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Seguía una exclamación de Linford:

«Señor Cowan, habría debido usted de dar cuenta de esto en su momento.»

Vuelta a la declaración de Cowan:

«Pues tal vez, pero siempre te preocupa levantar un revuelo por algo sin importancia, y aquellos hombres no me parecieron sospechosos. Quiero decir que no iban encapuchados ni llevaban bolsas con el rótulo de atraco. Eran simplemente dos hombres que charlaban. Podrían haber sido dos amigos que acababan de encontrarse. ¿Comprende? Su atuendo era normaclass="underline" vaqueros, creo, y cazadora negra, con zapatillas deportivas, me parece. El que mejor pude ver tenía pelo muy corto, castaño o moreno, y ojos hundidos con mejillas caídas como un perro basset, y observé, además, en su boca un gesto de desagrado, despreciativo, como si acabase de oír algo que le contrariaba. Era alto, más de uno ochenta, y de hombros cuadrados. ¿Cree que tiene algo que ver con el crimen? Dios mío, a lo mejor fui yo la última persona que vio al asesino…»

– ¿Tú qué crees? -dijo Linford.

Rebus hojeó los otros interrogatorios.

– Sí, ya sé que no es gran cosa -añadió Linford.

– Pues yo creo que sí -replicó Rebus, sorprendiéndole con el comentario-. Lo malo es la escasez de detalles. Alto, de hombros cuadrados… Pueden ser muchos…

Linford asintió con la cabeza; era lo que él había pensado.

– Pero si hacemos una foto robot… Cowan dice que él colaboraría.

– ¿Y después, qué?

– Se reparte por los pubs de la zona; a lo mejor es cliente de alguno. Además, según esa descripción, no me sorprendería que fuese un albañil.

– ¿Uno de los trabajadores de la obra?

– Cuando tengamos la foto robot… -dijo Linford encogiéndose de hombros.

Rebus le devolvió el montón de hojas.

– Sí, vale la pena. Enhorabuena.

Linford estaba encantado a ojos vistas, y Rebus recordó por qué empezó a odiarle la primera vez que se vieron: al menor elogio se olvidaba del resto.

– Bueno, entretanto, ¿tú sigues a tu manera? -preguntó Linford.

– Exacto.

– ¿Y yo no aparezco?

– Linford, es lo mejor que puedes hacer en este momento, créeme.

Linford asintió con la cabeza.

– ¿Que hago, entonces? -preguntó.

Rebus abrió la puerta del coche.

– No aparezcas por Saint Leonard hasta que hayas escrito la carta. Que esté en manos de Siobhan hoy mismo, pero espera hasta esta tarde, para que se haya calmado. Quizá mañana puedas arriesgarte a asomar la jeta, y no estaría mal que lo hicieras con gesto de pesar.

Linford no necesitaba oír más. Tendió la mano a Rebus pero éste cerró la puerta. No pensaba dar la mano a aquel hijo de puta. En definitiva, sólo había aportado una pepita de oro y no era para tanto. Además, aún no confiaba en él, le daba la impresión de que era capaz de vender a su propia madre a cambio de un ascenso. La cuestión era: ¿qué haría si pensaba que su empleo corría peligro?

Era una circunstancia poco agradable y un lugar inhóspito.

Siobhan acudió con Rebus, acompañados de una agente de uniforme, la misma que estaba presente la tarde en que Mackie se arrojó desde el puente, y que había hecho el comentario de: «Usted es de los de Rebus, ¿verdad?». Había un sacerdote y un par de caras que Siobhan conocía del Grassmarket y que la saludaron con una inclinación de cabeza. Esperaba que no le pidieran cigarrillos porque no llevaba. También estaba Dezzi, sollozando en un trozo de papel higiénico rosa. Había encontrado unos harapos negros: una falda estilo zíngaro y un gran chal de encaje casi hecho jirones, y como complemento, zapatos negros, uno distinto en cada pie.

No estaba Rachel Drew. Quizá no se había enterado.

