empeores más las cosas -replicó Rebus.

– Yo no he hecho nada.

– ¡Serpiente rastrera! -le espetó Siobhan tratando de zafarse de Rebus.

Oyeron a sus espaldas una voz potente y autoritaria:

– ¿Qué demonios sucede aquí?

Se volvieron los tres hacia la puerta y vieron al comisario Watson acompañado del ayudante del jefe de la policía, Colin Carswell.

Rebus fue el último en ser «invitado» a dar a Watson su versión de la historia. Estaban los dos a solas en el despacho y Watson, apodado el Granjero por su rostro rubicundo y sus orígenes rurales, permanecía en su asiento con las manos juntas y un lápiz afilado entre ellas.

– ¿Se supone que tengo que someterme al habitual harakiri? -preguntó Rebus señalando el lapicero.

– Se supone que tiene que decirme qué es lo que sucedía ahí fuera. Por un día que viene de visita…

– A ponerse de parte de Linford, naturalmente…

Watson le miró serio.

– No empecemos. Bueno, deme su versión.

– ¿Para qué? Ya sé lo que le habrán contado los otros dos.

– ¿El qué? A ver, diga.

– Siobhan le habrá dicho la verdad, y Linford le habrá largado una sarta de mentiras para justificarse -respondió Rebus encogiéndose de hombros ante la expresión aún más severa de Watson.

– Vamos, démela -dijo.

– Siobhan salió un par de veces con Linford -comenzó a decir Rebus con voz monótona- en plan de amigos, y ella le dio calabazas. Una noche yo fui a su piso para hablar de mi caso y cuando al salir me quedé un rato sentado en el coche, vi a un tipo que salía de un edificio de enfrente, daba la vuelta a la esquina, se ponía a mear y regresaba al edificio. Fui a averiguar el asunto y resultó que era Linford que la espiaba desde el descansillo del segundo piso de aquella casa. Después, anoche, ella me llamó para decirme que tenía la impresión de que la espiaban. Y yo le conté lo de Linford.

– ¿Por qué no se lo dijo antes?

– Porque no quería inquietarla. Además, pensé que mi inesperada irrupción le habría disuadido, pero es evidente -añadió Rebus encogiéndose de hombros- que no impongo tanto como yo creía.

Watson se recostó en el sillón.

– ¿Y qué cree que dice Linford?

– Me apuesto algo a que habrá alegado que todo es una mentira urdida por el inspector Rebus, que Siobhan está en un error, que yo me inventé la historia y que ella se la creyó.

– ¿Y con qué objeto habría hecho tal cosa?

– Para marginarle y trabajar yo en el caso a mi manera.

Watson miró el lápiz que tenía en las manos.

– Pues no es lo que dice él.

– ¿Qué es lo que dice?

– Que usted quiere a Siobhan en exclusiva.

Rebus hizo un gesto de desprecio.

– Eso es una fantasía de él, no mía.

– ¿No?

– En absoluto.

– Mire, esto no puedo dejarlo así, ¿sabe? Y menos habiendo sido Carswell testigo.

– Sí, señor.

– ¿Qué cree que debo hacer?

– Yo en su lugar, señor, enviaría a Linford a Fettes a que siga en su puesto de niño bonito y de burócrata, apartado del auténtico ajetreo del oficio policial.

– No es lo que desea el señor Linford.

Rebus no pudo contenerse.

– ¿Qué es lo que quiere, quedarse aquí? -Watson asintió con la cabeza-. ¿Por qué?

– El dice que no les guarda rencor, que es todo consecuencia del «acaloramiento» propio del caso.

– No lo entiendo.

– Yo tampoco, sinceramente -dijo Watson levantándose y yendo a la máquina de café; cogió deliberadamente un solo vaso y Rebus intentó no demostrar su alivio-. Yo en su caso habría aprovechado para librarme de ustedes. Pero el inspector Linford -añadió con una pausa mientras se sentaba- obtiene lo que desea.

– La cosa va a ponerse fea.

– ¿Por qué?

– ¿No ha visto usted últimamente el DIC? Estamos como sardinas en lata, y si ya es difícil tenerles a Siobhan y a él separados en circunstancias normales, ahora que los casos que investigamos tal vez estén relacionados…