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El padre Conor Leary siempre le mandaba una, pero aquel año estaba convaleciente; hacía tiempo que no iba a verle. Las camas de hospital le recordaban a su hija Sammy, cuando aún no había recobrado el conocimiento después del accidente que la tenía confinada en una silla de ruedas. A Rebus lo de la Navidad le parecía una farsa en la que todos pretendían estar unidos como si en el mundo no pasara nada. La celebración del nacimiento de un hombre adornada con oropeles y floripondios realizada en una nube de mentiras piadosas y borrachera.

O quizá era su impresión personal.

Examinó todos los papeles de la caja sin precipitarse, haciendo pausas para tomar café y fumar un cigarrillo fuera, en el aparcamiento de la parte trasera de la comisaría. Casi todo era correspondencia comercial aburridísima y había recortes de periódico con anuncios sobre locales comerciales en venta y de alquiler, algunos rodeados por un círculo y otros con dos signos de interrogación al margen. Una vez que hubo identificado la letra de Hastings pudo distinguir las anotaciones de su puño y letra. No tenía secretaria. ¿Dónde encajaba Alasdair Grieve? En las reuniones: siempre aparecía en ellas y en los almuerzos de trabajo el nombre de Alasdair. Quizá fuese una especie de relaciones públicas que gracias a su apellido aportaba algo a la operación. Era el hermano de Cammo, hermano de Lorna, hijo de Alicia…, alguien con quien no desdeñaría sentarse a la mesa un posible cliente.

Volvió adentro para calentarse los pies y siguió sacando papeles de la caja. Poco después tomó un café y dio una vuelta por la planta baja para charlar con el turno de noche en la sala común. Allanamientos de morada, pendencias, riñas familiares, coches robados y destrozados; una alarma antirrobo neutralizada, un desaparecido, un paciente evadido del hospital en pijama. Accidentes de tráfico por el hielo en las carreteras, una denuncia de violación y una agresión grave.

– Vaya noche -comentó el oficial de guardia.

Reinaba la camaradería en el turno de noche. Un agente compartió su bocadillo con Rebus.

– Siempre pongo más de lo que como -comentó.

Era pan integral con salami y lechuga. El hombre tenía otro cartón de zumo, si a Rebus le apetecía, pero rehusó.

– No, gracias -dijo.

Volvió a la mesa y fue anotando lo que había marcado en ciertos documentos doblándoles la esquina o pegándoles notitas con papel adhesivo. Miró el reloj de la oficina y vio que era casi medianoche. Se metió la mano en el bolsillo para ver los cigarrillos que le quedaban: uno. Eso fue decisivo. Guardó los archivadores en un cajón, se puso el abrigo y salió de la comisaría. Fue hacia Nicholson Street, donde había tres o cuatro tiendas abiertas toda la noche. Cigarrillos y algún tentempié: era su lista de la compra, tal vez algo para el desayuno. Había animación en la calle; un grupo de jovenzuelos llamaba a gritos a un taxi inexistente, se veía gente que volvía a casa cargada con bolsas de compra y rostro sudoroso. Era inevitable pisar envoltorios grasientas, trocitos de tomate y cebolla, patatas fritas espachurradas. Pasó una ambulancia a toda velocidad con la luz azul parpadeando pero sin la sirena, fantasmagóricamente muda en medio de la cacofonía callejera. El alcohol hacía subir los decibelios en las conversaciones y se veían también grupos de personas mayores que regresaban del Festival de Teatro o del Queen's Hall.

En puertas y esquinas había corrillos de jóvenes que hablaban en voz baja con miradas furtivas. Rebus veía delitos inexistentes, o quizá era por ir siempre alerta ante la posibilidad de algún delito. ¿Siempre habían sido los juerguistas de medianoche tan estridentes y escandalosos? Pensaba que no. Edimburgo cambiaba a peor y eso se notaba por muchos edificios de cemento y cristal que construyesen. La ciudad antigua moría, herida por aquellos bramidos, el nuevo paradigma de… no exactamente falta de respeto a la ley, pero sí de falta de respeto en cualquier caso: al entorno, a los vecinos, a uno mismo.

El miedo era más que evidente en los tensos rostros de los más viejos, que aferraban el rollo de papel del programa teatral, pero era un miedo mezclado con tristeza e impotencia. Impotentes para cambiar aquel estado de cosas, sólo esperaban sobrevivir. Al llegar a casa se derrumbarían en el sofá, echarían el cerrojo a la puerta, correrían las cortinas con las contraventanas bien cerradas y se prepararían un té para mojar unas galletas contemplando el papel pintado de las paredes pensando en el pasado.

Delante de la tienda había un grupo heterogéneo de jóvenes y una música estridente salía de unos coches aparcados junto a la acera. Al lado, dos perros intentaban copular animados por sus respectivos dueños para escándalo de las chicas que chillaban y apartaban la vista. Rebus entró en el comercio y la intensa luz le hizo cerrar los ojos un instante. Pidió un paquete de salchichas y cuatro panecillos, fue al mostrador a comprar tabaco y lo guardó todo en una bolsa blanca de plástico para llevárselo a casa. Tenía que haber girado a la derecha, pero giró a la izquierda.

Necesitaba orinar y el Royal Oak quedaba a un paso. Era un local cercano a la calle principal que nunca cerraba, y donde se podía ir a los servicios sin pasar por el bar. Al entrar había que cruzar un zaguán para llegar a la puerta del bar, pero allí mismo había una escalera que bajaba a los servicios. A los servicios y a otro bar más tranquilo. El bar de encima del Oak era famoso, estaba abierto hasta muy tarde y siempre había música en directo. Los clientes entonaban canciones tradicionales y a continuación actuaba algún guitarrista español de flamenco y tras él un individuo con cara de asiático y acento escocés que cantaba blues.

Sorpresas de la vida.

Antes de bajar por la escalera miró por la ventana. Era un pub pequeño y aquella noche estaba a rebosar: caras relucientes de gente mayor y bebedores empedernidos, más los curiosos y los incondicionales. Alguien entonaba una canción; una voz sola. Vio violines y un acordeonista inactivos y el público atento al cantante de buena voz de barítono, que estaba en un rincón hacia el que convergían todas las miradas, pero Rebus no lo veía. La letra de la canción era de Burns:

Lo que no pudieron someter la fuerza ni la astucia, en muchos siglos de guerra, lo doblegan ahora unos cobardes, por mísero dinero mercenario…

Iba ya a bajar por la escalera pero se detuvo porque acababa de ver una cara conocida. Retrocedió y acercó más la cara al cristal. Sí, sentado al lado del piano estaba el compadre de Cafferty, el que había estado en la cárcel con él. ¿Cuál era el nombre? Ah, sí, Rab. Un rostro sudoroso, amargado, con el pelo liso y unos ojos apagados. En la mano sostenía una bebida que Rebus pensó sería vodka con naranja.

En aquel momento el cantante dio un paso adelante y pudo verle bien.

Era Cafferty.

Pudimos a la espada inglesa, enardecidos en nuestro firme coraje, pero el oro inglés fue un veneno, como un hatajo de granujas de la nación…

Al terminar la estrofa Cafferty miró hacia los cristales y cuando vio que Rebus entraba para acercarse a la barra sonrió forzadamente. Rab le miró, quizá tratando de recordar quién era. Se acercó una camarera a atender a Rebus y él pidió media jarra y un whisky. En la barra no hablaba nadie; reinaba un respetuoso silencio. Una lágrima asomaba en los ojos de una patriota sentada en un taburete, con un vaso de coñac con Coca-cola en mano. Su desarrapado acompañante le acariciaba los hombros.