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– ¿No fueron causados por perforaciones mineras? -dijo Siobhan.

– Lo que usted diga -replicó Reagan con ojos chispeantes coronados por pobladas cejas grises. Llevaba gafas de montura metálica y una cadena en el cuello-. Lo cierto es que mis clientes saben que aquí sus cosas estarán seguras hasta el día del juicio final.

– ¿Qué clase de clientela tiene usted? -preguntó Siobhan.

– Muy variada: ancianos que se han mudado a pisos donde no les caben los muebles de antes o gente que viene a vivir aquí o que se marcha al sur, y que a veces venden la casa antes de que les terminen el piso nuevo. Tengo también un par de coches de coleccionistas.

– ¿Y caben ahí? -preguntó Rebus.

– Muy justos -admitió Reagan-. A uno tuvimos que quitarle el parachoques. Aquí es.

Blair Martine les había entregado una carta de autorización que Reagan sostenía en la mano junto con la llave de la puerta basculante.

– Número trece -dijo comprobando la cifra y deteniéndose para abrir el candado y levantar la puerta.

Tal como les había dicho el abogado, los efectos de Hastings habían estado guardados antes en otro almacén, pero hicieron obras allí y Martine tuvo que buscar otro guardamuebles. «Les juro que su desaparición me dio muchos quebraderos de cabeza», y así era cómo las cosas de Hastings habían ido a parar a Seismic en Granton tres años atrás; Martine les dijo que no podía garantizar que todo estuviera intacto. Añadió que él no conocía mucho a Hastings, a quien sólo había visto en alguna cena o en fiestas, y que con Alasdair Grieve no había tenido trato.

– Entonces, si no se marchó por cuestión de dinero, ¿por qué sería? -pregunto Siobhan a Rebus al salir del abogado.

– Freddy no se marchó -contestó él.

– Se marchó y volvió -replicó ella-. ¿Y Alasdair? ¿Será el cadáver de la chimenea?

Rebus no dijo nada.

Al abrir Reagan completamente la puerta vieron que aquello era un batiburrillo parecido a una tienda de curiosidades a la que sólo le faltaba una caja registradora.

– Lo colocamos todo divinamente -comentó Reagan en elogio a su labor de almacenaje.

– Dios nos asista -exclamó Siobhan bajando la voz. Al ver que Rebus marcaba un número en el móvil preguntó-: ¿A quién llamas?

Él, sin contestar, irguió la espalda al recibir respuesta.

– ¿Grant? ¿Está Wylie contigo? Coge un bolígrafo -añadió con torva sonrisa- que voy a darte una dirección. Hay un trabajito ideal para el equipo de arqueólogos.

Linford estaba sentado en el despacho de Carswell, en Fettes. Daba sorbos al té, en taza y platillo de loza, mientras el jefe atendía una llamada. Cuando terminó de hablar por teléfono, Carswell se llevó la taza a los labios y sopló el té.

– Es un desastre lo de Saint Leonard, Derek.

– Sí, señor.

– Se lo dije a Watson en la cara. Si no es capaz de controlar a sus subordinados…

– Perdone, señor, pero en un caso como éste los ánimos se caldean.

– Es de admirar su actitud, Derek.

– ¿Señor?

– Porque observo que no es de los que dejan a un compañero en la estacada aunque se haya portado mal.

– Creo que yo también tengo algo de culpa, señor. A nadie le gusta que venga nadie de fuera a hacerse cargo de una investigación.

– ¿Así que ha sido una especie de chivo expiatorio?

– No exactamente, señor -dijo Linford con la vista en su taza.

Veía unas burbujitas aceitosas flotando y no sabía si era por el té, el agua o la leche.

– Podemos trasladar aquí la investigación -dijo Carswell-. Absolutamente toda, si es preciso y utilizaremos agentes de la brigada contra el crimen para…

– Perdone usted, señor, pero ya es demasiado tarde para comenzar desde cero la investigación. Perderíamos mucho tiempo -hizo una pausa-. Y aumentaría una barbaridad el presupuesto.

