– Eso me ha dicho la sargento Clarke.
– A mí me comentó que pensaba usted cerrar la investigación del mendigo millonario.
– No era realmente una investigación. Me impulsaba la curiosidad normal por esas cuatrocientas mil libras. Para serle franco, no creo que saque nada en limpio.
– Es una buena policía, señor.
Watson asintió con la cabeza.
– A pesar de la discriminación positiva -dijo.
– Escuche -replicó Rebus- yo sé lo que sucede. Usted está a punto de jubilarse y prefiere que sea otro el que se haga cargo del marrón.
– Rebus, no piense que…
– Linford es subordinado de Carswell y usted no piensa tomar cartas en el asunto. Pero quedamos los demás.
– Cuidado con lo que dice.
– No he dicho nada que usted no sepa.
Watson se puso en pie y apoyó los nudillos en la mesa inclinándose hacia Rebus.
– ¿Y qué me dice de usted… que crea un grupo policial a su antojo, con reuniones en el bar Oxford y dándose aires de que es usted quien manda en esta comisaría?
– Intento resolver un caso.
– ¿Y de paso acostarse con Clarke?
Rebus se puso en pie de un salto. Sus caras quedaron a pocos centímetros una de otra y se miraron en silencio como si a la menor palabra fuera a saltar la chispa. El teléfono de Watson comenzó a sonar, descolgó y se llevó el receptor al oído.
– Diga -contestó.
Rebus estaba tan cerca que oyó a Gill Templer decir:
– Conferencia de prensa, señor. ¿Quiere ver mis apuntes?
– Tráigamelos, Gill.
Rebus se apartó de la mesa. Oyó a Watson a su espalda:
– ¿Eso era todo, inspector?
– Creo que sí, señor -respondió él dominándose para no cerrar de un portazo.
Fue directamente a hablar con Linford, pero no estaba en su mesa. Le dijeron que Siobhan había ido a los lavabos acompañada de una agente de uniforme para ayudarla a calmarse. ¿Estaría en la cantina? No. El del mostrador de recepción le dijo que acaba de salir de la comisaría hacía cinco minutos. Rebus consultó el reloj, no era aún hora de abrir al público. El BMW de Linford tampoco estaba en el aparcamiento. Se detuvo en la acera, sacó el móvil y le llamó.
– Diga.
– ¿Dónde demonios estás?
– Aquí, en el coche, en el aparcamiento de las cocheras de trenes.
Rebus se volvió y miró al fondo del callejón de Saint Leonard, donde estaba la cochera.
– ¿Qué haces ahí?
– Estoy pensando.
– A ver si te sale humo -dijo Rebus echando a andar por el callejón.
– Vaya, gracias por llamarme al móvil para insultarme.
– De nada, a mandar -dijo entrando en el aparcamiento.
Allí estaba el BMW, aparcado en un sitio reservado a minusválidos cerca de la entrada. Rebus desconectó el móvil, abrió la puerta del pasajero y subió.
– Qué inesperado placer -dijo Linford guardando el móvil y apoyando las manos en el volante sin quitar la vista del parabrisas.
– Me gustan las sorpresas -dijo Rebus-, como, por ejemplo, que el jefe me diga que estoy acosando a la sargento Clarke.
– ¿Y no es cierto?
– Sabes de sobra que no.
– Parece que rondas mucho por su piso.
– Sí, claro, tú como acechas por la ventana del descansillo…
– Bueno, escucha, cuando me plantó me puse algo… No suele sucederme.
– ¿Que te den la patada? Me cuesta creerlo.
– Piensa lo que quieras -replicó Linford con una sonrisa desmayada.
– Le has mentido a Watson.
Linford se volvió hacia él.
– Tú en mi lugar habrías hecho igual. ¡Me jugaba nada menos que mi carrera!
– Haberlo pensado antes.
