– Se lo dejaremos bien cerrado antes de irnos -añadió Siobhan-, con la alarma conectada o lo que haga falta.
– Tengo la impresión de que a la compañía de seguros no le haría gracia.
– ¿Es que alguna vez les hace gracia?
El hombre rió y se rascó la cabeza.
– Bueno, puedo quedarme hasta las seis -dijo.
Enseguida comenzaron a aparecer cajas con archivadores. Reagan llevó una carretilla con el plástico doblado para cargarlos y Siobhan la empujó hasta la oficina. Abrió la puerta y vio que Rebus acababa de dejar libre una de las dos mesas y había puesto en un rincón todo lo que tenía encima.
– Me ha dicho Reagan que usemos ésta -dijo-. Ahí hay un váter químico y un fregadero con hervidor -añadió señalando una puerta-. Habrá que hervir el agua antes de beber.
Siobhan advirtió que al lado de Rebus había una taza en una silla.
– Nos arreglaremos todos con una sola taza -dijo.
Vio un enchufe y puso el móvil a recargar mientras llenaba el hervidor y lo enchufaba. Rebus salió de la caseta para ir metiendo los archivadores.
– Está oscureciendo rápido -comentó ella.
– ¿Cómo va la búsqueda? -preguntó Rebus.
– Hay una luz en el garaje y el señor Reagan dice que puede quedarse hasta las seis.
– Pues hasta la seis -dijo él consultando el reloj.
– Una cosa -añadió ella-. Estamos trabajando en el caso Grieve, ¿verdad?
– Podemos poner horas extras, si es eso lo que estás pensando -dijo él mirándola.
– No vendrán mal para las compras de Navidad… Si me queda tiempo para hacerlas.
– ¿Navidad?
– Claro, hombre, esos días festivos que tenemos ya encima.
– ¿Cómo puedes desconectarte tan fácilmente? -replicó él.
– En mi opinión, ser un buen policía no tiene por qué ser una obsesión.
Rebus volvió a salir a coger más archivadores, a lo lejos veía las figuras de Wylie, Hood y Reagan moviéndose en medio de la niebla y sus tres sombras bailando sobre la superficie desnuda del cemento. Era como una escena intemporal. Durante milenios, el ser humano había trabajado así, moviendo cosas a temperaturas bajo cero y en penumbra. ¿Con qué objeto? Del pasado no quedaba casi nada. Su trabajo precisamente consistía en que los crímenes pasados no quedaran impunes, fueran de la víspera o de veinte años atrás. No porque la justicia o los magistrados lo exigieran, sino en desagravio de todas las víctimas mudas, por las almas errantes. Aunque también por propia satisfacción, porque atrapando al culpable ellos expiaban sus propios pecados, los cometidos y los omitidos. ¿Cómo era posible desconectarse de todo aquello por el hecho banal de intercambiar unos regalos…?
Siobhan salió a ayudarle y rompió el hechizo. Se colocó las manos alrededor de la boca para gritar que estaba haciendo café y ellos respondieron con vítores y aplausos. Ya no era una escena intemporal, sino bien concreta en la que las tres figuras en la niebla asumieron su propia personalidad: Reagan acudió a la carrera, sacudiéndose las manos enguantadas, contento de ser partícipe de algo imprevisto que rompía la monotonía de su jornada solitaria; Hood, dando gritos de júbilo sin dejar de trasladar sillas de un sitio al otro, y Wylie, alzando la mano para decir que le echaran dos terrones de azúcar y que no se olvidasen.
– Qué trabajo más curioso, ¿no? -comentó Siobhan.
– Sí -respondió Rebus, pero ella se refería a Reagan.
– Aquí, todo el día solo, con todos esos búnqueres llenos de secretos y cosas ajenas… ¿No te tienta la curiosidad de saber qué encontraríamos si abriésemos otros?
– ¿Por qué crees que se presta tan solícito a ayudarnos? -añadió Rebus sonriendo.
– ¿Porque es un alma bondadosa? -aventuró ella.
– O porque no quiere que fisguemos demasiado -Siobhan le miró-. ¿Qué crees que he hecho mientras estaba aquí a solas? Echar un vistazo a la lista de clientes.
