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El abogado también era joven y no sabía nada de Frederick Hastings, pero llamó por teléfono a un socio suyo mayor que estaba en una reunión fuera del despacho y acordaron una cita con él. Rebus y Siobhan sopesaron volver o no a la comisaría y ella sugirió dar un paseo por Dean Valley, pero Rebus, al recordar que era la zona en que vivía Linford, dio la excusa de no sentirse con fuerzas para semejante ejercicio.

– Supongo que querrás ir a un pub -dijo ella. -Hay uno estupendo en la esquina de Saint Stephen Street.

Al final fueron a un café en Reaburn Place. Siobhan pidió un té y Rebus un descafeinado. Una camarera les recordó amablemente que en aquel establecimiento no se podía fumar y Rebus se guardó la cajetilla con un suspiro.

– Antes la vida no era tan complicada -comentó.

Ella asintió con la cabeza.

– Antes se vivía en cuevas y tenías que matar para comer…

– Y las niñas buenas iban a escuelas para señoritas, mientras que ahora son todas licenciadas en sarcasmo.

– Dijo la sartén al cazo -replicó ella.

Llegaron las consumiciones y Siobhan comprobó si tenía mensajes en el móvil.

– Bueno -dijo Rebus-, haré yo la pregunta.

– ¿Qué pregunta?

– ¿Qué piensas hacer a propósito de Linford?

– ¿De quién?

– Haces bien -replicó Rebus dando un sorbo de café.

Siobhan se sirvió y alzó la taza con las dos manos.

– ¿Hablaste con él? -preguntó y Rebus asintió despacio-. Eso pensé, porque te vieron salir tras él.

– Dijo una mentira de mí a Watson.

– Lo sé. El jefe lo mencionó.

– ¿Tú qué le dijiste?

– La verdad -contestó ella.

Siguieron un rato en silencio dando sorbos a sus respectivas tazas y dejándolas en el platillo como si sus movimientos estuvieran sincronizados. Rebus volvió a hacer un gesto afirmativo con la cabeza aunque no sabía realmente por qué y fue Siobhan la que rompió el silencio.

– Bueno, ¿y qué le dijiste tú a Linford?

– Va a enviarte sus disculpas por escrito.

– ¡Qué generosidad la suya! -hizo una pausa-. ¿Tú crees que lo hará?

– Yo creo que está arrepentido de lo que hizo.

– Únicamente porque puede afectar a su triunfal carrera.

– Puede que tengas razón. De todos modos…

– ¿Crees que debo olvidarlo?

– No es eso, pero Linford sigue sus propias pistas y con un poco de suerte eso le tendrá apartado de ti. Creo que le has metido miedo -añadió mirándola.

– Debería tenerlo -replicó ella sardónica alzando otra vez la taza-. Pero me parece estupendo que procure evitarme; yo también lo haré.

– Me parece muy bien.

– Crees que esta pista no va a ninguna parte, ¿verdad?

– ¿La de Hastings? -ella asintió con un gesto-. No lo sé, en Edimburgo nunca se sabe -dijo Rebus.

Blair Martine les esperaba cuando volvieron al despacho del abogado. Era un hombre mayor rechoncho, con traje de raya diplomática y reloj de bolsillo con cadena de plata.

– Siempre me intrigó si el fantasma de Freddy Hastings vendría a rondarme -dijo.

Tenía en la mesa un montón de carpetas de papel manila y unos sobres atados con cordel. Al rozar con los dedos la carpeta que estaba encima se le llenaron de polvo.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Bueno, nunca fue un caso para la policía, pero un misterio sí, porque desapareció de la noche a la mañana.

– Con los acreedores pisándole los talones -añadió Rebus.

Martine hizo un gesto escéptico. Se notaba que había almorzado opíparamente; tenía las mejillas encendidas y el chaleco a punto de estallar. Al recostarse en el asiento Rebus temió que los botones le saltaran.

– Fondos no le faltaban a Freddy -dijo el hombre-. Eso no quita que hiciera malas inversiones, que las hizo. Pero en cualquier caso… -dijo dando una palmadita en las carpetas.

Rebus estaba impaciente porque se las enseñara, pero estaba seguro de que Martine alegaría la reserva confidencial hacia el cliente.

– Cierto que dejo una serie de deudas -añadió el abogado-, pero ninguna muy importante. Tuvimos que disponer la venta del piso, del que obtuvimos un buen pico, aunque se habría podido conseguir más.

– ¿Suficiente para cancelar deudas? -preguntó Siobhan.

– Sí, más nuestros honorarios. La desaparición de una persona genera muchos gastos -dijo con una pausa.

Se guardaba algo en la manga. Rebus y Siobhan callaban, seguros de su deseo de descubrir la carta escondida. Finalmente, el abogado se inclinó apoyando los codos en la mesa.

– Reservé una cantidad para sufragar los gastos de almacén -añadió en tono conspiratorio.

– ¿De almacén? -repitió Siobhan.

El abogado se encogió de hombros.

– Pensé que Freddy volvería algún día. No le daba por muerto. Por cierto, ¿cuándo es el entierro? -añadió con un suspiro.

– De allí venimos -contestó Siobhan, omitiendo que sólo había asistido media docena de personas.

Un entierro rápido, sin elogio funerario del finado por parte del cura; un entierro de pobre, aunque el difunto no era precisamente pobre.

– ¿Qué hay almacenado exactamente? -preguntó Rebus.

– Efectos personales que tenía en el piso; desde lapiceros hasta una magnífica alfombra persa.

– ¿A la que usted había echado el ojo?

– Más cuanto tenía en el despacho -replicó el abogado mirándole furioso.

Rebus se irguió perceptiblemente.

– ¿Dónde está ese almacén? -preguntó.

La respuesta era: en un tramo perdido de carretera, en los alrededores de la zona norte de la ciudad. Edimburgo, al ser una población costera está limitado al norte y al este por el Firth of Forth. En Granton, un área situada en el extremo norte de la ciudad, tanto los promotores inmobiliarios como el ayuntamiento planeaban grandes proyectos.

– Verdaderamente, hay que tener imaginación -comentó Rebus mirando desde el coche.

Se refería a Granton, una zona sin pretensiones, con tramos de costa peñascosa, llena de horrendas construcciones industriales grises y azotada por el paro. Allí no había más que fábricas con ventanas rotas, enlucidos chapuceros y camiones llenos de hollín. Gentes como sir Terence Conran habían echado un vistazo al lugar y ya soñaban con un futuro de complejos comerciales y de ocio, de naves convertidas en pisos al estilo Docklands, gente con dinero dispuesta a vivir allí, creación de empleos, hogares y todo un nuevo estilo de vida.

– ¿No hay nada en compensación? -preguntó Siobhan.

Rebus pensó un instante.

– El Starbank's es un bar que no está mal -contestó. Ella se le quedó mirando-. Tienes toda la razón -admitió-. Está más cerca de Newhaven que de Granton.

La empresa se llamaba Seismic. Había tres largas hileras de búnqueres de cemento de menor tamaño que un garaje normal.

– Se llaman Seismic porque resisten a los terremotos -dijo el dueño, Gerry Reagan.

– No creo que por aquí sean muy de temer los terremotos -replicó Rebus.

Reagan sonrió. Les guió a lo largo de una de las hileras mientras el cielo se nublaba y un viento fuerte comenzaba a soplar desde el estuario.

– El castillo de Edimburgo está edificado sobre un volcán -replicó el hombre-.¿No recuerdan aquellos temblores de tierra en Portobello?