– Ahora es fácil decirlo -replicó Linford pausadamente mordiéndose el labio inferior-. ¿Qué te parece si le pido disculpas a Siobhan? Digo que me pasé un poco… y que no volverá a suceder…, etcétera.
– Será mejor que lo hagas por escrito.
– ¿Por si no sé expresarlo bien?
Rebus negó con la cabeza.
– No, porque cuesta disculparse cuando te agarran el cuello con una mano y los huevos con la otra.
– Hostia, tío, creí que me estallaba una vena.
Rebus mantuvo la cara de palo.
– Podías haberte defendido.
– Sí, hombre, qué bien, con otros tres tíos mirando. Rebus se volvió hacia él.
– Tú eres muy precavido, ¿verdad? Calculas cada paso que das.
– Observar a Siobhan no fue algo calculado.
– No, supongo que no.
Pero a pesar de su afirmación, Rebus no estaba totalmente convencido.
Linford se volvió hacia el asiento de atrás y cogió unos papeles: el rebujo que tenía en la mano durante la escena en la comisaría.
– ¿Podemos hablar un minuto de trabajo?
– Tal vez.
– Sé que has estado dándome esquinazo, dirigiendo tú las cosas y dejándome al margen. Bien, es cosa tuya. Pero en los interrogatorios que yo he hecho puede haber una pepita de oro… -dijo entregando a Rebus el montón de páginas de notas minuciosas.
Había estado en Holyrood Tavern, Jennie Ha's… y no sólo los pubs, casas y tiendas de los alrededores de Queensberry House, había preguntado hasta en el palacio de Holyrood.
– Has trabajado mucho -admitió Rebus con un gruñido.
– He hecho el puerta a puerta; un recurso muy manido pero que a veces da resultado.
– Bien, ¿y esa pepita de oro? ¿O voy a tener que leerme todo este tocho y quedar impresionado por la cantidad de piedras y pedruscos del camino?
– La he reservado para el final -dijo Linford sonriente.
Se refería a las últimas páginas, que estaban grapadas. Eran dos interrogatorios a la misma persona, realizados el mismo día; uno en charla informal en la Holyrood Tavern y el otro en Saint Leonard en presencia de Hi-Ho Silvers.
El interrogado se llamaba Bob Cowan, con domicilio en Royal Park Terrace y era catedrático de historia social y económica en la universidad. Una vez a la semana se reunía con un amigo que vivía en Grassmarket en la Holyrood Tavern que estaba a mitad de camino del domicilio de ambos. A Cowan le agradaba al volver a casa atravesar el parque de Holyrood y pasar por el estanque de Saint Margaret, con su colonia de cisnes.
«Aquella noche -la noche en que Roddy Grieve encontró la muerte- había casi luna llena y salí de la Holyrood Tavern hacia las doce menos cuarto. La mayoría de las veces no encuentro a nadie durante el paseo. En aquella zona sólo hay algunas mansiones; supongo que habrá gente a quien le inquiete caminar por el lugar. Me refiero a que se cuentan toda clase de historias. Pero yo, en los tres años que hace que doy ese paseo, nunca he tenido percances. Bien, puede que lo que voy a decirle no tenga relevancia; personalmente reflexioné al respecto unos días después del asesinato y me dije que no la tenía. He visto las fotos del señor Grieve y, a mi entender, ninguno de los dos hombres que yo vi se parecían a él. Claro que puedo equivocarme, pues, aunque hacía una noche muy clara y había muchas estrellas, sólo vi bien a uno de aquellos dos hombres. Estaban frente a Queensberry House, delante de la verja de entrada. A mí me dio la impresión de que esperaban a alguien. Es lo que me llamó la atención. Quiero decir que a esa hora, ¿qué iban a hacer allí en medio de tantas obras y edificios en construcción? Es un lugar raro para una cita. Recuerdo que por el camino fui imaginando las alternativas posibles: que esperaran a un tercero que estaba orinando por allí, que aguardaran un encuentro sexual o que fueran a robar en una obra…»