Carswell tenía fama de ceñirse a los gastos imprescindibles. Frunció el entrecejo y dio un sorbo al té.

– No, eso si que no, si puede evitarse -dijo mirando a Linford-. Prefiere seguir allí, ¿es eso lo que me quiere decir?

– Creo que podremos convencerles, señor.

– Bueno, Derek, sé que usted vale más que la mayoría.

– La mayor parte del equipo es irreprochable -continuó Linford-, pero hay un par de ellos… -añadió dejando la frase en el aire y volviendo a mirar la taza.

Carswell consultó las notas que había tomado en Saint Leonard.

– ¿No serán el inspector Rebus y la agente Clarke por casualidad?

Linford guardó silencio sin mirarle a la cara.

– Nadie es irremplazable, Derek -dijo el ayudante del jefe de policía con voz pausada-. Nadie, créame.

28

– Lo mismo de costumbre -dijo Wylie al echar un vistazo con Hood a aquel montón de cosas.

El habitáculo de cemento estaba lleno hasta el techo de escritorios, mesas, sillas, alfombras, cajas de cartón, grabados con marco e incluso un tocadiscos estereofónico.

– Nos llevará días -dijo Hood en tono quejumbroso.

Echarían a faltar, demás, una señora Coghill que les preparara café, así como una cocina acogedora. Aquello, por el contrario, era una especie de descampado donde el viento les irritaba los ojos, y el cielo amenazaba lluvia.

– Bobadas -dijo Rebus-. Lo que hay que buscar son papeles. Se descartan los objetos grandes y las cosas que parezcan de interés las metemos en el maletero. Podemos hacer dos turnos de dos.

– ¿Lo que quiere decir…? -replicó Wylie mirándole.

– Lo que quiere decir que dos separan las cosas y otros dos seleccionan los papeles que haya que llevar a Saint Leonard.

– Fettes está más cerca -alegó Wylie.

El asintió. Pero Fettes era el territorio del mierda de Linford.

– Más cerca está eso -dijo Siobhan como leyéndole el pensamiento, señalando con la cabeza la caseta prefabricada que hacía las veces de oficina de Reagan.

Rebus asintió con la cabeza.

– Voy a hablar con él -dijo.

Grand Hood sacó del garaje un televisor portátil y lo puso en el suelo.

– Pregúntele de paso si tiene una lona, porque no va a tardar en llover -dijo mirando al cielo.

Media hora más tarde comenzaron los primeros chaparrones procedentes del Forth, bañándoles el rostro y las manos con gotas heladas en medio de una espesa neblina que les dejó como aislados del mundo.

Reagan encontró un enorme plástico transparente que en cualquier momento podía echar a volar, por lo que sujetaron tres de sus esquinas con ladrillos, dejando una suelta para pasar. Reagan pensó en algo mejor y les indicó, dos puertas más allá, un hueco vacío, y los tres, Hood, Wylie y Siobhan Clarke, se trasladaron allí con todo mientras Reagan doblaba el plástico.

– ¿Qué hace el jefe? -preguntó Hood a Reagan.

El hombre, guiñando los ojos bajo la lluvia, miró hacia la oficina cuyas ventanas iluminadas eran como dos faros acogedores de un refugio en aquel oscuro atardecer.

– Me ha dicho que va a organizar el puesto de mando.

Hood y Wylie cruzaron una mirada.

– ¿Con té y estufa incluidos? -preguntó Wylie.

Reagan se echó a reír.

– Ha dicho que se harían dos turnos -les recordó Siobhan, pensando en que ojalá encontrasen archivos o algo semejante para poder ella también refugiarse en la caseta.

– Yo cierro a las cinco -dijo Reagan-. Es una tontería seguir aquí cuando se haga de noche.

– ¿Tiene usted alguna lámpara? -preguntó Siobhan para decepción de Wylie y Hood, que ya se habían hecho a la idea de largarse a las cinco.

Reagan tampoco parecía muy complacido, pero por distintos motivos.