– ¿Y qué?
– He encontrado un par de nombres que me suenan a peristas de Pilton y Muirhouse.
– Eso está cerca… -comentó ella y Rebus asintió con la cabeza-. Pero no podemos hacer un registro sin una orden judicial.
– Ya, pero es un buen argumento si el señor Reagan se muestra reacio a colaborar. Y algo a tener en cuenta la próxima vez que haya alguna denuncia contra ellos -agregó Rebus mirándola-. No tiene sentido obtener un mandamiento judicial para registrar un piso en Muirhouse si el producto del robo está en un almacén.
Hicieron una pausa al abrigo de la oficina. Hood dijo que él iba a seguir buscando y que Wylie le llevase el café cuando acabase el suyo.
– Ese muchacho no haría buenas migas con los sindicatos -comentó Reagan.
El calor salía de una estufa de gas de tres elementos, pero el frío se filtraba por las rendijas de la caseta y en la ventanita se había formado una capa de vaho de la que escurrían de vez en cuando gotas sobre el alféizar. Era un espacio cerrado de atmósfera viciada débilmente iluminado por la bombilla del techo y una lámpara de mesa. Reagan aceptó un cigarrillo de Rebus formando los dos un frente solidario del que se apartó el dúo de mujeres no fumadoras.
– Propósitos de Año Nuevo -dijo Reagan mirando la punta del pitillo-. Dejar de fumar.
– ¿Lo logrará?
El hombre se encogió de hombros.
– Debería, tengo práctica en intentarlo dos o tres veces al año.
– Con la práctica se llega a la perfección -comentó Rebus.
– ¿Cuánto cree usted que van a tardar? -dijo Reagan.
– Le agradecemos mucho su colaboración -dijo Rebus con el tono de quien recupera su papel de policía y prescinde de la campechanía de fumar un pitillo con alguien, y Reagan captó inmediatamente que aquel inspector podía darle la lata si se ponía tonto.
Se abrió la puerta y entró Grant Hood con un monitor y un teclado que puso en la mesa.
– ¿Qué os parece? -dijo recobrando el aliento.
– Es un modelo viejo -comentó Siobhan.
– Sin el disco duro no sirve de nada -añadió Ellen Wylie.
Hood sonrió. Era la objeción que esperaba. Metió la mano en su abrigo a la altura de la cintura donde se notaba un bulto.
– Antes no había discos duros como los de ahora. Esta ranura lateral es para un disco flexible -dijo sacando media docena de cuadrados de cartón con un agujero en el centro como los antiguos discos sencillos-. Son discos flexibles de nueve pulgadas -añadió enseñándoselos con una mano mientras con la otra mano daba unos golpéenos al teclado-. Seguramente funcionan con el sistema MS-DOS. Así que si ninguno sabe de qué se trata, yo voy a instalarme aquí -anunció dejando los discos en la mesa y frotándose las manos ante la estufa-. Mientras podéis seguir buscando a ver si allí hay más discos.
Al llegar la hora habían vaciado medio garaje y casi todo lo que quedaba eran muebles. Rebus cogió tres cajas de archivadores dispuesto a dedicarles una noche en Saint Leonard. La comisaría estaba tranquila; en esa época del año lo que más había eran carteristas y rateros de tiendas, por la aglomeración en los comercios de Princess Street, donde la clientela con bolsos y carteras se hace notar. A veces, también se daba algún caso de atraco en los cajeros automáticos. Y depresión, había quien decía que era por ser el día más corto y la noche más larga; la gente bebía, se enfadaba, seguía bebiendo y destrozaba todo: ventanas, paradas de autobús, cabinas telefónicas, tiendas y pubs; apuñalaban a sus seres queridos y se cortaban las venas. Era el TAE: trastorno afectivo estacional.
Más trabajo para Rebus y sus colegas. Más trabajo para Urgencias, para los asistentes sociales, los jueces y las cárceles. El papeleo aumentaba a medida que iban llegando las felicitaciones de Navidad. Rebus hacía tiempo que no enviaba tarjetas navideñas pero la gente se empeñaba en seguir con eso: familiares, colegas y hasta algunos de sus amigotes del pub.