No podía decirse que era un entierro concurrido. Los cuervos revoloteaban graznando como si quisieran interrumpir las palabras concisas y precipitadas del cura. Uno de los mendigos del Grassmarket daba codazos a su compañero medio adormilado, y cada vez que el oficiante pronunciaba el nombre de Freddy Hastings, Dezzi suspiraba «Chris». Al concluir la ceremonia Siobhan dio media vuelta y se alejó apretando el paso. No quería hablar con nadie; ella únicamente había ido por sentido del deber, algo que nadie iba a agradecerle.

Cuando llegó donde habían dejado los coches miró a Rebus por primera vez.

– ¿Qué te ha preguntado Watson? -dijo-. Se cree lo que cuenta Linford, ¿a que sí?

Al ver que Rebus no contestaba, subió a su coche, puso el motor en marcha y arrancó. Rebus, que siguió de pie junto al suyo, creyó ver lágrimas en sus ojos.

La excavadora amarilla sacaba sin parar escombros y más escombros. Ver las tripas del edificio confería a la escena algo de voyeurismo, aunque Rebus advirtió, muy al contrario, que había peatones que pasaban de largo evitando mirar. Era como si un patólogo acabase de dejar al descubierto las vísceras, el interior de lo que habían sido pisos habitados con puertas pintadas y repintadas, papeles de decoración cuidadosamente elegidos; donde quizá había habido parejas de recién casados pintando zócalos, manchándose ilusionados las manos. Lámparas, casquillos, interruptores… yacían ahora entre montones de cables o pendían del vacío. Habían quedado incluso al descubierto elementos menos definidos de la estructura: vigas del tejado, cañerías, heridas abiertas donde antaño habían estado las chimeneas, con el fuego crepitando en Navidad y el árbol adornado en el rincón.

También los buitres habían hecho acto de presencia y apenas quedaba alguna de las mejores puertas. Habían desaparecido las estufas, las cisternas, los lavabos, las bañeras, los depósitos de agua y los radiadores… Algunos rebuscadores de basura sacarían un buen dinero de todo ello. Pero lo que más fascinaba a Rebus eran las capas superpuestas de pintura y papel pintado. Si se arrancaba uno a rayas se dejaba al descubierto otro de peonías de color rosa suave y debajo, otro de jinetes con casaca roja. En uno de los pisos habían ampliado la cocina tapando con papel pintado la antigua y al arrancarlo habían aparecido los azulejos blancos y negros. Estaban llenando unos contenedores para cargarlos en camiones que los transportarían a vertederos de las afueras donde todas aquellas piezas de rompecabezas se depositarían en capas sucesivas a disposición de futuros arqueólogos.

Rebus encendió un cigarrillo y entornó los ojos para protegerse de unas ráfagas de polvo y suciedad.

– Creo que hemos llegado un poco tarde.

Estaba con Siobhan frente al edificio en derribo que había alojado el despacho de Freddy Hastings. Ella, ya sosegada, miraba la demolición como si hubiera desterrado a Linford de su pensamiento. De la oficina de Hastings que ocupaba la planta baja no quedaba ya nada. Una vez despejado el solar, alzarían un nuevo edificio, un «complejo de apartamentos» a tiro de piedra del nuevo Parlamento.

– En el ayuntamiento habrá alguien que sepa decirnos algo -aventuró Siobhan y Rebus asintió con la cabeza-. No pareces muy convencido -añadió ella, que lo sugería pensando en que quizá alguien podría indicarles dónde habían ido a parar las pertenencias y los muebles de Hastings.

– Es mi carácter -dijo Rebus aspirando el humo, y con él, una mezcla de polvillo de escayola y de las vidas de otras personas.

Fueron a las dependencias municipales de High Street, donde un funcionario les facilitó finalmente el nombre de un abogado afincado en Stockbridge. Por el camino se detuvieron en el antiguo domicilio de Hastings, pero los nuevos propietarios no sabían nada de él. Ellos habían comprado el piso a un anticuario que creían recordar se lo había comprado a un futbolista. El año de 1979 era agua pasada y los pisos de la Ciudad Nueva cambiaban de dueño cada tres o cuatro años. Los compradores eran jóvenes profesionales con ánimo de especular, pero que cuando tenían niños, veían que la falta de ascensor era un problema o bien echaban de menos un jardincillo, y los vendían para mudarse a una vivienda mayor.